Edición N° 40 28/09/2023 Ponencia

CVR veinte años después: un país atrapado por su pasado

Salomón Lerner Febres

Por: Salomón Lerner Febres

Presidente emérito del IDEHPUCP

Conferencia magistral en XVIII Encuentro de Derechos Humanos de IDEHPUCP

Estimados amigos:

Cuando la Comisión de la Verdad y Reconciliación presentó su informe final, hace exactamente veinte años, el Perú vivía un momento de fundadas esperanzas, como varias veces antes en la historia nacional. Se había puesto fin a una década de gobierno autoritario, quedaban atrás largos años de violencia armada y nos disponíamos a reconstruir el Estado de Derecho y a sentar mejores bases para un régimen democrático perdurable. Esto último suponía no solamente restaurar la legalidad y las instituciones pisoteadas por el gobierno de Alberto Fujimori sino también hacer las cuentas con el pasado de violencia. Esto implicaba abordar, por lo menos, dos grandes tareas: dar una respuesta efectiva a las demandas de justicia de las víctimas de los crímenes cometidos por Sendero Luminoso, el MRTA, las fuerzas armadas, la policía y los comités de autodefensa, y hacer transformaciones de diverso orden –legal, institucional, político, incluso cultural—que impidieran la repetición de la violencia y, más ampliamente, que corrigieran los vacíos y defectos del Estado y la organización social que hacían posibles la atrocidad y la impunidad, y frágil e inviable a la democracia.

Salomón Lerner, presidente emérito del IDEHPUCP y expresidente de la CVR, en la conferencia magistral del XVIII Encuentro de Derechos Humanos: Ciudadanos ConMemoria.

Dos décadas más tarde nadie puede negar que esas esperanzas fueron defraudadas. El Perú de hoy, el país que emergió de la violencia y el autoritarismo, se encuentra atrapado entre un pasado reciente –el de los últimos veinte años– plagado de corrupción, incompetencia e intermitentes ráfagas autoritarias, y un futuro que no se puede imaginar distinto dadas las opciones políticas a la vista.  

En esta charla quiero considerar estas crisis desde un punto de vista particular, que es el mismo que guía este Encuentro. Se trata de observar el colapso de la promesa democrática desde el punto de vista de lo que en su momento expuso y recomendó la Comisión de la Verdad y Reconciliación.

La Comisión de la Verdad fue creada paralelamente a una arquitectura institucional más amplia generada durante la transición, la que debió haber posibilitado una regeneración política y moral del país”

Lo que planteo es un énfasis, no una exclusividad. No pretendo decir que la indiferencia a lo señalado por la CVR explica enteramente la situación en que nos encontramos hoy, pero sí sostengo que mucho de lo que vivimos actualmente puede ser comprendido como el eco de un pasado irresuelto que terminó por alcanzarnos.

Conviene, para empezar, tener claridad sobre el contexto. La Comisión de la Verdad fue creada paralelamente a una arquitectura institucional más amplia generada durante la transición, la que debió haber posibilitado una regeneración política y moral del país. En ese conjunto –al que podríamos llamar el núcleo generativo de la transición—se encontraban el trabajo de reforma constitucional emprendido por el Congreso bajo el liderazgo del recordado Henry Pease, y también el intento de concertación pluralista expresado en el Acuerdo Nacional. Pero junto a ese núcleo hubo otros esfuerzos prometedores, también de gravitación transicional, como la Comisión Especial para la Reforma Integral de la Administración de Justicia (CERIAJUS), el Consejo Nacional de Educación y la decidida acción judicial para el procesamiento de la corrupción. Hablo de esfuerzos valiosos que poco a poco quedaron bloqueados, desactivados o simplemente relegados al mismo tiempo que se recomponía la vieja política de clientelismo, autoritarismo y corrupción, y mientras surgía paralelamente un nuevo elenco político integrado por partidos y personajes que ya ni siquiera fingen tener ideario político ni preocupación sobre las cuestiones públicas sino que solamente defienden sin disimulo sus negocios privados y la repartición de puestos para sus parientes, allegados o paisanos.

