El oyentismo tiene la forma del racismo
Por: Miguel Rodríguez Mondoñedo
Director de Estudios de la Facultad de Letras y Ciencias Humanas de la PUCP
Hoy existe el consenso general de que el racismo merece una actitud de rechazo proactivo. Lamentablemente, respecto del oyentismo existe el consenso inverso. Tanto desde el Estado como desde la academia, la discriminación contra el sordo no solo se tolera, sino que se promueve explícitamente, al punto que podemos decir que forma parte del discurso oficial y de las decisiones legales y académicas. Aquí queremos mostrar que el oyentismo es en todo paralelo al racismo, e incluso podría considerarse una instancia de este.
Tres tipos de evidencia vamos a analizar en favor de esa conclusión. Primero, la existencia de un discurso anti-sordo con las mismas propiedades que el discurso racista (incluido el uso de expresiones como “raza sorda”, en el siglo XIX), que ha dejado sus huellas en la ley peruana. Además, la invisibilización y hasta el ataque directo contra la Lengua de Señas Peruana (LSP) por parte de académicos peruanos, incluidos lingüistas. Finalmente, los testimonios de la propia comunidad sorda al relatar su contacto con la mayoría oyente, marcado por daños emocionales, económicos y culturales que en todo asemejan a los efectos de las prácticas racistas.
Oyentismo, Racismo y Oralismo
Tom Humphries estableció por primera vez un paralelo entre el discurso racista y el discurso que discrimina contra el sordo presentando la noción de oyentismo (o audismo) como “the notion that one is superior based on one’s ability to hear or to behave in the manner of one who hears” (Humphries, 1975, 1977: 12). Este ha sido desarrollado (Bauman 2004, Eckert y Rowley 2013, i.a.) hasta diversificarse en cuatro tipos: individual, institucional, metafísico y laissez-faire.
El oyentismo individual es el “sentido común” del oyente al evaluar la conducta de la persona sorda y exigirle sus valores y prácticas. Así como muchos exigen que los inmigrantes adopten ciertos patrones culturales para integrarse a una sociedad, también muchos exigen a la persona sorda que emita sonidos para hablar, y si no lo hace, equivocadamente se le juzga como inferior, sin inteligencia y hasta ociosa. Igual que el racismo, no es exclusivo de los discriminadores (los oyentes) sino que se extiende a personas sordas y sus familias, quienes colaboran en su propia exclusión, imponiéndose a sí mismos la cultura del oyente. Es análogo al racismo individual (Bauman, 2004: 240).
La forma en la que el oyentismo se materializa como discurso y como práctica es el oralismo, la pretensión de que la persona sorda tiene que aprender a hablar como el oyente.»
El oyentismo, al igual que el racismo, es también institucional. Las instituciones han sido diseñadas y puestas en marcha alrededor del oyente, poniéndose al servicio de sus necesidades: el sistema educativo supone a un estudiante oyente; el sistema político-administrativo, policial y judicial exige un ciudadano oyente; la televisión, el cine, el teatro, funcionan para espectadores oyentes; el transporte, el sistema de salud, los centros comerciales, todos ignoran a los usuarios sordos.
Bauman (2004) también identificó un oyentismo metafísico, basado en la idea de que el lenguaje oral es una propiedad que define la condición humana (cf. Eckert y Rowley 2013 para otra versión). Obviamente, si no considerásemos que las lenguas de señas sean lenguaje, sus usuarios no participarían de esa propiedad esencial del ser humano, y por lo tanto la condición sorda pasaría a considerarse un “defecto”. Esto nos permite explicar por qué le cuesta tanto trabajo a la mayoría de las personas reconocer que la lengua de señas es equivalente a las lenguas orales en todo respecto.
Eckert (2010) y Eckert y Rowley (2013) además reconocen un oyentismo laissez-faire, que es el rechazo de la autonomía de la persona sorda, sin oponerse explícitamente a la inclusión de lo sordo dentro de la condición humana. Sin atacar directamente a la cultura sorda, se diseña una estrategia para desmontar sus logros, aislar a sus miembros, invisibilizar la riqueza de la lengua de señas y acorralar a la persona sorda de manera que rechace su identidad y se someta a un régimen de oyentización, donde siempre será un individuo subordinado a la tutela de los oyentes —podríamos llamarlo oyentismo “políticamente correcto”.
