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Opinión 8 de julio de 2013

Estas afirmaciones, con las cuales solo  se quería hacer evidente la necesidad  de percibir de modo más claro la auténtica naturaleza de la Universidad y su misión  formativa al abrirnos a horizontes éticos y culturales, sea cualquiera el saber que en ella se cultive, han generado comentarios como es natural.  Algunos favorables y otros que,  sin alcanzar la ironía que buscaban,  no lo son. Y es bueno que así ocurra para que surja un debate  esclarecedor en torno a cuestiones  que son de gran importancia.

Ahora bien, retomando el tema y con el ánimo simplemente de ser bien comprendidos de modo que no se  asuma que lo que decimos constituye  paradójica  y sofisticada  llamada de alguien que en nombre de los que han cultivado alguna materia humanística solicita que: “no nos crean todo y menos cuando hablemos del modelo de universidad que el país necesita”,  resulta fundamental  desde un inicio reafirmar que lo que se deseaba transmitir en el artículo era la debida distinción que hay que realizar entre las instituciones que tienen que ver con el mercado y los negocios y las Universidades.  Estas, vinculadas esencialmente al saber,  si bien pueden y deben preparar a profesionales aptos para desarrollarse en los campos del mercado, no pueden por ello  asumir como su naturaleza   más propia la de las empresas que persiguen ante todo el lucro.  No pensamos, ciertamente, que los profesionales que desarrollan actividades vinculadas al mercado, se hallen en las antípodas de los que aman la cultura.  Más bien lo que deseábamos  anotar es cómo la Universidad puede y debe ayudar a que no  exista  tal  divorcio en la vida de los hombres.  En efecto, la Universidad como Bien Público y vinculada esencialmente al saber, que no al lucro y el poder,  ha de buscar en “Todos” sus alumnos el cariño por la cultura el cual, casi es innecesario señalarlo, resulta un elemento fundamental en la afirmación ética de las personas.

Coincidimos sí en que,  dentro de las Universidades, las personas que deben educar  a los jóvenes, los docentes, posean la formación académica y pedagógica necesaria y,  por sobre todo, observen una conducta que no se  halle reñida con valores elementales que tienen que ver con la transparencia y  honestidad en el manejo  de los recursos  que se les pudiera encargar,  evitando además desarrollar un trato abusivo hacia  sus alumnos y,  cuando fuere el caso,  hacia sus subordinadas o subordinados.  Todo ello acompañado, claro está, de la imprescindible  lealtad para con los fines de la institución de la que forman parte.

Lamentablemente hay casos en los que,  paradójicamente,  a propósito de algunos  profesores universitarios   pareciera que  lo que “la naturaleza no da Salamanca no presta”.

En tales situaciones  es fundamental luchar para que, justamente, la Universidad venza la aparente contundencia del refrán y así entregue a esas personas  “en propiedad”, y no solo como  préstamo, la capacidad de reflexionar y  la voluntad de servir de modo que  dobleguen tendencias poco morales que, a veces, se han nutrido  de lo vivido en los hogares en los que crecieron.

Nadie duda que en la Universidad, compuesta por seres humanos, el cálculo  utilitario, el uso sesgado  y egoísta del poder, la traición de las metas que puedan ser  encomendadas, en fin, la deshonestidad, pueda presentarse en algunas personas sean ellas  humanistas o no.

Ante casos en los que dichas conductas  se manifiesten  de modo reiterado y sin ánimo de enmienda es evidente que la Universidad  en defensa de ella, de sus estudiantes  y de los valores que persigue,  habrá de alejar de sí a esos elementos aunque ellos  se muestren  maestros en el arte de disimular.