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Opinión 26 de agosto de 2013

Pensarnos como nación implica entonces concebirnos como miembros de un grupo que ha asumido un proyecto colectivo que movilice al cuerpo social para asumir decisiones y luego ejercer acciones que cumplan tal proyecto. Justamente la participación en tales tareas es lo que caracteriza la calidad del “ciudadano”.

Son bien conocidos los tropiezos que los peruanos enfrentamos para pensarnos como partícipes en un proyecto de identidad colectiva. Uno de ellos –acaso el más importante– reside en nuestra secular incapacidad para, basándonos en la igualdad civil de todos los peruanos, construir así una comunidad política abarcadora y auténtica. Tal incapacidad se pone ya de manifiesto desde el surgimiento de nuestra República. La “independencia nacional” significó el ascenso del sector criollo a la conducción del Estado, pero no supuso el necesario esfuerzo por la inclusión política y económica de la población indígena y mestiza. Aún hoy, son numerosas las luchas pendientes contra la discriminación y la exclusión. Esta incapacidad básicamente moral y que acarrea consecuencias políticas lamentablemente ha asumido diversas formas en décadas recientes.

La escasa o nula disposición de la llamada clase política para contribuir a la recuperación de la memoria de la violencia padecida, constituye un signo inequívoco de tal esterilidad para la construcción de una comunidad política. La agenda de memoria, justicia y reparación planteada por la CVR y –en general por el proyecto de transición iniciado por el gobierno de V. Paniagua– no solo apuntó a la tarea de restituir a las víctimas la titularidad de los derechos que de facto les fueron arrebatados en el contexto de aquellos años. Dicha agenda pretendió asimismo reconstruir la historia vivida por miles de peruanos, una historia que no debemos repetir por ningún motivo. Ahora bien, la configuración de tal historia requiere, ineludiblemente del concurso de la memoria, del testimonio vivo de aquellos que afrontaron circunstancias de dolor e indefensión.

En efecto, la incorporación del testimonio de quienes padecieron el conflicto –poniendo en primer lugar la voz de las víctimas–, así como el diálogo en los espacios de discusión pública, constituyen pasos fundamentales en un auténtico proceso de inclusión política que el país debe emprender para consolidarse como una nación libre y justa. No querer ver lo que sucedió, desconocer las exigencias de justicia y reparación de las víctimas expone la triste realidad de una sociedad que no ha podido todavía establecer sólidos lazos entre sus miembros e instituciones. Esa suerte de ceguera voluntaria es un obstáculo mayor para que se configure una genuina sociedad democrática. Y es por ello que muchos peruanos se sienten excluidos del denominado “Perú oficial”, fundamentalmente capitalino, urbano e hispanohablante.

Construir y afirmar una identidad colectiva expresa un desafío moral y político que se comienza a enfrentar con el trabajo público de la memoria. Ello supone examinar críticamente nuestras prácticas, creencias e instituciones. El ejercicio ético-político del recuerdo implica hurgar en lo que nos preocupa y conmueve sin engañarnos con la sola exploración de lo que nos enorgullece o dignifica. Nuestra identidad comprende de modo necesario lo que hemos sido –cómo hemos tratado a nuestros compatriotas y cómo hemos actuado frente a nuestras leyes–, y también lo que queremos ser –una comunidad madura y democrática–. Pues bien, afirmarnos peruanos, hoy implica entonces reconocer en las víctimas del pasado a nuestros compatriotas y conciudadanos y batallar para que ese reconocimiento pueda constituir el alimento del futuro bueno al que aspiramos.