Entre aquel grupo de iniciativas transicionales tuvo un lugar central la Comisión de la Verdad y Reconciliación. Su existencia y su rol deben ser entendidos, por lo tanto, al menos en dos grandes dimensiones. Su tarea concreta e inmediata era propiciar la verdad y la justicia sobre las violaciones de derechos humanos cometidas durante el conflicto armado interno. En un horizonte más extenso, su papel era ofrecer a la democracia que renacía los recursos para que se constituyera sobre bases más seguras. Verdad, justicia, memoria, reconocimiento, humanitarismo, son los nombres de esos recursos que no fueron aprovechados. Quiero, en los minutos que siguen, por lo tanto, referirme a dos grandes cuestiones. La primera será recordar los planteamientos de la CVR y su relación con la actualidad. La segunda se referirá a las consecuencias de haber ignorado esos planteamientos, consecuencias que hoy tenemos a la vista.

Comisión de la verdad 

El mandato legal de la Comisión de la Verdad y Reconciliación involucró una diversidad de tareas: investigar los crímenes y violaciones de derechos humanos producidos; establecer la identidad, la situación y el número de las víctimas; ofrecer al país una interpretación de las causas o factores que hicieron posible la violencia; proponer al Estado medidas de reparación para las víctimas; diseñar propuestas de reforma institucional que impidieran un nuevo ciclo de violencia. 

Para cumplir su tarea, la CVR debió emprender tareas muy diversas y asediar ese pasado desde diversas disciplinas, pues no era factible afrontar con una sola perspectiva la historia de veinte años de violencia en un país que es en sí mismo heterogéneo, es decir, complejo, como el Perú. 

Durante el conflicto armado interno se produjeron cerca de setenta mil muertes de ciudadanos de toda condición, pero principalmente de ciudadanos pobres y que ya desde mucho antes eran víctimas de un desprecio secular en nuestro país”

Es habitual reducir los términos del problema al enfrentamiento entre dos organizaciones terroristas y las fuerzas de seguridad y del orden del Estado peruano. Pero tal formulación es, en el fondo, insuficiente y deformante. Durante el conflicto armado interno se produjeron cerca de setenta mil muertes de ciudadanos de toda condición, pero principalmente de ciudadanos pobres y que ya desde mucho antes eran víctimas de un desprecio secular en nuestro país. En ese proceso, las instituciones del Estado democrático que debieron ejercer la defensa de la ciudadanía amenazada desertaron de su función. En aquellos veinte años se acentuaron varios de los males que ya desde tiempo atrás aquejaban a la sociedad peruana: el autoritarismo, la inequidad, la pobreza y, como sustrato de todo ello, la práctica del maltrato mutuo que hoy sigue tan vigente. Estaba claro, entonces, que si nuestra obligación era identificar y señalar los crímenes y las responsabilidades concretas de los perpetradores, también debíamos buscar explicaciones en la estructura y la historia de la sociedad peruana. 

Con esa perspectiva se realizó una amplia investigación multidisciplinaria cuya columna vertebral fue el acopio de casi 17 mil testimonios. Como resultado de este trabajo, la CVR llegó a un número amplio de conclusiones de distinto orden. Algunas de ellas son de índole fáctica: revelan el saldo de vidas sacrificadas, qué crímenes fueron cometidos, cómo se había presentado la violencia de manera diferenciada en todo el territorio nacional, qué conductas desarrollaron los actores armados, en qué responsabilidades penales, políticas o morales habían incurrido esos actores, y qué daños y secuelas dejaron los crímenes y la violencia entre las víctimas. Otras conclusiones son de orden interpretativo: le proponen al país una comprensión solvente acerca del porqué de la violencia y la extrema vulnerabilidad de la vida humana, sobre todo la de los más pobres y marginados por el poder económico, político y cultural. 

No cabría repetir ahora todas esas conclusiones. Me permito, por ello, presentar un resumen muy esquemático de las mismas. Se puede decir, en efecto, que la CVR encontró lo siguiente: 

Que el número de víctimas fatales —muertos y desaparecidos— duplicaba la cifra más pesimista prevista antes de su trabajo. Se hablaba, en el peor de los casos, de 35 mil víctimas fatales, y según nuestra estimación estas fueron casi 70 mil. 

