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Reseñas 21 de marzo de 2023

Para alimentar esa discusión serán útiles publicaciones como Uso de la fuerza en el marco de protestas sociales: aportes prácticos a partir de un análisis comparado de normativas nacionales, aparecida en 2022, un trabajo colectivo en el que se examina los marcos legales de una diversidad de países como Chile, Honduras, México, Colombia, Argentina y Brasil. 

El libro hace un seguimiento de casos en los que la intervención de la policía en contextos de protesta social ha resultado en violaciones de derechos humanos, y busca una explicación a eso con el fin de sugerir pistas de trabajo futuro. Para la realización de ese análisis hay dos focos de observación –y de interrogación— subyacentes: los desajustes que hay entre las conductas de la fuerza policial y los marcos normativos nacionales, y, como una realidad lógicamente anterior a eso, los desajustes que existen entre estos marcos nacionales y los estándares internacionales. Así, si el primer problema es uno de formación y supervisión de la fuerza policial, este se inscribe dentro de una dificultad mayor, que sería la falta de voluntad de los Estados para adoptar de manera integral y efectiva las normas internacionales existentes. Mediante esa doble observación el libro se propone “contribuir al conocimiento y la revisión de los marcos normativos internos de países en América Latina y la forma en que los mismos reciben o no las obligaciones internacionales del Estado de proteger y facilitar las protestas y manifestaciones públicas, a la luz de los estándares internacionales de derechos humanos”.

El punto de partida es examinar el derecho a la protesta para dejar establecido que este es un derecho internacionalmente reconocido en las normas de derechos humanos contenidas en diversos tratados y también en las constituciones de la mayoría de países observados. Subrayar el estatus jurídico del derecho a la protesta –estrechamente conectado con el derecho a la participación política y el derecho a la libre expresión, entre muchos más—puede ayudar a las “personas manifestantes a (…) conocer el alcance de sus derechos o controlar con mayor efectividad la actividad estatal”. En la medida en que este es un derecho, “los Estados deben tomar las medidas estrictamente necesarias y proporcionales para controlar el riesgo percibido al orden público (…) sin restringir o violentar innecesariamente el derecho a la reunión pacífica de las demás personas”. 

No obstante, el uso frecuente de estados de excepción frente a protestas en la región ha determinado una recurrente limitación a la protesta social. Sobre esto, como se recuerda, la CIDH ha señalado que los hechos de violencia que emergen en dichos contextos “deben ser normalmente prevenidos, investigados y sancionados sin necesidad de recurrir a la suspensión de derechos”. Es decir que, si bien no se puede ignorar que las protestas también acarrean hechos violentos, los estados de excepción no deben ser declarados automáticamente. Es tarea del Estado encontrar respuestas a la violencia social sin recurrir a la ruta expeditiva de suspender los derechos de la población. No se trata, obviamente, de que el Estado acepte pasivamente toda forma de manifestarse, sino de adoptar formas de acción estatal que ofrezcan garantías a los derechos de todos.

Se plantea, así, la cuestión de cuáles son las obligaciones estatales frente al derecho a la protesta. En el Sistema Interamericano de Derechos Humanos y en el sistema universal se halla establecido que los Estados deben “respetar, proteger, facilitar y garantizar los derechos humanos en contextos de protesta”. Esto implica “cumplir con la obligación negativa de no interferir en el ejercicio de este derecho; la protección, facilitación y garantía se refieren a obligaciones positivas por parte de los Estados”. Estos deberes aparecen formulados específicamente en estándares internacionales citados en la publicación: “i) no deben limitar dicho derecho con la exigencia de una autorización previa; ii) deben respetar el contenido y mensaje que los participantes u organizadores de la manifestación quieran comunicar; iii) deben respetar el tiempo y lugar elegidos por los participantes y organizadores para realizar la manifestación, y iv) respetar la elección del modo de la manifestación, mismo que debe cumplir con el ‘ejercicio pacífico y sin armas’ del derecho de reunión.”

Desde esta comprensión del papel del Estado, el uso de la fuerza está al servicio de las garantías al derecho a la protesta y la protección de la vida e integridad de los que participan en la misma. Pero, en la práctica, deviene también, en los casos nacionales estudiados, una fuente de violaciones “del derecho a la vida y la integridad física, el abuso de la fuerza resulta intimidatorio y puede representar un obstáculo para el ejercicio de otros derechos y libertades”. Al respecto, la Corte IDH ha señalado que “una adecuada legislación [en materia de uso de la fuerza] no cumpliría su cometido si, entre otras cosas, los Estados no forman y capacitan a los miembros de sus cuerpos armados y organismos de seguridad”. Estos deben “conocer los principios y normas de protección de los derechos humanos”, así como “los límites y las condiciones a los que debe estar sometida toda circunstancia de uso de la fuerza”.

Cuando esto no ocurre se activa la obligación del Estado de rendir cuentas. “En el contexto de la protesta social, los Estados deben investigar y juzgar con prontitud, imparcialidad e independencia los hechos que se hayan originado por el uso desmedido de la fuerza o cualquiera otra violación de los derechos humanos por parte de agentes del Estado, de los participantes de la protesta o por terceros no relacionados con la misma, para poder sancionar a los responsables y reparar a los afectados.” Sobre esto también hay pronunciamientos categóricos de la Corte IDH. Según se recuerda en la publicación, esta ha establecido que “el Estado que deja impune las violaciones de derechos humanos estaría incumpliendo, adicionalmente, su deber general de garantizar el libre y pleno ejercicio de los derechos de las personas sujetas a su jurisdicción”.

Si las reglas internacionales, incluyendo las interamericanas, son claras, el balance en la práctica de los diversos países observados presenta claroscuros. Por un lado, es innegable que el derecho a la protesta se encuentra reconocido en todos los Estados. Sin embargo, la protección de ese derecho es claramente deficiente. Una parte importante de la explicación pertenece al reino de lo normativo. Hay “una deficiencia normativa generalizada en su protección, que se debe a limitaciones establecidas a nivel constitucional, así como restricciones en instrumentos infralegales, lo cual es contrario al derecho internacional”. Esta falta de regulación existe también, y esto con una particular gravedad, en el nivel administrativo, es decir, en los reglamentos internos de las fuerzas de seguridad: “los principios de legalidad, necesidad, proporcionalidad, precaución y no discriminación que deben regir cualquier actuación policial que involucre la fuerza no se encuentran lo suficientemente presentes y adecuadamente desarrollados a lo largo de la normativa nacional”. En la investigación realizada se ha observado la “casi nula regulación del uso de armas menos letales en todos los países (aun donde existe regulación esta es del todo exigua e inapropiada), en particular al ser estas armas menos letales la causa de las principales violaciones de los derechos humanos en ese contexto”.

Estas son constataciones desafiantes porque subrayan tácitamente que el problema no es únicamente de tipo práctico, de gestión, financiamiento o metodología –como podría parecerlo si el fenómeno se redujera a una deficiencia de capacitación de la fuerza pública. El problema tiene, todavía, una honda raíz política, es decir, vinculada con decisiones legislativas sobre el diseño mismo de los aparatos del Estado. Y, siguiendo esa ruta, aparece, a fin de cuentas, como uno más de los desafíos que será difícil enfrentar, al menos en el Perú, sin restaurar previamente el sistema de mediación política; es decir, sin tener en el timón del Estado un elenco de autoridades con algún grado de interés auténtico en la cosa pública.

(*) Asesor en el IDEHPUCP.