Como puede verse, el oyentismo es en todo paralelo al racismo. Es una actitud individual que proporciona las reacciones básicas (el “sentido común”) al aproximarse al discriminado; está incrustado en las instituciones sociales, las que sirven solo a las metas de quienes discriminan, ignorando otras aspiraciones; convierte la condición del discriminado en metafísicamente distinta a la del discriminador, dando fundamento filosófico y moral a la práctica discriminatoria; y ha conseguido sobrevivir asolapado en el discurso inclusivo, ocultando al discriminador.
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La forma en la que el oyentismo se materializa como discurso y como práctica es el oralismo, la pretensión de que la persona sorda tiene que aprender a hablar como el oyente. Se cree que el secreto para educar e integrar al sordo es obligarlo a hablar (articular sonidos) y a “oír” (leer labios). Como se ha mostrado en la aplicación de este postulado ideológico en muchas partes, esto trae más problemas de los que resuelve. Es oneroso, tanto económicamente como en esfuerzo; su éxito es limitado, en cantidad y calidad de habla (Botelho, 2002; Zaidman-Zait, 2008), pues depende del tipo de sordera. Por ejemplo, un sordo post-locutivo (después de aprender a hablar) tendrá más posibilidades de éxito que un sordo pre-locutivo (antes de aprender a hablar). Finalmente, las prácticas oralizantes, cuando son forzadas y se hacen con exclusión de la lengua de señas, aíslan al sordo de sus pares y de su lengua natural, con los consiguientes perjuicios cognitivos, psicológicos y socio-culturales —Maxwell, 1985; Botelho, 2002; Meristo et al. 2007; Kuntze, 2008; Blume, 2009; Massone y Baez, 2009; Gujarati, 2018; entre muchos otros.
¿Cómo es que un método tan transparentemente perjudicial puede haberse convertido en la actitud común hacia la persona sorda? La respuesta no es diferente a la que podría darse frente a la conducta racista. Se construyen repertorios ideológicos para reinterpretar las evidencias y salvaguardar la intuición esencialista de fondo. Solo considerando que hay algo esencialmente distinto en “ser blanco” o “ser oyente” se puede justificar un desbalance de poder y oportunidades.
El discurso oyentista moderno tomó forma de manera paralela al discurso racista pseudocientífico (segunda mitad del XIX). Su principal promotor fue Alexander Graham Bell, el inventor del teléfono, quien utilizó su prestigio y su inmensa fortuna para perseguir a la comunidad sorda y a las lenguas de señas. Bell publicó, a través de la National Academy of Science, una monografía en la que resume sus ideas sobre los peligros de dejar que les fuera permitida a las personas sordas una vida plena —cabe notar que entonces existía en los EEUU una vibrante comunidad sorda norteamericana, como él mismo identifica con horror (Bell, 1883). Sus esfuerzos fueron exitosos. En 1880 el Congreso de Milán declaró que las señas eran un peligro para la educación del sordo. Fue prohibida la educación en lengua de señas. Los profesores sordos fueron despedidos; las comunidades sordas, desarticuladas; las personas sordas, aisladas unas de otras. Se implementó el oralismo en todas las escuelas. Fue una hecatombe cultural y lingüística (Bayton, 1996). (Tramadol) Si la comunidad sorda es un grupo étnico con una identidad socio-cultural bien definida (Batterbury et al. 2007; Reagan, 2018), con una lengua plena que sirve de fundamento a su identidad, entonces la persecución contra la persona sorda puede ser considerada una forma equivalente, si no idéntica, al racismo.
Como sabemos, las razas no son entidades biológicas: no se pueden definir genéticamente (Gould, 1981). Una raza es básicamente una narración, un cuento que la gente se dice unos a otros. Raza y etnia se comportan en paralelo: los efectos de discriminar por una u otra razón son los mismos, pues la raza no está definida por el color de la piel, ni siquiera para el racismo (Fuligni et al. 2005, Pahl y Way, 2006). Lo que se llama una “raza” es una forma discursiva para producir significados a partir de rasgos físicos, características personales, usos y costumbres, y lenguas. La raza es un producto del discurso racista, no al revés: el discurso racista crea las razas. Todos los significados producidos por la forma discursiva raza tienen el mismo propósito: naturalizar una asimetría de poder. Dado que es una forma discursiva, lo racial (y el racismo) solo es tangible en sus efectos: la discriminación, el sufrimiento.
