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Opinión 11 de abril de 2013

Y es que detrás de la aplicación de la pena de muerte se encuentra, muchas veces, un razonamiento que solo tiene una visión retrospectiva de las cosas; es decir, que presta especial atención a la gravedad social del delito cometido, importándole poco o nada  lo útil o inservible que resulte la aplicación de la pena de muerte para evitar o reducir la delincuencia. Se cae así en el ‘facilismo’ de considerar que la pena de muerte es el justo castigo que merece el delincuente.

Nuestro Tribunal Constitucional ya ha tenido la oportunidad de pronunciarse sobre este tipo razonamiento y ha sido claro al sostener que en un Estado de derecho, social y democrático, como el nuestro no es posible concebir una pena que- simplemente- busque castigar al delincuente por el delito cometido, prescindiendo de su utilidad para prevenir futuros delitos. Según el TC, esta clase de pena supondría una vulneración del principio-derecho de dignidad humana (Art. 1° de la Constitución).

Definitivamente, una pena es legítima cuando genera efectos que sirven para prevenir la comisión de futuros delitos. Estos efectos consisten en intimidar a las personas con la amenaza de aplicárseles una pena si delinquen y/o en tratar de resocializar al delincuente.

Sin embargo, en nuestro contexto político nacional, no han faltado congresistas que, siguiendo este razonamiento reprochable e inconstitucional, han presentado proyectos de ley proponiendo ampliar la aplicación de la pena de muerte como el 4205/2010-CR donde se plantea la aplicación de esta para delitos comunes graves que causen la muerte de un menor de edad o de una persona adulta.

Lamentablemente, mientras no se adopte una política criminal seria que realice investigaciones criminológicas de campo sobre el fenómeno de la delincuencia, soluciones ‘facilistas’ como las de la aplicación de la pena de muerte seguirán tomando protagonismo en la coyuntura nacional. 

Por Rafael Chanján Documet, investigador adjunto del IDEHPUCP