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Entrevista Revista Memoria N° 46

Edgardo Buscaglia: “Una buena política de derechos humanos es también una política antimafia”

Kathy Subirana

Por: Kathy SubiranaPrensa IDEHPUCP

Derechos Humanos, Lucha anticorrupción

Edgardo Buscaglia es uno de los investigadores especializados en política, crimen organizado y corrupción de mayor reconocimiento internacional. Visitó nuestro país ―y nuestra universidad― a propósito de la Conferencia AHRI, y fue el responsable de la conferencia inaugural de dicho evento. Bajo el título «Una perspectiva global sobre el crimen organizado», Buscaglia dio una clase maestra sobre la forma en la que se maneja el crimen organizado transnacional y cómo encuentra espacios para integrarse a los estados.

Aprovechando su visita y su amplio conocimiento sobre Latinoamérica y sobre el Perú, surgió esta conversación en la que aborda, más allá del tema criminológico, la fragilidad de nuestra democracia.

Edgardo Buscaglia es presidente del Instituto de Acción Ciudadana en México; es director del International Law and Economic Development Center e investigador académico principal en derecho y economía en la Universidad de Columbia en Estados Unidos.

Profesor Buscaglia, usted conoce el Perú desde hace varias décadas. En este tiempo ha visto de cerca nuestra fragilidad democrática. Hoy, en vísperas de nuevas elecciones, ¿cómo percibe el panorama?

Perú es un país lleno de claroscuros institucionales. Por un lado, existen instituciones que están a la altura de las europeas, como el Banco Central de Reserva, que ha mantenido políticas técnicas y monetarias admirables: estabilidad inflacionaria, estabilidad de tasas de interés, manejo económico sólido incluso en medio de terremotos políticos. Es notable que un país con tanta inestabilidad política haya conservado una estabilidad económica tan envidiable, sobre todo si lo comparamos con Argentina o Venezuela.

Pero, por otro lado, tienen un problema gravísimo: pésimas prácticas de control de calidad de la clase política que llega al poder. Y, por supuesto, Perú no está solo en esto. Muchos países padecen cánceres de corrupción, abusos de autoridad y fallas de representatividad democrática. El origen de esos males está en la ley electoral.

El sistema electoral peruano comparte defectos con México y Argentina. Allí, como aquí, las candidaturas se eligen “a dedazo”, por decisión de caciques partidarios, jefes políticos o presidentes. Ese sistema no solo es antidemocrático, sino que abre las puertas a que la delincuencia organizada infiltre las listas. Empresas que buscan contratos públicos o leyes favorables —como Odebrecht, que ha hecho daño en media región— encuentran en esas listas cerradas un terreno fértil.

Cuando las candidaturas dependen del beneplácito de un jefe partidario, es mucho más fácil que quienes representen intereses criminales entren al sistema. En cambio, países como Francia o Chile tienen listas abiertas, con primarias internas auditadas. Allí, las precandidaturas se ganan conquistando votos de los miembros del partido, no besándole el anillo a nadie. Y además deben auditarse patrimonios y gastos de campaña, lo que reduce la infiltración criminal.

Estados Unidos, por ejemplo, tiene otros problemas —especialmente el financiamiento corporativo de campañas—, pero su sistema abierto permite que personas como Alexandra Ocasio-Cortez pasen de trabajar como mesera a convertirse en diputadas gracias al voto popular. No al dedazo. El Perú necesita una reforma así. No hará que entren santos, pero sí que entre gente normal, sin vínculos con redes criminales, gente que quiere trabajar por el país. Mientras eso no ocurra, la delincuencia organizada seguirá colocando a sus candidatos. Y cuando digo “delincuencia organizada”, no hablo solo de narcotraficantes con pistolas, sino de empresarios que compran decisiones del Estado, que capturan políticas públicas y licitaciones. 

Entonces, esa reforma es clave para terminar con la inestabilidad política causada por corrupción y abuso de autoridad. El Perú ha sido un caso constante en las noticias internacionales por esos motivos.