Se sigue de allí que la constatación de la discriminación sistemática y el testimonio de los discriminados es un criterio válido para determinar la pertenencia a una raza (Delgado y Stefancic 1993, 2013). Es decir, al margen de cómo se defina conceptualmente, una raza es extensionalmente un conjunto de personas que tienen una cuota diferente de poder y para las cuales esa diferencia es justificada por otros a partir de ciertas regularidades en los rasgos físicos y/o similares costumbres y tradiciones. No tiene importancia cuáles son esos rasgos o cuáles son esas costumbres y tradiciones. La normativa institucional, la ley, los define arbitrariamente. Podemos concluir que una “raza sorda” es no solo posible, sino que incluso así ha sido llamada en los albores del discurso racista moderno, como hemos visto con Bell.
El oyentismo es legal
Para que los desbalances de poder que produce el oyentismo puedan convertirse en prácticas reales se requiere que estén asentadas dentro de la normativa institucional. Eso nos lleva a la intuición desarrollada por la Teoría Crítica de la Raza (Delgado y Stefancic 1993, 2017) de que el racismo es un sistema directamente construido por la ley. Sostenemos que lo mismo pasa con el oyentismo.
Vamos a presentar evidencia de que en el Perú también se ha construido al sujeto sordo en términos similares a los usados para construir una raza. Esta proviene primariamente de la normativa nacional, es decir, de la ley, un instrumento esencial del discurso racista, pero también del discurso académico que ha vuelto invisible a la lengua de señas peruana, así como de los testimonios de vida de las personas sordas.
En primer lugar, no existe un reconocimiento suficiente de la LSP, aunque está oficializada desde mayo del 2010 (Ley 29535). Aunque dicha ley exigía un reglamento 60 días después de su promulgación, este no se publicó sino hasta el 2017, es decir, siete años después. Ese prolongado vacío legal debe verse como una estrategia legal de acorralamiento contra la comunidad sorda, puesto que permitió la continuación de prácticas discriminatorias en la educación, en los servicios del Estado y en el acceso a la lengua.
La ley 29535 declara:
Articulo 1.- Objeto de la Ley. La presente Ley tiene el objeto de otorgar reconocimiento oficial y regular la lengua de señas peruana como lengua de las personas con discapacidad auditiva en todo el territorio nacional.
Sin embargo, al año siguiente, la Ley 29735 (2 de julio del 2011) determina cuáles son los idiomas oficiales:
Artículo 9.- Idiomas oficiales. Son idiomas oficiales, además del castellano, las lenguas originarias en los distritos, provincias o regiones en donde predominen, conforme a lo consignado en el Registro Nacional de Lenguas Originarias.
Aquí la ley añade un requisito para que una lengua diferente al castellano sea oficial, a saber, ser una lengua originaria, lo que la obliga a definir este concepto:
Artículo 3.- Definición de lenguas originarias. Para los efectos de la aplicación de la presente Ley, se entiende por lenguas originarias del Perú a todas aquellas que son anteriores a la difusión del idioma español y que se preservan y emplean en el ámbito del territorio nacional.
Como es obvio, este es un argumento historicista (en el sentido de Popper, 1957), esto es, arbitrario, porque la presencia o ausencia de una lengua en el territorio peruano no es en principio un criterio seguro de su carácter originario. De hecho, el bora entró al territorio peruano en el siglo XX, como informa el propio Ministerio de Cultura (MINCUL), la entidad a la que está confiada la rectoría de la política lingüística (ver: https://bdpi.cultura.gob.pe/pueblos/bora).
Sería absurdo negarle al bora la condición de lengua originaria y los servicios lingüísticos que esa clasificación trae consigo (tal como se detalla en la Política Nacional de Lenguas Originarias, DS-005-2017-MC). Y en efecto el MINCUL no le niega al bora esta condición, pero contradictoriamente sí se la niega a la LSP, declarando oficialmente que “esta materia escapa a nuestra competencia” (Oliveros, 2016).
Aquí se está usando la ley para crear un apartheid entre la LSP y las otras lenguas. Reflejo de esto es la falla del MINCUL, en múltiples ocasiones, para mencionar a la LSP entre las lenguas peruanas, otorgándole autoridad a las prácticas de invisibilización. Como consecuencia, en la prensa, la televisión y hasta la publicidad estatal, cuando se celebra la diversidad cultural y lingüística, casi nunca se menciona a la LSP, incrementado el estigma sobre ella, y construyendo un sistema que causa daños irreparables. El oyentismo metafísico alimenta el institucional.
