¿Para qué sirve la Organización de Naciones Unidas?
Por: Jaime Cordero
Docente universitario, magíster en Ciencias Políticas y periodista.
“¿Para qué sirve la Organización de Naciones Unidas?” He aquí una pregunta sugerente y se diría que pertinente en cualquier momento de la historia, desde su creación. En tiempos de conflictividad global creciente, como los actuales, resulta muy tentador responder que para nada o para muy poco. Y esa percepción queda fácilmente reforzada con las noticias que llegan de lugares como Ucrania o Gaza. O, para citar el ejemplo más reciente, con las noticias relacionadas a los recientes ataques aéreos entre Israel e Irán.
Usemos este último episodio como ejemplo del accionar de la organización y lo que discute y resuelve en su seno. En medio del temor global por la posibilidad de que estas agresiones deriven en una escalada del conflicto, el Consejo de Seguridad de la ONU se reunió de emergencia, una medida habitual cuando ocurre este tipo de incidentes.
En suma, si nos ceñimos estrictamente a lo que se supone que es su propósito original y principal (mantener la paz y la seguridad en el mundo), el balance de su accionar claramente es deficitario”.
La reunión se llevó a cabo el pasado 14 de abril. Ambos países, como era de esperarse, defendieron la legitimidad de sus acciones. El embajador de Israel ante la ONU, Gilad Erdan, pidió al Consejo de Seguridad que actúe de inmediato y que se impongan fuertes sanciones contra Irán. El embajador iraní, por su parte, argumentó que su país había ejercido su “derecho a la autodefensa” y acusó al Consejo de Seguridad de no haber “faltado a su deber” al no condenar el ataque aéreo al consulado de Teherán en Damasco ocurrido el pasado 1 de abril. Al final, como era fácil de prever, el Consejo de Seguridad no tomó acción alguna y la participación de Naciones Unidas se limitó a realizar algunas invocaciones a la moderación. El secretario general de la ONU, António Guterres, alertó que “Oriente Medio está al borde del abismo” y comentó que “ni la región ni el mundo pueden permitirse más guerras”. Es decir, repitió lo que todos ya sabemos.
¿Para qué sirve la ONU, entonces? En el contexto de la elaboración de este artículo le planteé esta cuestión a algunos analistas y expertos en temas internacionales. Las respuestas abundan en matices, desde luego, pero en general dan cuenta de una mirada sumamente crítica sobre la organización. “Si le tuviera que poner un título, diría que las Naciones Unidas es el lugar donde los países puede hacer catarsis y nada más”, comentó Carlos Novoa, magister en relaciones internacionales y periodista con experiencia cubriendo conflictos en Medio Oriente. Francesco Tucci, analista internacional y experto en geopolítica, señaló por su parte que su actuación en los conflictos recientes es insuficiente. “Se debe revisar no solo todo el modelo de gobernanza mundial, sino la organización de la misma ONU o terminará siendo intrascendente”, advirtió.
En suma, si nos ceñimos estrictamente a lo que se supone que es su propósito original y principal (mantener la paz y la seguridad en el mundo), el balance de su accionar claramente es deficitario. Podríamos alegar, quizás, que el mundo no ha terminado sumido en una tercera guerra mundial, pero habría que preguntarse también hasta qué punto fue la actuación de Naciones Unidas decisiva para que ese temor global recurrente no haya llegado a concretarse. O si esta fue –viene siendo– una consecuencia perversa del refinamiento técnico que el ser humano ha alcanzado en la tecnología militar, al punto que una guerra total entre las grandes potencias lo único que garantiza es la mutua aniquilación y la destrucción de la civilización humana.
Cada vez más grande
En su Historia del Siglo XX, Eric Hobsbawm apenas menciona a la ONU una vez y es para señalar que “lo mejor que se puede de esta organización es que, a diferencia de su antecesora, la Sociedad de Naciones, ha seguido existiendo”. No es un juicio favorable. Como tantos críticos, el historiador británico señala que los problemas de la ONU que le restan eficacia son de origen: “Por la naturaleza de su constitución, no tenía otros poderes ni recursos que los que le asignaban las naciones miembro y, por consiguiente, no tenía capacidad para actuar con independencia”, señala.