Que el principal —pero no único— responsable fue Sendero Luminoso (PCP-SL) por haber sido quien inició la violencia, por haber practicado desde el día el terrorismo y, en caso del pueblo ashaninka, casi haber llegado al genocidio; y por haber sido quien ocasionó la mayor cantidad de muertes reportadas a la Comisión. 

Que las violaciones de derechos humanos cometidas por las organizaciones subversivas y por la policía y la fuerza armada no fueron hechos aislados. Tales crímenes —ejecuciones extrajudiciales, desapariciones, torturas, desplazamientos forzados, reclutamiento de niños y niñas, violencia sexual y otros— fueron masivos y se perpetraron, en ciertos lugares y momentos, de manera sistemática y/o generalizada y configuraron crímenes de lesa humanidad. 

Que los gobiernos civiles de Belaunde Terry y García Pérez, al igual que el gobierno autoritario de Fujimori, tuvieron una gravísima responsabilidad moral y política en el proceso, por entregar poderes irrestrictos a las fuerzas armadas para lidiar con la subversión, omitiendo su deber de ejercer el control democrático-constitucional sobre ellas, y por procurarles impunidad ante a los crímenes cometidos. 

Que, sin menoscabo de las responsabilidades individuales e institucionales que se derivan del proceso, este cobró la magnitud y la gravedad conocidas debido a los viejos y profundos hábitos de exclusión, discriminación y racismo en la sociedad peruana. 

La audiencia atenta ante las palabras de Salomón Lerner Febres.

La historia como urgencia 

Estas conclusiones poseen una base fáctica. Pero la descripción, la explicación y la interpretación de los hechos a los cuales se refieren tienen un fondo moral. Los hallazgos nos obligaban a reconocer la fragilidad de la vida en el Perú. Esos mensajes tuvieron como destinataria a la sociedad peruana entera, pero quisieron hablar en particular a los sectores privilegiados, poderosos o influyentes, y entre ellos a los del ámbito político. Creímos que el contexto de la transición era una oportunidad de realizar cambios de envergadura histórica y que resultaría trágico para el Perú perder esa oportunidad. 

Tales mensajes son una suerte de proyección sociohistórica de la verdad sobre los crímenes cometidos. Son mensajes que enfatizan el trasfondo histórico de la violencia y sus ramificaciones. 

En primer lugar, la CVR invoca a reconocer que el conflicto armado interno que se vivió en el Perú no ocurrió en el vacío ni fue exclusivamente el producto de la voluntad de un puñado de individuos anómalos. La CVR demuestra y denuncia las responsabilidades particulares de esos individuos. Sin embargo, también considera erróneo limitar el proceso a las voluntades de aquellos y omitir que esa voluntad aprovechó, para propagarse, una historia de desencuentros y de fracturas sociales, geográficas y culturales. Pero este mensaje no implica una justificación de la violencia por la pobreza o la exclusión. La voluntad y los actos criminales lo son en sí mismos y no cambian de sustancia por las circunstancias que los rodean ni menos aún por los discursos en que se arropan, llámense estos revolución u orden. Lo que quisimos decir fue que, si Sendero Luminoso envió al Perú una invitación a descender a la barbarie, y si diversos sectores de la sociedad, los gobernantes y las fuerzas del orden y la seguridad acogieron rápidamente esa invitación, ello ocurrió en un marco político, institucional y cultural y dentro de un contexto histórico que no cabe desconocer. La manera como el Perú así llamado oficial acogió la incitación homicida de Sendero Luminoso reveló –en el viejo sentido fotográfico de la palabra—una imagen del país que no se debió ignorar.

La CVR sostuvo que el Perú no puede ser una nación democrática y pacífica si sigue conviviendo con niveles de pobreza hondos y extendidos, y con diferencias de consideración social tan profundas entre los peruanos”

Ese contexto social de exclusiones y marginaciones, que es una presencia constante en toda nuestra historia, se dio de la mano con lo que podríamos llamar una suerte de cultura política favorecedora de la violencia y de la muerte. Con esto queremos hacer notar que durante todo el siglo XX, para no hablar de épocas anteriores, ha sido recurrente el llamado a la violencia sin límites como una forma de dirimir conflictos de intereses o de imponer visiones del país o de restaurar el orden cuando se cree que este se halla amenazado. El recurso a la violencia no aparece como una anomalía ni como una práctica condenable sino como una vía normal, siempre disponible, para la competencia social, tanto en los sectores que se proclaman revolucionarios como en las clases que siempre piden violencia estatal –la tan mentada mano dura— como una forma expeditiva de mantener el orden. Una vez más, los trágicos hechos de este año nos recuerdan la persistencia de esta cultura.