Muchos países padecen cánceres de corrupción, abusos de autoridad y fallas de representatividad democrática. El origen de esos males está en la ley electoral.

Y por la cantidad de presidentes que hemos tenido en los últimos diez años.

Sí, pero, aunque parezca paradójico decirlo, dentro de este panorama hay algo positivo: las instituciones judiciales peruanas reaccionan. Reaccionan mal, imperfectamente, con sesgos, pero reaccionan. En México, por ejemplo, no reaccionan. Allí existen casos de corrupción obscenos, incluso de presidentes o ministros de seguridad, y el sistema simplemente los protege. Yo denuncié a un ministro mexicano en 2007 y fueron las autoridades estadounidenses quienes finalmente lo detuvieron… nueve años después. El sistema mexicano nunca actuó. En el Perú, en cambio, hay reacciones. Desordenadas, sí; caóticas, sí, pero las hay. Y eso, dentro de lo malo, es bueno. No siempre son mafiosos quienes gobiernan; algunos son simples abusadores del poder. En México o Rusia la impunidad es estructural. En Perú los demonios se enfrentan, aunque sea imperfectamente.

E insistiré en que lo que corresponde ahora es atacar la raíz del problema: reformar la ley electoral para mejorar la calidad de la representación. La profesora Susan Rose-Ackerman, de Yale, con quien tuve la fortuna de formarme, demostró empíricamente que sistemas como el peruano atraen corrupción y crimen organizado; y que los sistemas con listas abiertas, primarias auditadas y competencia interna real atraen mejor gente, oxigenan la política y reducen la captura criminal. Nosotros replicamos esa hipótesis en muchos países y ayudamos a implementar reformas. Los resultados fueron claros: la delincuencia organizada lo tiene mucho más difícil para penetrar el Estado. Incluso casos similares a Odebrecht tuvieron menos margen. Lo hemos visto en 13 países, incluyendo Mozambique. 

Usted señala acertadamente que el Perú no es el único país con problemas de inestabilidad política y corrupción. Pero que varios países de la región atraviesen crisis simultáneas tiene también un efecto continental. Se han debilitado los proyectos regionales y la colaboración entre países. ¿Cómo podemos medir los efectos de esta crisis latinoamericana transnacional?

Esto de la cooperación interregional, internacional es un asunto importante. Empiezo por resaltar lo siguiente: Las leyes internacionales que combaten estos grandes cánceres —la delincuencia organizada, la corrupción pública y privada, el lavado de dinero— ya existen, y Perú las ha ratificado como un país soberano. Es decir, son ley peruana. Y no solo peruana: esas mismas leyes internacionales han sido aprobadas por más de 140 países. Por lo tanto, las reglas para combatir el crimen organizado y la corrupción son prácticamente las mismas en todo el mundo.

Esto es crucial porque las redes criminales no operan dentro de un solo país. La delincuencia organizada que vemos en Perú también está activa en 17, 18 o hasta 20 países. Cada vez que mi equipo y yo analizamos una causa penal en Perú, encontramos exactamente eso: la misma red, los mismos miembros, los mismos flujos criminales replicados en múltiples jurisdicciones. Por eso debería existir cooperación automática entre esos países para desmantelar estas redes transnacionales. Pero, lamentablemente, esa cooperación casi no existe. Ni los jueces peruanos ni los norteamericanos —ni muchos otros— tienden a colaborar internacionalmente, salvo que se les obligue. Muchas veces los países nos llevan de manera filantrópica precisamente para destrabar esa coordinación. 

Es aquí donde entran las leyes de la ONU: la Convención de Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada y la Convención de Naciones Unidas contra la Corrupción. Ambas están plenamente vigentes en Perú, en Argentina y en toda la región. Estas leyes no sólo autorizan la cooperación: la explican paso a paso. Dicen cómo coordinar, con quién coordinar, qué información compartir, en qué instancias hacerlo y bajo qué protocolos. Son extremadamente específicas. El problema es que casi no se usan.