Pero lo cierto es que a lo largo de sus 79 años de historia la ONU ha hecho más que permanecer; de hecho, ha crecido considerablemente, tanto en ámbitos de actuación y en necesidades presupuestales. Actualmente, nada menos que 37,000 personas trabajan en ella, según cifras de la misma organización; y en torno a ella se han desarrollado una larga lista de organizaciones que se ocupan de una diversidad de temas: derechos humanos, desde luego, pero también educación, cultura, seguridad alimentaria, medio ambiente, derechos laborales, migrantes y desplazados, etcétera. Sus necesidades de recursos han crecido en consecuencia. A fines de 2023 los estados miembros aprobaron un presupuesto de 3,590 millones de dólares para sufragar los gastos de la Secretaría General durante 2024. Eso no incluye el presupuesto de las diferentes agencias, programas, fondos y misiones de mantenimiento de la paz, que se financian cada una por separado. De acuerdo con el portavoz adjunto de la ONU, Farhan Faq, el costo medio del presupuesto ordinario de la Secretaría General y de las misiones de mantenimiento equivale 1,25 dólares por cada persona del planeta.
Una mención aparte merece la intensa y costosa labor humanitaria que realiza la ONU a través de sus diversas agencias y programas, como el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) y el Programa Mundial de Alimentos. Atender las crisis humanitarias que ocurren en diferentes partes del globo es evidentemente necesario y sumamente caro: para el 2024, Naciones Unidas solicitó a los donantes internacionales 46,000 millones de dólares para atender las necesidades derivadas de conflictos internacionales, emergencias climáticas y economías nacionales colapsadas. Ese es el costo estimado de acercar ayuda humanitaria a 180.5 millones de personas en 72 países, según los estimados elaborados por la Oficina de Asuntos Humanitarios de Naciones Unidas. Y, aunque parezca una cifra astronómica, lo cierto que el monto solicitado para 2024 es sustantivamente menor que los 56,700 millones de dólares solicitados en 2023. Ese año, las donaciones apenas superaron los 20.000 millones de dólares. En sus comunicados oficiales, la ONU señala que el ajuste a la baja en el monto solicitado no responde a que haya menos necesidades, sino a “un enfoque más realista y centrado en las carencias más apremiantes”.
De la Liga de Naciones a la ONU
Como ocurre con muchas otras organizaciones de corte burocrático, la ONU ha tendido a la expansión, por lo cual una valoración integral de sus aportes al mundo debería considerar todos sus ámbitos de actuación.
Pero, incluso tomando en cuenta esa constante expansión, si nos remontamos a sus orígenes, queda claro que la principal función y razón de ser de la Organización de Naciones Unidas es la preservación de la paz y la seguridad mundial. Esa es, además, la función que más influye en la percepción pública de la organización. Si partimos de esta premisa podemos plantearnos un par de preguntas más: ¿Cómo ha sido esa actuación a lo largo de su historia? Y, a partir de ese recuento: ¿Qué reformas se podrían llevar a cabo para que esa actuación sea más efectiva?
El nacimiento y los primeros mandatos de Naciones Unidas no se pueden entender plenamente sin repasar el fracaso de su directo antecesor, la Sociedad de Naciones (SDN), que fue establecida en 1919, luego la Primera Guerra Mundial. La organización se creó en virtud del tratado de Versalles, con el mandato de “promover la cooperación internacional y lograr la paz y la seguridad”. Buscaba, en términos sencillos, que no se vuelva a repetir en el mundo el horror que acababa de vivirse entre 1914 y 1918. No lo logró, pese a que hizo algunos interesantes intentos.
En retrospectiva el consenso generalizado entre los historiadores es que SDN nació herida de muerte debido a la ausencia de Estados Unidos, una de las potencias ganadoras de la primera guerra mundial. De hecho, la creación de la SDN se debió en gran medida a la iniciativa del presidente Woodrow Wilson, quien en 1918 formuló –dentro sus ‘catorce puntos’– la necesidad de crear una “asociación general de naciones […] con el propósito de garantizar mutuamente la independencia política y la integridad territorial, tanto de los estados grandes como los pequeños”. Sin embargo, terminada la guerra, Estados Unidos decidió mantenerse al margen de la SDN por motivos políticos internos.
La gran diferencia, lo que explica la permanencia de la Naciones Unidas a lo largo de casi ocho décadas es la presencia de Estados Unidos, que además de asumir un rol protagónico en todo el proceso de creación, financia la mayor parte importante de su presupuesto”.
