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Opinión 23 de enero de 2015

Los trágicos hechos producidos en Francia nos han recordado de manera brutal cómo es que, aun en nuestros días, la intolerancia puede conducirnos, desbocada, a la violencia y criminalidad. La intensa reacción mundial de condena a esos ataques ha expresado, desde luego, una sincera solidaridad, pero ha sido también, y quizá principalmente, una declaración en defensa del derecho a la vida y con ella ese bien preciado e insustituible de toda sociedad que se quiera llamar democrática: la libertad de expresión y el derecho de toda persona a manifestarse.

Nada puede justificar los asesinatos cometidos. Por eso, la búsqueda de explicaciones en el carácter irrespetuoso y ofensivo de la publicación que fue atacada resulta inoportuna e inadecuada y casi diría irresponsable, pues parece brindar alguna legitimación a esta violencia ciega  que constituye una afrenta a la humanidad y al Dios que se cree adorar. A partir de lo sucedido se han planteado análisis que tratan de entender las raíces del fenómeno y resulta inevitable entonces el señalar cómo algunos seguidores del Islam nutren su ferocidad en razón de los nexos que mantienen con redes de violencia armada y terrorista tales como la organización Al Qaeda y aquella otra autodenominada Estado Islámico de Irak y Levante (ISIS). Estos hechos ocurren, por otro lado, en un contexto nacional y regional particular, en el que diversas fuerzas políticas europeas de orientación xenofóbica, e incluso fascista, han ganado terreno en sucesivas elecciones.

En efecto, es de prever que los promotores de la otra forma de intolerancia, las fuerzas de ultraderecha francesas y europeas en general, buscarán explotar la comprensible indignación masiva para fomentar, a su vez, el odio al foráneo que vienen propagando desde hace décadas. Para estas corrientes, como resulta claro, las actitudes de solidaridad y de defensa de la libertad de expresión son sólo cínico pretexto, pues si en algo se asemejan a los fundamentalismos que denuncian es, justamente, en la hostilidad hacia el pensamiento  libre que busca expresarse.

Es esto último, la práctica de nuestras libertades, además del valor absoluto de la vida humana, lo que debe ser reivindicado y defendido y ha de ser el núcleo político-moral de nuestra reacción. Por ello, si ha sido alentador ver también a la opinión pública peruana respondiendo a estos hechos, se debe señalar que esa misma firmeza debería estar presente cuando, en nuestro propio país, se pretende censurar, o de hecho se censura y prohíbe exposiciones artísticas que no son del gusto de la autoridad o de pequeños grupos ultraconservadores. El acoso actual a una obra teatral es un ejemplo de lo dicho.

Los hechos de París nos han venido a recordar, de una manera especialmente trágica, una tarea de todos: construir sociedades libres implica defender siempre, sin reservas, el valor y dignidad de la vida humana y con ella el derecho a expresarse.

(23.01.2015)