Y quiero subrayarlo: estas no son leyes “impuestas” por burócratas de la ONU. Eso es una caricatura. Fueron redactadas palabra por palabra por las delegaciones de los más de 140 países firmantes. Perú estuvo ahí, enviando a un juez, a un fiscal y a un diplomático que contribuyeron técnicamente al texto final. Bolivia hizo lo mismo, Argentina hizo lo mismo, China también. Cada país llevó sus mejores prácticas para integrarlas al cuerpo normativo internacional. Así nacieron estas convenciones.

Lo que falta es un mecanismo que presione a los jueces a aplicar su propia ley. No hablamos de una norma externa: es una ley aprobada por los congresos nacionales. Si se aplicaran de manera consistente las convenciones de la ONU, la cooperación internacional que usted menciona sería no solo posible, sino inevitable. Y los efectos transnacionales de la crisis latinoamericana podrían enfrentarse con herramientas que hoy ya existen, pero que la región no se decide a usar.

Mis trabajos empíricos, recopilados durante casi treinta años, muestran algo muy claro: cuando se aplican los artículos de las convenciones de la ONU, la delincuencia organizada colapsa.

Resulta difícil para la ciudadanía entender esta falta de cooperación, en tanto de pronto se torna evidente que este vacío facilita la falta de acción contra el crimen internacional transnacional.  Dado que la ONU no puede sancionar a los países, ¿hay algún mecanismo externo que reactive la voluntad de cooperación?

La experiencia internacional muestra que existen dos grandes tipos de presión capaces de reactivar la cooperación contra el crimen transnacional. El primero es la presión social interna, y el segundo es la presión internacional generada por las investigaciones periodísticas. Cuando estos dos factores se combinan, los países comienzan a aplicar con mayor rigor las prácticas antimafia que ya existen en el derecho internacional.

Pongamos un ejemplo: si un funcionario roba dinero en su país y lo deposita en otro —un político peruano que envía fondos ilícitos a Francia, o un funcionario del Congo que envía cientos de millones a Suiza—, las convenciones de la ONU contra la corrupción permiten activar los mecanismos de recuperación de activos robados. Pero ese proceso casi siempre empieza porque la sociedad del país afectado presiona. La indignación social —esa presión que va de abajo hacia arriba— obliga a que los gobiernos y los sistemas judiciales respondan.

La segunda presión viene del periodismo transnacional. El caso de los Panama Papers es emblemático: más de cien periodistas de diferentes países revelaron cómo miles de personas ocultaban dinero robado en empresas pantalla en las Islas Caimán. La exposición pública de esos nombres generó presiones internacionales muy fuertes. Esa presión —que señalaba beneficiarios, cuentas, movimientos— obligó a que países europeos y americanos reaccionaran, y permitió que naciones como Brasil recuperaran activos que habían sido enviados al exterior, como ocurrió en el caso Odebrecht.

Cuando la gente sale a la calle, como ocurrió recientemente en Ciudad de México, paraliza simbólicamente al país y exige respuestas. Y cuando el periodismo investigativo internacional expone nombres y apellidos, países y cuentas, la presión se duplica. Sin esas presiones es muy difícil que la cooperación judicial internacional funcione. Y es indispensable que funcione, porque sin coordinación entre jueces y fiscales de distintos países no hay manera de desmantelar redes criminales transnacionales.

Permítame citar a Benjamin Franklin, uno de los fundadores de Estados Unidos. Al salir de la Convención Constituyente, una mujer le preguntó: “Dr. Franklin, ¿qué tipo de gobierno nos van a dejar?” Él respondió: “Una república, señora, si ustedes saben conservarla”. Esa frase sigue vigente: los ciudadanos deben movilizarse, apropiarse de la república, tomar cartas en el asunto. En paralelo, los periodistas deben trabajar en consorcios, nunca solos —porque investigar solo, en estos temas, significa exponerse demasiado—. Cuando los nombres salen a la luz, cuando se documenta quién robó, a dónde envió el dinero y cómo lo ocultó, los países ya no pueden mirar hacia otro lado. Es en esos momentos cuando empiezan a usar las leyes de la ONU que tienen a su disposición.