Tampoco formaron parte en sus primeros años Alemania ni la Unión Soviética. Con tan importantes ausencias, la SDN empezaba debilitada. En el Consejo –su instancia más importante– tenían asiento permanente cuatro naciones vencedoras de la gran guerra: Francia, Reino Unido, Japón e Italia; mientras que otros cuatro asientos se asignaban de manera rotativa. Con esta estructura, la SDN buscó, sobre todo a lo largo de la década de 1920, consolidarse como una instancia arbitral y garante de la integridad territorial de los estados. En ese espíritu se forjó, en 1925, el tratado de Locarno, que ratificaba el statu quo de Versalles y propició el ingreso, un año después, de Alemania a la SDN. Eran tiempos de pacifismo, pero duraron poco y para mediados de la década de 1930 el auge del fascismo y del nacionalsocialismo alemán ya representaban una amenaza real para la paz mundial.
Alemania se retiró de la SDN en 1933 e Italia en 1936. A final de cuentas, las discrepancias entre sus países miembros nunca le permitieron una acción efectiva y los discursos totalitarios y nacionalistas se impusieron, llevando al mundo a una nueva guerra, más terrible que la anterior. Aunque la SDN siguió formalmente funcionando durante los años del conflicto, su fracaso era evidente. Por eso, antes incluso del final de la guerra se empezó a discutir entre los líderes aliados el diseño de un nuevo organismo internacional, una ‘versión mejorada’ de la Sociedad de Naciones.
Nuevamente, el impulso vino en buena medida de Estados Unidos. La Carta del Atlántico de 1941, suscrita por el presidente de EEUU, Franklin Roosevelt, y el primer ministro británico, Winston Churchill, establece los primeros lineamientos de lo que debería ser la cooperación internacional en la posguerra. El 1 de enero de 1942, 26 estados que estaban en guerra con las potencias del Eje suscriben la denominada “Declaración de Naciones Unidas”. Fue la primera vez que se usa el término “Naciones Unidas” –que había sido acuñado por Roosevelt– en un documento oficial.
Ya para 1944, cuando la guerra ya se estaba inclinando para el bando aliado, las coordinaciones se aceleraron. Las conferencias de Dumbarton Oaks permitieron perfilar los objetivos, estructura y funcionamiento de la futura organización. Y en abril de 1945, los delegados de 50 países se reunieron en la Conferencia de San Francisco para redactar la carta fundacional de la ONU. En octubre de ese mismo año el documento fue ratificado, con lo cual Naciones Unidas formalmente empezó a existir.
Primeras pruebas de fuego
La gran diferencia, lo que explica la permanencia de la Naciones Unidas a lo largo de casi ocho décadas es la presencia de Estados Unidos, que además de asumir un rol protagónico en todo el proceso de creación, financia la mayor parte importante de su presupuesto (22%, de acuerdo con cifras de la misma organización). Luego de la Segunda Guerra Mundial, estaba claro que cualquier intento de crear un sistema de gobernanza global que no contara con la más importante potencia militar y económica estaba condenado a seguir los pasos de la SDN. Estados Unidos asumió ese liderazgo, sin que ello implique que esté dispuesto a someterse a todos los extremos de un sistema de cooperación global.
Desde su fundación, la estructura de las nuevas Naciones Unidas no fue tan diferente a la de su fracasada antecesora, la Sociedad de Naciones. Los ganadores de la Segunda Guerra Mundial asumieron los asientos de mayor poder, una posición que luego solidificaron gracias a la adquisición de armas atómicas. Las toma de decisiones se da en dos niveles: el primero es la asamblea, donde todos los estados miembros tienen voz, pero los asuntos realmente más ‘sensibles’, aquellos que comprometen la estabilidad global, se discuten en una instancia más reducida: el Consejo de Seguridad, donde a su vez hay dos ‘categorías’ de miembros electos no permanentes (inicialmente eran 6 pero luego se incrementaron a 10) y miembros permanentes (5), todos con poder de veto: Reino Unido, Francia, Rusia, China y los Estados Unidos.
Aunque tanto la Asamblea como el Consejo de Seguridad tienen la capacidad de emitir resoluciones de carácter vinculante sobre una amplia variedad de temas, basta con que un miembro con poder de veto ejerza esa facultad para detener cualquier decisión realmente trascendental. Es el caso, por citar un ejemplo recurrente, del veto estadounidense a admitir a Palestina como miembro pleno –actualmente tiene la condición de ‘observador’–. De esta forma, aunque se reviste de apariencia democrática, la estructura de Naciones Unidas replica en buena medida el orden mundial post segunda guerra mundial y una clásica división entre superpotencias, potencias intermedias y potencias menores.