Hemos visto que el discurso oyentista surge al mismo tiempo y por las mismas razones que el discurso racista moderno.»
El oyentismo es académico
El oyentismo impone restricciones incluso sobre los especialistas. Por ejemplo, todos los manuales peruanos que presentan un panorama de las lenguas del Perú, a veces incluso con propósitos reivindicatorios, excluyen a la LSP (Pozzi-Escot, 1998; Chirinos, 2001; Andrade y Pérez 2009, 2013). Es decir, hasta los lingüistas se dejan arrastrar por la equivocada convicción metafísica de que la lengua de señas no es producto de nuestra facultad lingüística.
Un caso de corrupción oyentista en el discurso académico lo ofrecen las tesis sobre el tema. Por ejemplo, Almenara, Marcos y Milla escriben: “Es necesario que el niño con pérdida auditiva utilice sólo la lengua oral, en la comunicación, evitando el uso de una lengua de señas” (2013: 49) —curiosamente, se refiere a “García 2006” como fuente de esta opinión, pero este no se consigna en la bibliografía. Aquella afirmación es falsa. Décadas de investigación sobre lenguas de señas muestran que su uso no interrumpe, sino que potencia la adquisición de la lengua oral, incluso en niños con implante coclear (Humpries et al. 2012, Kral et al 2013). ¿Por qué una tesis que escribe algo confirmadamente falso es aprobada en una universidad prestigiosa? Pues porque esa falsedad reproduce la concepción oyentista de que la lengua de señas no sería una verdadera lengua.
El oyentismo causa sufrimiento: testimonios
La tercera evidencia de que el oyentismo es paralelo al racismo está en el propio testimonio de las personas sordas sobre la discriminación y sus efectos. Estos muestran que esta política destruye comunidades, aísla individuos, produce una diferencia de acceso a la educación, la justicia y la ciudadanía. Revelan también falta de acceso temprano a su lengua, la prohibición, a veces violenta, de usarla, especialmente en el aula, y burlas e insultos por el hecho de ser sordos. Adicionalmente, es clara la exclusión de servicios y el completo abandono por parte del Estado, lo cual, igual que en el caso de las víctimas del racismo, genera agresividad y desconfianza frente a las instituciones. Goico (2019) recoge este impacto en las recientes políticas educativas “inclusivas” que destruyeron gran parte de los ya escasos logros de la educación del sordo peruano, al “incluir” a estudiantes sordos en aulas de oyentes, para recibir clases en castellano oral sin intérprete; es decir, los alumnos sordos estaban sentados en la clase sin entender nada de lo que estaba pasando alrededor.
Muy relevante es el paralelo que las personas sordas pueden identificar entre la discriminación contra la LSP y contra otras lenguas originarias. Por ejemplo, en ocasión de celebrarse el día de las lenguas originarias, se reunieron varios testimonios en el 2017. La representante asháninca relató cómo su comunidad es obligada a abandonar su lengua en un sistema educativo solo en castellano. A continuación, el representante de la LSP reconoce precisamente en esa experiencia la suya propia: los niños sordos han sido prohibidos de usar su lengua en el aula, muchas veces de manera violenta, con golpes en la mano. Y el siguiente testimonio es el del representante quechua, quien inmediatamente reconoce esa misma experiencia en la de niños hablantes de quechua “incluidos” en clases dictadas unicamente en castellano —observar el evento aquí: www.pucp.edu.pe/tevnAH. En otras palabras, los receptores de la discriminación reconocen un sufrimiento común en la persecución de su lengua, la cual tiene su origen en el racismo y el oyentismo, una vez más actuando en paralelo.
Conclusiones
Hemos visto que el discurso oyentista surge al mismo tiempo y por las mismas razones que el discurso racista moderno. Sus efectos son equivalentes a los efectos de otras formas de racismo y la ley juega un rol crucial para su éxito; igual que el discurso racista contemporáneo, ha mutado hacia formas políticamente correctas que enfatizan la “inclusión” y la “protección” de la persona sorda, pero que esconden procedimientos de naturalización de la condición oyente como “normal”, excluyendo la condición sorda de la condición humana. En este artículo, hemos revisado el desarrollo del discurso oyentista con especial atención al caso peruano, bajo la perspectiva de que se trata de un discurso muy similar, si no idéntico, al racismo.
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Referencias
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