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Opinión 6 de octubre de 2017

Fue el pensador búlgaro Tzvetan Todorov quien advirtió sobre las diversas valencias de la memoria sobre pasados traumáticos. Si esta, desde una perspectiva ética, posee siempre un potencial liberador, también es cierto que, como todo quehacer humano, la memoria se halla sujeta a los usos que se le quiera dar. Así, hacer memoria puede ser, también, una práctica instrumental e interesada.

Mucho se habló al respecto, por ejemplo, cuando ocurrió el estallido de la guerra los Balcanes en la década de 1990. Fue transparente, entonces, que la violencia obedeciendo a apetitos políticos muy circunscritos, fue azuzada por promotores de una memoria divisiva que acentuaba rencillas viejas, incluso seculares, para motivar el enfrentamiento entre pueblos de origen étnico diverso.

En esos casos, hay que advertirlo, el problema no reside en la práctica de la memoria en sí misma, sino en la fabricación ad hoc de memorias para la guerra o para la exclusión; memorias que, lejos de situarse en una perspectiva moral, lo que buscan es exacerbar el prejuicio, el recelo, la intolerancia. Y, para ello, no rehúyen la simplificación del pasado ni, incluso, la mentira patente. No es la memoria, entonces, como facultad humana, la que alberga ese potencial perturbador, sino más bien su negativa apropiación y utilización por mentalidades guerreras o fraudulentas.

En el Perú presenciamos, también, una experiencia ambivalente con la memoria. Desde las colectividades de víctimas y de derechos humanos, desde el mundo intelectual y artístico, desde diversos foros de la sociedad civil se propone y se reclama una memoria de contenidos éticos: fiel a la verdad de los hechos y responsabilidades, perspicaz sobre los procesos sociales y culturales subyacentes, atenta a la realidad de las víctimas, abierta a un ejercicio crítico que ayude a perfeccionar nuestra democracia y a fortalecer nuestra cultura cívica y humanitaria. Esa memoria existe, pero, hay que reconocerlo, no ha conseguido todavía incorporarse en el sentido común de la población y, más bien, encuentra resistencias en el mundo de la política profesional.

De otra parte, existe, de manera inercial en ocasiones, y con un uso interesado, otras veces, una memoria simplificadora, que omite todo discurso sobre responsabilidades y sobre deberes humanitarios. Cuando esto procede desde los sectores oficiales –gobierno, congreso, políticos conservadores– el recuerdo de las atrocidades de Sendero Luminoso es enarbolado como una bandera de guerra para descalificar todo discurso o movilización crítica en la sociedad. Es una memoria autoritaria que busca inmovilizar a la sociedad democrática, para así atarla a una obediencia pasiva de las decisiones u omisiones del poder. A ello hay que añadir que en la vereda de enfrente está la memoria apologética, banal, y profundamente inmoral y falaz de los seguidores ideológicos de Sendero Luminoso.

Guardemos la esperanza de que cada vez comprendamos con mayor claridad que la naturaleza de nuestra democracia se juega también, en ese plano de los símbolos y de las ideas. El recuerdo humanitario, el discurso del reconocimiento y de la responsabilidad tiene todavía retos que vencer frente al uso interesado del pasado.