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Reseñas 7 de febrero de 2023

Peter Elmore. Los juicios finales. Cultura peruana moderna y mentalidades andinas. Lima, Fondo editorial de la PUCP, 2022.

Un comentario insultante e infantil de un congresista motivó en los últimos días una discusión sobre la autenticidad de la wiphala, el símbolo adoptado por diversos pueblos originarios, principalmente de Puno. ¿Fue la wiphala la bandera del Tahuantinsuyo o de alguna otra unidad política del Perú prehispánico? Hay quienes afirman que ahí y entonces no existían banderas. Hay quienes aportan evidencia documental de que, si no como bandera, la wiphala existió de alguna forma como distintivo simbólico en la región. Pero para el observador familiarizado con la idea de “invención de la tradición”, puesta en circulación hace décadas por el historiador Eric Hobsbawm, esta demostración parece innecesaria, así como el cuestionamiento resulta pueril. En realidad, que una tradición invocada por un grupo sea motivadora o tenga existencia real como prenda de identidad no depende de la antigüedad de su origen. Lo determinante es la adhesión grupal a ella y su vigencia práctica en la imaginación de la gente. Las tradiciones se inventan, son creadas; son artificios o convenciones. Podemos rastrear sus fuentes y describir la mecánica de su gestación sin que ello signifique revelarlas como fraudulentas.

Una ilustración especialmente interesante de este fenómeno -la invención de una imagen movilizadora—es la que ofrece el crítico literario Peter Elmore en Los juicios finales. Cultura peruana moderna y mentalidades andinas. Aquí reconstruye la historia intelectual de una idea y una manera de pensar en las sociedades andinas que se remontan a la década de 1950. Se trata de la historia del relato canónico del mito de Inkarri y la resultante comprensión –¿cabría decir imaginación?– del mundo andino como portador de una mentalidad mítica y mesiánica. Estas ideas cuajaron inicialmente en el ámbito de la antropología y desde ahí se expandieron hacia la historia, las artes visuales y la literatura. Se trata, así, de una idea elaborada por intelectuales y proyectada sobre las sociedades andinas. Esta idea, que ha dejado profunda huella en la visión académica (y política) de los andes, tuvo su expresión más acerada, y creativa, en la noción de utopía andina. En esta, la presunta esperanza mesiánica alojada en la psiquis colectiva indígena se traduce en una promesa de redención política: el regreso del Inca es traducido secularmente como un proyecto de revolución social y de realización de la justicia y la igualdad. De más está decir que la pesquisa de Elmore no contiene ningún asomo de ironía. Su objetivo no es la banal denuncia de una impostura académica sino la historia intelectual de una idea fecunda y, una vez más, movilizadora. Es decir, comprender una manera de mirar al país, entender sus conflictos e imaginar sus posibilidades.

La convicción predominante es “que el Inkarri mesiánico tiene un lugar de privilegio en el sistema de ideas, valores y prácticas simbólicas del campesinado quechuahablante” (84) y que todo ello conforma un “pensamiento andino” esencialmente mítico y mesiánico. Pero ¿cuál es el Inkarri del que se habla? En realidad, no hay una sola versión del mito y no en todas las versiones existentes tiene un significado mesiánico. Algunas se aproximan, más bien, al mito de origen; dan razón de la existencia del mundo en lugar de postular el eventual regreso de un salvador y una inversión del mundo. Pese a esta diversidad, en el mundo intelectual se consolidó un constructo centrado en tres ideas fundamentales: “la decapitación del semidiós indígena, la inversión del mundo inaugurado por la Conquista y la expectativa de un cataclismo renovador”. Este relato, reducido aquí a su mínima expresión, tiene otros ingredientes esenciales. La cabeza de Inkarri y sus miembros están dispersos por el mundo, pero están creciendo, buscándose, y terminarán por unirse. El semidiós resucitará y cuando resucite el mundo dará un vuelco. Esta forma del relato invitará a revestirlo con figuras históricas: Atahualpa, Túpac Amaru I y Túpac Amaru II pondrán sucesiva o simultáneamente rostro a Inkarri. (Un complemento o una variante de esta esperanza aparece en las lecturas del movimiento Taki Onqoy, también rastreadas por Elmore, centrado en la predicción de una resurrección de las huacas y de una alianza panandina contra el invasor).