En segundo lugar, la CVR sostuvo que el Perú no puede ser una nación democrática y pacífica si sigue conviviendo con niveles de pobreza hondos y extendidos, y con diferencias de consideración social tan profundas entre los peruanos. Este mensaje se hallaba principalmente dirigido a las élites económicas y políticas del país y lamentablemente no ha sido atendido por las destinatarias. Estas parecen aferrarse a una idea simplista y reductora de la paz que la define por la sola ausencia de acciones armadas. Peor aún, en los últimos veinte años pareció que quienes siempre han vivido en medio de privilegios en un país de excluidos tomaron la merecida derrota de Sendero Luminoso solamente como el fin de una amenaza y como una autorización a seguir viviendo como estábamos viviendo antes de la violencia y durante ella. No hemos sacado las lecciones de la tragedia y actuamos como si la presunta paz solo fuera una licencia para conservar un país desigual y excluyente. Los veinte años de crecimiento económico que desembocaron en el espectáculo de una sociedad y un Estado completamente inermes ante la pandemia de Covid-19 relevan de mayores comentarios.

Esa desigualdad, desde luego, es únicamente económica. La discriminación y el racismo están todavía muy vivos en el Perú y hasta parecen gozar de una amplia tolerancia en ciertos sectores. En los últimos años hemos visto, por ejemplo, ministros de derecha que caracterizan como auquénidos a los ciudadanos de los andes y ministros de izquierda que aconsejan a la población indígena amazónica que olvide sus lenguas nativas y hable solamente español. La discriminación y la exclusión están presentes en la vida cotidiana de los peruanos. Todos reconocemos esa gramática social. Pero ¿cuál es la naturaleza exacta de esos patrones de desigualdad material y simbólica, ¿es pertinente denominarla racismo?, ¿o es que el color de la piel es solamente un dato contingente que se superpone a la desigualdad socioeconómica? Y si hablamos de discriminación étnica, ¿es ésta un hábito de diferenciación activado por la apariencia física de las personas o por las manifestaciones de su cultura?, ¿son disociables el color, la cultura y el dinero en la experiencia de la discriminación peruana? Y, por último, ¿en qué estrato de la conformación histórica del país, o en que estrato de la conciencia de los individuos, se anidan las causas eficientes de esa discriminación que todos reconocemos pero que no sabemos nombrar con exactitud? 

Varias de estas preguntas son todavía materia de debate en la ciencia social peruana. Hay quienes, con buenos argumentos, encuentran la fuente de esa discriminación en cierta ideología racista incubada durante el régimen colonial. Hay, por otro lado, quienes aseguran que lo que hoy reconocemos como racismo es un producto cultural de los inicios de la República. Hay ahí un debate interesante del que depende en buena medida la imagen de nación que no logramos consensuar. En un terreno acaso más práctico diré que es una discusión importante para la concepción de políticas de reconocimiento e inclusión que, ya en pleno siglo XXI, no terminan de asentarse en el país.

Regreso a los mensajes de la CVR. Un último mensaje que deseo mencionar es que el Perú no alcanzará la paz y la democracia mientras la sociedad entera no comprenda que los daños sufridos por la población durante la violencia no pueden quedar sin ser reparados, pues tal compensación —simbólica o material, individual o colectiva— es consustancial a una idea mínima de justicia y a un reconocimiento básico de la ciudadanía. 

