Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Opinión 2 de febrero de 2018

Las tablas de Sarhua –tablillas de diverso tamaño que recogen expresivas viñetas de la vida colectiva—se han convertido, para quien esté atento a la práctica de la memoria y, en general, a la cultura viva de nuestra nación, en uno de los documentos más poderosos sobre la violencia.

Numerosas poblaciones de los andes fueron martirizadas por Sendero Luminoso durante las décadas que duró el conflicto armado interno. A esa atroz violencia física, por los demás, se aunó lo que podríamos llamar una violencia simbólica: el silenciamiento de sus voces, la indiferencia de las clases medias urbanas e incluso la calificación de terroristas a esos ciudadanos que eran, precisamente, las víctimas principales del terrorismo.

Pero el que esos pueblos no fueran oídos por el Estado y el mundo urbano no significa que no se expresaran. Desde los primeros años ochenta, distintas prácticas artísticas tradicionales, que habitualmente habían retratado la vida en el campo, se transformaron en maneras de representar, también, la experiencia colectiva bajo la violencia: no solamente reflejaban la agresión y el dolor, sino también la dignidad resistente de esas comunidades y aldeas ante una violencia que era vivida como un auténtico cataclismo físico y moral.

Uno de entre muchos de esos pueblos que, al cabo de los años, nos enseñan a mirarnos y nos exhortan a reconocernos en ese pasado trágico fue el pueblo ayacuchano de Sarhua. Las tablas de Sarhua –tablillas de diverso tamaño que recogen expresivas viñetas de la vida colectiva—se han convertido, para quien esté atento a la práctica de la memoria y, en general, a la cultura viva de nuestra nación, en uno de los documentos más poderosos sobre la violencia.

Concebidas originalmente como expresiones plásticas de la vida campesina, de sus trabajos y rituales, de la vida colectiva, esas tablas ampliaron pronto su registro para dejar constancia de la presencia criminal de Sendero Luminoso y del inmenso sufrimiento que esa organización sembraba a su paso.

El reciente intento de calumniar a los creadores de ese pueblo y, de paso, a la dirección del Museo de Arte de Lima, acusándolos de hacerse eco del senderismo en las tablas de Sarhua, revela cuán poco han aprendido ciertos sectores políticos, y entre ellos las autoridades del Estado, sobre nuestro pasado y la necesidad de memoria. La absurda acusación expresa, en primer lugar, una supina ignorancia sobre el arte de nuestro pueblo, una ignorancia que, por desgracia, se ha convertido en un distintivo que nuestros políticos exhiben con orgullo.

En una perspectiva más amplia, esa pretensión de estigmatizar el arte de Sarhua y de impedir que este sea conocido reedita esa condena de silencio que durante tantos años el Perú privilegiado impuso a quienes sufrían la más dura agresión del terrorismo. Por eso es que usualmente suenan tan insinceras u oportunistas las condenas a Sendero Luminoso de parte de sectores conservadores y militaristas: porque dicen condenar crímenes terribles en nombre de la vida y de la paz, pero jamás expresan simpatía, empatía o respeto a las  víctimas.

La represión al arte del pueblo de Sarhua solamente nos reafirma en esta convicción: el Perú necesita memoria para llegar a ser alguna vez una verdadera democracia.