Además de remitir la diversidad de versiones a un solo relato consensual, la elaboración académica de Inkarri omite un dato importante. Cuando se empieza a registrar narraciones del mito, este ha perdido vigencia. Las generaciones más jóvenes ya no lo tienen presente; no es parte de su comprensión del mundo. Pese a ello, el mito será presentado como una fuerza simbólica efectiva, como una forma particular de la conciencia histórica andina. O, más que conciencia histórica, una conciencia providencial del tiempo. La promesa mesiánica será concebida como el centro de las motivaciones colectivas. 

Ahora bien, esta concepción del mundo y la mentalidad andinos permite dos desarrollos distintos. Uno de ellos se confina en una concepción rígida de la idea mesiánica y conduce a la caracterización de lo andino como pasividad y arcaísmo. Aquí la esperanza mesiánica se traduce únicamente en una espera. El mundo andino termina por ser expulsado de la historia o, más específicamente, de la historicidad, es decir, la capacidad y la voluntad de interrogar al tiempo en que se vive y de actuar sobre él. Esta mirada, comenta el autor, fijó “una imagen de la cosmovisión andina como un paisaje mental que la Conquista y la evangelización, así como la experiencia republicana, habrían alterado solo superficialmente” (94).

El otro desarrollo colorea la idea mesiánica con el tinte de la utopía. La idea de la redención no conduce a la espera pasiva. Es, más bien, un acicate para la acción y una fuente de confianza. Aquí el mundo andino es reintroducido en la historia y en la política. La esperanza mesiánica traducida en confianza utópica será el sustrato de la diversidad de movimientos de liberación, emancipación o reivindicación que recorren la historia de los andes peruanos desde la colonia hasta finales del siglo XX. Mito y utopía, explica Peter Elmore, abandonan la lógica atemporal y expresan el deseo de una refundación revolucionaria del país (97).

En conjunto, y pese a sus divergencias, que no solo son interpretativas sino también, y tal vez fundamentalmente, políticas, aportan algo en común al universo de nuestras ideas sobre el Perú y esto es una concepción del mundo andino como “la imagen de una cosmovisión distinta a la occidental y dominante” (404).

Hoy en día la noción de un mundo andino nos resulta tan familiar que es infrecuente preguntarnos sobre su origen. Pero eso es precisamente lo que hace Elmore. Los juicios finales es una detallada historia de una idea –la de la mentalidad andina—que empieza recordando oportunamente este aserto de Jorge Basadre: “el fenómeno más importante en la cultura peruana del siglo XX es el aumento de la toma de conciencia acerca del indio entre escritores, artistas, hombres de ciencia y políticos”. Esta toma de conciencia, según explica Elmore, ha ocurrido por lo menos en dos etapas. La primera, que es probablemente la que estaba en mente de Basadre, fue la del indigenismo como reivindicación económica, social y política. El ensayo de Mariátegui sobre “el problema del indio” sería la piedra de toque de ese momento. En una segunda etapa, desde la década de 1950, “se desplaza el centro de gravedad en la configuración de la imagen y el discurso sobre lo andino en el Perú” (403) para convertirse en una indagación en la mentalidad campesina y popular de los andes apelando a diversos materiales, un vasto corpus de relatos orales, documentos históricos y textos literarios rescatados. Con todo ello se propone una “visión de las mentalidades serranas y (…) el carácter mismo de la memoria colectiva y la visión del Perú posterior a la conquista”.