La CVR señaló repetidamente que uno de los grandes motores de la tragedia fue la indiferencia de quienes, por vivir en las urbes, por tener acceso a voz pública, pudieron protestar contra las masivas violaciones de derechos humanos y exigir una política eficaz de combate a la subversión que pusiera en primer lugar la defensa de la vida. Tal protesta no existió y los políticos interpretaron ese silencio como un aval a los crímenes que se cometían y a la impunidad que ellos garantizaban

Frente a la indiferencia de ayer, ahora necesitamos que germine poco a poco una solidaridad, una empatía, una capacidad por ahora inédita de ponernos en la posición de los otros, de sentir como propio el sufrimiento ajeno. Esa empatía, que parece ser una cualidad ajena a la política, es en realidad el sustrato de toda cultura política democrática. Es ella la que hace posible que quienes gozan de seguridad y protección exijan, como parte de su imagen del bien público, que se atienda a quienes sí han sido víctimas de la violencia; que los que tienen la suerte de no ser pobres evalúen a sus gobernantes según la manera como han combatido la pobreza; que quienes disfrutan de consideración social y de garantías para sus derechos se sientan agraviados si esos mismos bienes son negados a los otros, a esos que no ven y con quienes no conviven, pero a quienes consideran sus conciudadanos. Es por la empatía que existe la ciudadanía como experiencia activa y como soporte de toda democracia. 

Penosas confirmaciones 

Como he anotado al inicio, el año 2023 se nos aparece como la demostración trágica del grave error que ha sido no emprender las reformas y transformaciones estatales y sociales a las que obligaba el reconocimiento de nuestro pasado violento.

Experimentamos una crisis que atañe a dos de las grandes cuestiones que fueron planteadas por la Comisión: la necesidad de construir un sistema político incluyente que permitiera que la ciudadanía se sintiera representada por el régimen democrático y activamente comprometida con sus valores, y la importancia de asentar valores humanitarios que expulsaran definitivamente a la violencia y el abuso de la fuerza del horizonte político.

La crisis por la que hemos atravesado evidencia la profunda fragilidad del sistema democrático recuperado en el año 2001. Esta crisis se estuvo incubando desde el inicio, no en la forma de un colapso institucional, pero sí por la ruinosa calidad de los liderazgos a escala nacional y regional. Las organizaciones políticas que se disputaron el poder desde inicios de este siglo dieron muestras tempranas de nulo interés en los asuntos públicos más urgentes para la población. A eso se añadió pronto una profunda corrupción en el seno de los sucesivos gobiernos nacionales, regionales y locales. 

El excesivo uso de la fuerza pública, contra el cual debería haber hecho un aprendizaje el Estado, se puso de manifiesto desde las primeras semanas dejando como saldo decenas de muertes y una elevada cantidad de personas heridas”

Todo ello, sin embargo, conservó todavía un semblante de normalidad, la apariencia de una crisis constante pero no terminal, hasta el año 2016. En ese año, la derrota de Keiko Fujimori en la contienda presidencial y su obtención de una amplia mayoría en el Congreso de la República fueron el detonante de un deterioro de la institucionalidad democrática que sólo podía llevarnos al colapso del año 2022. Cegados por la ambición y el ánimo de revancha, el fujimorismo y sus aliados usaron su mayoría para avasallar instituciones o, no de serles posible, destruirlas. La elección de Pedro Castillo, un presidente sin capacidad ni interés alguno en atender a los más necesitados, más allá de usarlos retóricamente, y muy pronto comprometido en casos de corrupción, fue el punto de llegada de ese periodo. En ese proceso, lo dominante ha sido, además de la corrupción, la improvisación y la completa desatención a los asuntos públicos tanto por los gobiernos como por los congresos. A eso se añade como ingrediente muy gravitante la generalización de la demagogia como estrategia política, que ha llevado a que los candidatos acentúen posturas radicales tanto en la izquierda como en la derecha. Se trata de una demagogia que no solamente se precia de su radicalismo, sino también de un pleno desconocimiento de la realidad del país o de los saberes básicos de la política y el arte de gobernar. El trasfondo de esta realidad es la ausencia de todo esfuerzo de reforma política razonable, de una reforma que debería haber permitido la aparición de organizaciones y propuestas políticas serias. En ausencia de esto, la población se ha visto obligada a elegir entre opciones deleznables. Al no haber sido capaces de recomponer y sanear un tejido político hecho jirones por la violencia, la democracia peruana se ha vuelto rehén de una red de organizaciones orientadas únicamente al provecho de sus líderes. En cierto modo cabría decir, pues, que quienes han gobernado y gobiernan son en sí mismos una secuela del conflicto armado interno.