Mis trabajos empíricos, recopilados durante casi treinta años, muestran algo muy claro: cuando se aplican los artículos de las convenciones de la ONU, la delincuencia organizada colapsa. Colapsa porque pierde sus activos; y sin activos no puede operar. Sin galpones, sin vehículos, sin edificios, sin cuentas bancarias, estas redes simplemente no pueden funcionar. Y esos decomisos masivos solo se logran mediante cooperación internacional: jueces, fiscales, unidades financieras y hasta Interpol trabajando juntos.

Hay otro elemento clave: las políticas de acceso a derechos humanos. A veces se cree que los derechos humanos son un discurso, pero no. Son bienes y servicios concretos sin los cuales no se puede sobrevivir, como el acceso al agua, a la salud, a la vivienda. Son 58 los bienes básicos definidos por el derecho internacional. Cuando el Estado no garantiza esos bienes —como ocurre en regiones de México o en partes del Perú donde no hay agua potable—, la delincuencia organizada ocupa ese vacío, captura el tejido social cuando la gente está desesperada por sobrevivir y no tiene acceso a esos bienes y servicios esenciales.

Por eso insisto en que las buenas políticas de derechos humanos son también políticas antimafia. Y sin esa combinación —presión social, periodismo internacional y políticas sociales que cierren vacíos estructurales—, no se puede enfrentar seriamente al crimen transnacional.

Usted menciona la importancia del periodismo en la lucha contra la corrupción. Pero, por un lado, las empresas periodísticas están viviendo una crisis que ha tambaleado su modelo de negocio y, por otro, los medios independientes que recibían financiamiento de, por ejemplo, USAID, se ven debilitados y, por lo tanto, se debilitan también sus investigaciones. Esto me hace pensar en el rol político y económico de Estados Unidos en diversos ámbitos: la economía, la geopolítica o los programas sociales. Como están las cosas, con Trump en el gobierno, es válido cuestionar qué tan saludable es que el mundo dependa de Estados Unidos, ¿no cree?

Estados Unidos pasó de ser el promotor de un orden internacional basado en reglas —que podían gustarnos o no, pero que finalmente garantizaban el funcionamiento de un sistema— a ser hoy un factor de desestabilización. Antes existía un sistema global: el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial, la ONU con su marco de leyes universales, la Organización Mundial del Comercio. Y Estados Unidos era el principal contribuyente de todas estas instituciones. No se trataba de idealizar ese orden, pero al menos existía un marco de referencia común.

Lo que está haciendo Donald Trump es boicotear ese orden, demolerlo. En la mente de Trump, ese pasado —un pasado idealizado, paternalista y blanco— es el modelo. Su idea de “Make America Great Again” es regresar a un mundo donde cada potencia tiene una esfera geográfica bajo su control. Es la lógica de la doctrina Monroe del siglo XIX: “América para los americanos”, es decir, para Estados Unidos. Rusia tenía su área de influencia, China la suya. Y Trump quiere volver a ese esquema. Ese enfoque explica su accionar en Ucrania. Lo que le interesa no es la soberanía ucraniana ni su estabilidad política; lo que quiere es poner fin al conflicto para que empresas norteamericanas puedan explotar las minas de tierras raras y minerales de Ucrania, que ya acordó abastecer a Estados Unidos. Sin esos minerales, Estados Unidos no puede competir con China en tecnología, producción militar o chips de última generación. China hoy es la potencia que refina la mayoría de esas tierras raras y podría cortar el suministro; eso paralizaría la industria tecnológica y militar estadounidense.