Esta historia comienza en un momento muy concreto. En 1955 y 1956 Efraín Morote Best y José María Arguedas dan noticias del hallazgo de relatos del mito de Inkarri en la comunidad cusqueña de Q’ero y la ciudad ayacuchana de Puquio, respectivamente. El relato oído por Morote Best era fundacional: explicaba el origen del Tahuantinsuyo. Los relatos oídos por Arguedas tienen, más bien, un componente mesiánico. Este sería el punto de partida de un proceso de elaboración intelectual en el cual fue central, inicialmente, el trabajo de los antropólogos Alejandro Ortiz Rescaniere, Juan Ossio y del historiado Franklin Pease. Es imposible restituir aquí la intrincada historia de versiones y reinterpretaciones que recupera, ordena y analiza Peter Elmore. Se podría decir, en todo caso, que es en este primer momento cuando queda establecido el relato canónico y su sentido más mesiánico que fundacional. A partir de ahí el relato consensuado se convierte en un objeto simbólico con el cual se tamizarán distintos momentos fundamentales de la historia del país y en el cual se unificarán personajes centrales del imaginario nacional. La más poderosa de esas unificaciones es la que consolida es un solo símbolo a Atahualpa –a quien en realidad no se decapitó, como quiere el mito reescrito, sino que se le aplicó la pena del garrote–, a Túpac Amaru I, ejecutado tras la resistencia de 1572, y a Túpac Amaru II, supliciado durante la gran rebelión de 1780. De todos ellos será José Gabriel Condorcanqui quien se convierta en la figura más imponente para el Perú contemporáneo, después de haber sido postergado secularmente en las historias de la emancipación por “libertadores / de grandes patillas sobre el rostro” (Antonio Cisneros).

Las imágenes de Inkarri, de Atahualpa yacente, de Túpac Amaru II insumiso o ejecutado (pero siempre insumiso) han estado omnipresentes, desde entonces, en la historiografía, la narrativa, la poesía y las artes plásticas, y la búsqueda que hace Elmore de esas huellas y sus sentidos en las obras de  José María Arguedas, Luis Millones, Luis Montero, Fernando De Szyszlo, Herminio Ricaldi Alejandro Romualdo, Manuel Scorza, Antonio Cisneros, Laura Riesco, Alberto Flores Galindo, Mario Montalbetti, Manuel Burga, Carlos Iván Degregori, Eduardo Tokeshi y varios más es una auténtica fiesta hermenéutica. Si es imposible resumir todo ello en un comentario, sí es necesario decir que el sustrato común, aquello que repercute en esa enorme variedad de búsquedas artísticas y académicas, es el reclamo de un símbolo que sirva para impugnar el orden existente o, cuando menos, pare desvelar su fragilidad. Para el mundo intelectual peruano el mito de Inkarri ha sido ese símbolo motivador.

Pero ¿lo ha sido o lo es también para los peruanos del mundo andino? La cuestión que no aborda Peter Elmore en Los juicios finales, y que de hecho está más allá del horizonte de su investigación, es si hay un camino de regreso; es decir, si la reelaboración intelectual de un mito desfalleciente termina por impregnarse en la imaginación popular andina, aquella que es supuestamente su creyente principal. Este es un interesante problema de lo que podría llamarse “reproducción simbólica” de la sociedad y de lo que a partir de Hobsbawm entendemos como la invención de las tradiciones. Es también una pregunta sobre el puesto de las ideas en la vida política del país y sobre la capacidad de los intelectuales para transmitir una visión del mundo al resto de la sociedad. Es claro que una visión mesiánica no es una opción prometedora para la democracia peruana. Pero un asunto más amplio sugerido indirectamente por el libro de Peter Elmore es la relación entre la academia, las artes y la sociedad. Una reflexión que partiera de esta minuciosa indagación que es Los juicios finales tendría que plantearse esa cuestión frente a la cual, en el Perú de hoy, solo podemos responder con una melancólica perplejidad.

(*) Asesor en el IDEHPUCP.