El otro aspecto de la crisis estrechamente relacionado con los mensajes de la CVR es el regreso de la violencia como un instrumento válido en la vida pública del país. Esto fue evidente desde que se iniciaron las protestas tras el golpe de estado de Castillo y su reemplazo por Dina Boluarte. La opción por la violencia dominó desde el inicio la actitud del gobierno frente a las manifestaciones. El excesivo uso de la fuerza pública, contra el cual debería haber hecho un aprendizaje el Estado, se puso de manifiesto desde las primeras semanas dejando como saldo decenas de muertes y una elevada cantidad de personas heridas. Las más autorizadas y acreditadas instancias internacionales han condenado las ejecuciones extrajudiciales cometidas en estos meses. Esto, que es condenable en sí mismo, y que reclama un procesamiento penal, tuvo como resultado enardecer todavía más a la población. Es inevitable reconocer que también las protestas incluyeron una opción por la violencia. Señalar esto no equivale a negar el indiscutible derecho a la protesta de la ciudadanía ni catalogar como violenta a toda la población que se manifiesta desde fines de 2022. Pero en una observación integral de los hechos, y al mismo tiempo que exigimos una pronta y plena rendición de cuentas por los crímenes cometidos por el Estado, hay que señalar también a aquella violencia como algo de lo que, si hemos aprendido de las décadas pasadas, debería ser eliminado de nuestra vida pública.

Subyace, por último, a estas dos direcciones de la crisis –la degradación de la política y el regreso de la violencia—la cuestión de la memoria, una memoria que es cotidianamente reprimida o bien utilizada con cinismo. Y es que a lo largo de estos años ha proliferado una densa tendencia negacionista o apologética de los crímenes cometidos durante el conflicto. Entre los sectores de derecha es recurrente la hostilidad a toda mención a los abusos de derechos humanos cometidos por agentes estatales, así como una apelación interesada y cínica a la memoria para calificar de terrorista a todo el que levante una voz crítica. Del otro lado, hemos tenido recientemente un gobierno que se proclamaba de izquierda cuyas autoridades –presidente, ministros, congresistas—se negaban a condenar los crímenes de Sendero Luminoso y en lugar de ello se refugiaban en el pretexto de la “injusticia social”. En este vaivén negacionista las víctimas, y con ellas la verdad y la simple sensibilidad humanitaria, son las excluidas de siempre.

Se puede decir, en resumen, y teniendo a la vista esta derivación dramática de nuestro último intento democrático, que lo señalado por la CVR sobrevive, a pesar de todo, como un conjunto de tareas pendientes. Pero para abordar esas tareas el requisito inicial es, en realidad, conocer la historia de nuestro pasado de violencia en toda su complejidad: conocer los hechos, los crímenes y la magnitud de la tragedia sufrida en aquellos años, entender cuáles fueron las responsabilidades penales, políticas y morales, comprender cuáles fueron los factores que hicieron posible todo aquello, e integrar en nuestra memoria pública a las víctimas y tomar exacta conciencia de lo que todavía se debe a quienes fueron afectados. Todo ello consta en aquel informe que ha sido leído solo por un reducido sector del país, mientras que del mundo político solo ha recibido indiferencia o denuestos, casi siempre sin conocimiento de lo que realmente dice.

El contenido de ese informe, así como las numerosas investigaciones, creaciones artísticas, iniciativas de memoria y otros esfuerzos realizados en estos veinte años, constituye un recurso para comprender cómo hemos llegado a esta situación y también para rescatar la democracia. Aún estamos a tiempo. Quisiera que esta charla fuera recibida no solo como un llamado a mirar de frente a ese pasado irresuelto que hoy nos ha atrapado, sino también como una invitación a leer y difundir ese doloroso retrato del país que la CVR ofreció al país un día como hoy, hace veinte años.

Gracias.

Salomón Lerner Febres

Expresidente de la CVR y presidente emérito de IDEHPUCP.