Otra diferencia fundamental entre la SDN y Naciones Unidas al momento de su fundación fue escenario mundial en el que aterrizaron. La SDN nació en medio del ánimo revanchista que se plasmó en las duras condiciones que se le impusieron a Alemania en el tratado de Versalles, algo que –como en su momento advirtió John Maynard Keynes– terminó siendo la primera piedra de la segunda guerra. Las potencias ganadoras de la primera guerra mundial creían por entonces que castigando duramente a Alemania estaban poniendo las bases de una paz duradera, y el resultado terminó siendo justamente lo contrario. El escenario en 1945 fue sumamente distinto al de 1918-19: el mundo luego de la capitulación de Japón y Alemania (e incluso antes) ya se estaba preparando para otra guerra, lo que acabó siendo la Guerra Fría.
El mundo aspiraba a la paz, al menos desde lo declarativo, mientras se polarizaba y las dos grandes potencias seguían armándose aceleradamente.
No pasaría mucho tiempo para que la ONU tuviera que enfrentar sus primeras acciones sobre el terreno. En 1948 tuvo que desplegar personal observador para vigilar la tregua entre el naciente estado de Israel y sus vecinos; y al año siguiente hizo lo propio entre la India y Pakistán. Pero la primera gran crisis fue la guerra de Corea, que se desató en 1950 y que, formalmente, enfrentó a las fuerzas norcoreanas con una coalición militar de Naciones Unidas (aunque, en la realidad, el mando de la operación fue estadounidense, así como el 90% de las tropas que intervinieron).
«La estructura de Naciones Unidas replica en buena medida el orden mundial post segunda guerra mundial y una clásica división entre superpotencias, potencias intermedias y potencias menores”.
Corea fue, obviamente, un momento crítico que puso a prueba la capacidad del Consejo de Seguridad de la ONU de ir más allá de las invocaciones. De hecho, las resoluciones que autorizaron el empleo de la fuerza militar para auxiliar a Corea del Sur se dieron cuando ya Corea del Norte había ocupado 90% del territorio surcoreano. No hubo veto, porque la URSS se ausentó de las sesiones donde se abordaron estos asuntos. Pero, si nos guiáramos por los estándares actuales, la intervención en Corea no calificaría como una actuación militar de Naciones Unidas.
El entrampamiento en la toma de decisiones, consecuencia de las posturas antagónicas de la guerra fría, marcaría la tónica de futuras las actuaciones de Naciones Unidas, con un Consejo de Seguridad muchas veces paralizado y otras tantas limitado en el alcance de sus actuaciones.
La guerra fría y después
En 1956, la crisis del Canal de Suez dio pie a que Naciones Unidas intervenga a un nuevo nivel, con su primera operación de mantenimiento de la paz armada. Y en 1960 volvió a hacerlo, en el Congo, una misión que en su momento de mayor actividad dispuso de un contingente de más de 20,000 soldados. Los ‘cascos azules’ empezaban así a convertirse en una presencia más o menos frecuente en el escenario geopolítico mundial. Fue en medio de ese despliegue, también, que se produjo la muerte de su segundo secretario general, el sueco Dag Hammarskjöld, en un accidente aéreo del que todavía quedan dudas.
Siguió una larga lista de intervenciones en diversas partes del mundo, algunas de corta duración, otras no tanto, en lugares como República Dominicana, Yemén, Chipre, Líbano, entre otros. Algunas de esas misiones permanecen activas hasta la actualidad. No obstante, en esos años también son los años en los cuales Naciones Unidas empieza a ampliar el alcance de sus intereses de manera decidida y se convierte en la organización inmensa que es actualmente. Los procesos de descolonización, sobre todo en África, Asia y Oceanía, harían también que el club se incremente enormemente en cuanto número de socios. Actualmente son 193 miembros plenos; el más reciente es Sudán del Sur, que se incorporó en 2011.
El siguiente punto de inflexión vendría, naturalmente, con el fin de la guerra fría y la consiguiente reconfiguración del panorama geopolítico mundial. El alcance y los objetivos de las misiones de mantenimiento de la paz cambiaron; se pasó de la observación y la vigilancia a papeles más activos, dirigidos generalmente a velar por el cumplimiento de los acuerdos de paz y garantizar la seguridad. También, por otro lado, aumentó la intervención en conflictos internos y guerras civiles. Nunca ha estado tan activa Naciones Unidas como en los años post guerra fría, pero su efectividad es otra historia.