Lo mismo sucede con El Congo. No es pacifismo ni preocupación humanitaria. En El Congo están el cobalto, el uranio y otras tierras raras esenciales para mantener la supremacía tecnológica norteamericana. Trump interviene porque necesita esos recursos, y porque cada movimiento está guiado por negocios personales, familiares o asociados a las empresas que financiaron su campaña. Otro ejemplo es Argentina: cuando su economía colapsaba, Trump les otorgó más de 20 mil millones de dólares en swaps para sostener el peso. Pero no fue altruismo: fue a cambio de acceso a minerales estratégicos en el noreste del país, cerca de Chile. La lógica es siempre la misma: negocios, influencia y control de recursos clave.

Una vez asegurado el acceso a recursos estratégicos para alimentar industrias como Nvidia, Apple o la Fuerza Aérea norteamericana, Trump cree que el mundo debe organizarse en áreas de influencia: América Latina como un conjunto de “hermanitos menores” subordinados a la política exterior de Estados Unidos. De ahí su tono con la presidenta de México, Claudia Sheinbaum.

Latinoamérica, que por fortuna no enfrenta guerras regionales, tendrá que adoptar políticas preventivas: reservas monetarias sólidas, reservas de alimentos, de energía y de suministros críticos para resistir las crisis globales.

En Venezuela ocurre algo similar. Nadie quiere a Maduro en el poder, pero la manera en la que Trump intenta desplazarlo, mediante acciones militares ilegales como atacar embarcaciones en el Caribe, no es la correcta. Es tan grave que incluso el principal aliado de Estados Unidos, el Reino Unido, suspendió su cooperación de inteligencia para no quedar involucrado en violaciones al derecho internacional que seguramente serán revisadas más adelante.

El problema es que las áreas de influencia con las que sueña Trump no son entidades fijas, sino que dependen de las ambiciones de cada líder. Y cuando dos potencias expanden sus esferas, chocan. Por ejemplo, Turquía sueña con expandirse en Siria, pero al hacerlo colisionaría con Israel. Esos choques generan conflictos interestatales. Y los conflictos bélicos son el mejor aliado de la delincuencia organizada, que se beneficia del caos: tráfico de armas, mercados secundarios de misiles, suministros militares. Es un negocio multimillonario.

Lamentablemente estamos entrando en una etapa oscura. Estamos regresando a una época turbulenta que creíamos superada. ¿Se acuerda del “fin de la historia” de Fukuyama? No hubo tal fin. La historia avanza hacia la luz o retrocede hacia la oscuridad. Esa es la dinámica humana.

Latinoamérica, que por fortuna no enfrenta guerras regionales, tendrá que adoptar políticas preventivas: reservas monetarias sólidas, reservas de alimentos, de energía y de suministros críticos para resistir las crisis globales. Cada país —o la región en conjunto— deberá coordinar estrategias de supervivencia en un mundo en conflicto.

Ante este panorama global complejo es difícil ver cuáles deberían ser las apuestas de países como el Perú…

Países como el Perú necesitan, primero, fortalecer su democracia desde adentro. La democracia peruana le ha fallado a la gente en muchos aspectos, y eso debe corregirse. Empezar por la ley electoral que mencionamos: candidaturas abiertas y auditadas.

Segundo, crear mecanismos de auditoría ciudadana. Brasil y Chile los tienen; Perú no. La gente debe tener por ley la capacidad de auditar a sus autoridades.

Tercero, fortalecer los sistemas de derechos humanos como política antimafia. Que el Estado garantice acceso al agua, a la salud, a la justicia, al crédito. Eso impide que la mafia capture el tejido social.

Y finalmente, no perder de vista que, aunque imperfecto, el sistema democrático es el menos imperfecto de todos. Churchill tenía razón. Podemos mejorarlo, perfeccionarlo, hacerlo más transparente. Lo contrario es caer en sueños autoritarios que siempre terminan mal.

Derechos Humanos, Lucha anticorrupción

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