A partir de la década de 1990 se vienen encadenando una serie de conflictos terribles en el mundo, y la actuación de la ONU en ellos ha sido mayormente insuficiente. Fue el caso de las guerras en los Balcanes, que se prolongaron durante cerca de una década. Las fuerzas de la ONU, por citar un ejemplo desgarrador, nada pudieron hacer para impedir la masacre de Srebrenica, en 1995, en la que fueron masacradas más de 8,000 personas, pese a que la zona estaba -supuestamente- bajo control de un contingente de fuerzas de paz holandés y había sido declarada “zona de seguridad” por la ONU. De manera similar, se puede afirmar que la actuación fue tardía en Ruanda y sirvió de poco para tener el genocidio de más de medio millón de personas allí; como tampoco pudo hacer mucho en el contexto de la guerra de Iraq, y ahora mismo tampoco es capaz de poner paz en la franja de Gaza. Tampoco ha tenido éxito en misiones que buscan la estabilidad interna. Pese que tuvieron una misión operando durante 13 años, han podido traer estabilidad a Haití, un país que parece condenado a la inestabilidad y a la profundización de la miseria.
Por otro lado, como ya hemos mencionado anteriormente, la ONU ha seguido ampliando su ámbito de acción, incorporando temas y preocupaciones contemporáneas, como la conservación del medio ambiente y la lucha contra la desigualdad. Actualmente, su accionar se puede sintetizar en cinco grandes ejes: i) mantener la paz y la seguridad internacional; ii) proteger los derechos humanos; iii) cooperación y ayuda humanitaria iv) defensa del derecho internacional y v) desarrollo sostenible. Es en esta última línea que la ONU desarrolló, primero los ‘Objetivos del milenio’ y, posteriormente, los ‘Objetivos de Desarrollo Sostenible’ (ODS), que fueron establecidos en el Acuerdo de París de 2015, con el objetivo –la esperanza—de conseguirlos para 2030. Allí se mencionan, entre otros, acabar con el hambre y la pobreza, procurar agua limpia y saneamiento para todos, alcanzar la igualdad de género y procurar educación de calidad.
Repensar la ONU
La tentación de hacer una crítica demoledora de la ONU es grande. Pero se puede matizar esta opinión un poco señalando que las misiones que se le encargan son también de una complejidad enorme (y alguien tiene que hacerlas). Mantener la paz en un mundo que se encuentra en pleno proceso de reequilibrio geopolítico es una tarea difícil, por no decir imposible. Y aunque es innegable que a nivel global hemos visto ciertos avances en objetivos de desarrollo humano, reducción de la pobreza y promoción de los derechos humanos, lo cierto es que estos avances son desiguales y están lejos de ser logros consolidados, por el contrario, están sujetos al permanente riesgo de retrocesos.
«La ONU no ha logrado a lo largo de su historia consolidarse como una institución efectiva en su misión fundacional: la preservación de la paz. Sus méritos no han sido suficientes y palidecen ante el horror de sus fracasos”.
El discurso contrario a la globalización, derivado del nuevo auge de los nacionalismos y de los discursos políticos extremos, también tiene a Naciones Unidas entre sus blancos favoritos. Desde estas posiciones se le acusa de promover políticas progresistas y de imponerse sobre la soberanía de los estados. Y si esas críticas ganan aceptación en la opinión pública global es, también en parte, porque la ONU no ha logrado a lo largo de su historia consolidarse como una institución efectiva en su misión fundacional: la preservación de la paz. Sus méritos no han sido suficientes y palidecen ante el horror de sus fracasos.
Es pertinente (y urgente), por ello, plantearse de cara al futuro, si las actuales estructuras y mecanismos de Naciones Unidas son adecuados para enfrentar los retos actuales. En ese sentido, estados como Alemania o Brasil llevan buen tiempo planteando la necesidad de reformar el Consejo de Seguridad, bajo el argumento de que la estructura actual de solo cinco miembros permanentes con derecho a veto es reflejo de un equilibrio geoestratégico desfasado.
En la actualidad, la ONU ha perdido su fuerza como foro de discusión de los grandes temas globales. Otras organizaciones, como el G20 o G7, han ganado importancia y relevancia, bajo el entendimiento de que dentro de ellas es posible alcanzar acuerdos y tomar acciones. Y cada vez es más frecuente que los estados decidan actuar para defender sus intereses en la arena internacional al margen de los organismos multilaterales.
La reingeniería que requiere la Naciones Unidas sin duda no es fácil, pero es necesaria. De lo contrario, el riesgo es que la organización termine reducida a un foro de invocaciones y asambleísmo; y que las decisiones realmente trascendentales se tomen en otros espacios. El fracaso de la Sociedad de Naciones sirve de ejemplo de lo que puede pasar si se llegara a semejante escenario.