Edición N° 43 23/09/2024 Ponencia

El valor de la humanidad

Miguel Giusti

Por: Miguel Giusti

Director del IDEHPUCP

El XIX Encuentro de Derechos Humanos organizado por el IDEHPUCP estuvo dedicado al tema “El valor de la humanidad”. Lejos de cualquier simplificación, se trató de una invocación a enfocarnos en lo que es más esencial en tiempos de crisis o de incertidumbre, un llamado a prestar atención a lo que más falta nos hace. Hemos ido perdiendo, en la vida social y política, el respeto al valor que tiene la humanidad, y a los derechos que esa condición trae consigo. No fue, sin embargo, sólo una aguda intuición ética sobre el estado de cosas en el país, sino también el resultado de un sondeo llevado a cabo por el equipo de comunicaciones del Instituto entre los jóvenes peruanos sobre aquello que les parece más necesario rescatar o recuperar en la crisis presente. Justamente: el valor de la humanidad; como una demanda urgente, también como una esperanza. Ante situaciones extremas, hace falta apelar a los principios más fundamentales.

Como es fácil suponer, a dicha invocación temática subyace una larga tradición filosófica y jurídica, a la que desearía referirme a continuación, al menos en forma sintética[1]. La noción de “humanidad”, tal como la venimos utilizando, obtuvo, por así decir, carta de ciudadanía en el lenguaje jurídico internacional, en especial en el Derecho Internacional Humanitario (DIH), aunque no necesariamente sea tan preciso su significado. Con ella se alude a una suerte de conciencia moral colectiva, dotada supuestamente de validez universal, acerca de ciertos valores o, como se les llama frecuentemente, ciertos “estándares” mínimos de convivencia humana tales como el respeto a la vida, la defensa de la libertad o la condena del sufrimiento producido por obra humana, y se apela enfáticamente a dicha conciencia en contraposición a situaciones históricas específicas en las que se ha experimentado una negación flagrante de esos valores. Es la defensa de la “humanidad” contra la “barbarie”. Es así como suele expresarse el problema en muchos preámbulos de los documentos internacionales relativos a nuestro tema, entre ellos también, por cierto, las diferentes convenciones internacionales sobre los derechos humanos.

Justamente: el valor de la humanidad; como una demanda urgente, también como una esperanza. Ante situaciones extremas, hace falta apelar a los principios más fundamentales”.

Ahora bien, como ha sido señalado por más de un autor, entre otros por Jacques Derrida[2], el uso que se hace del término “humanidad” en el DIH no parece muy diferente del que se hace del término “humanitas” en el contexto de su primera aparición en latín. La fuente más importante a la que nos remite la investigación filológica es Cicerón. Se trata de un término latino, romano, no de una mera traducción del griego, aunque puedan por cierto rastrearse raíces conceptuales en la cultura helénica. La primera referencia que se conoce proviene de un alegato del joven abogado Cicerón, en el año 80 a.C., en defensa de Sexto Roscio, un ciudadano romano del que la sangrienta dictadura de Sila quiere deshacerse y despojar de sus bienes, como lo ha hecho ya con miles de opositores al gobierno. Son tiempos, recordemos, de una cruenta guerra civil en Roma que ha costado muchas muertes y que ha terminado con la instauración de una dictadura, famosa en la historia por su crueldad y su violencia. Finalizando su alegato, dice Cicerón: “Señores miembros del jurado […], el pueblo romano, que en otras épocas ha mostrado piedad incluso frente a sus enemigos, actualmente está padeciendo las consecuencias de una impiedad interna. […] Viendo y escuchando constantemente que la criminalidad se expande por doquier, corremos el riesgo, todos, hasta los más sensibles, […] de perder el sentimiento de humanidad (el sensum humanitatis) de nuestro corazón”[3]. Sensus humanitatis. Así aparece por vez primera el término “humanitas”: como evocación de un sentimiento de piedad y de compasión hacia los otros por el solo hecho de ser humanos, como un ideal de conducta moral culturalmente delineado. El ideal se hace valer, además, como vemos, en un contexto jurídico, como instancia ética genérica de apelación en contra de una situación de crueldad y de violencia políticas.

Es sorprendente esta similitud semántica entre el uso del término “humanidad” en el DIH y en Cicerón. De esa coincidencia pueden extraerse varias lecciones interesantes. Pero es también una asociación arriesgada, porque podría hacernos pensar que existe una línea recta que vincula ambas concepciones, algo así como una tradición permanente en la historia del pensamiento o de la moral de Occidente. La realidad es más bien distinta; esa línea ha sido sinuosa y equívoca y ha servido de inspiración, entre otras cosas, a una larga serie de proyectos y concepciones sobre la necesidad de un “humanismo”. Y el humanitarismo no es el humanismo; es más bien una concepción ética casi contrapuesta, que “surge –por así decir– de las ruinas del humanismo”[4]. Tomo esta última afirmación de Lluis Pla, un filósofo catalán que ha estudiado con mucha perspicacia el hondo contraste que separa ambas nociones. Afirma Pla de manera enfática que el humanitarismo toma distancia de la conciencia triunfalista del sujeto moderno y se levanta sobre sus escombros: “El humanitarismo maduro, el que parte de la conciencia de un humanismo fracasado, es, por oposición a cualquiera de sus versiones ingenuas, la expresión histórica de un reconocimiento del carácter menesteroso de la humanidad […]”[5].

Resuena aquí, como es obvio, el eco de la crítica heideggeriana y posmoderna al proyecto del humanismo, la conciencia de los excesos o los peligros del logocentrismo occidental. Recordemos que en su Carta sobre el Humanismo Heidegger se declara abiertamente contrario al humanismo por considerarlo expresión de una visión sesgada, dependiente de presuposiciones ontológicas o de proyecciones culturales, filosóficamente ingenua y finalmente contraproducente. Particularmente revelador es, en ese sentido, el humanismo de la modernidad, sobre el cual Heidegger ha escrito páginas que marcaron época y que se han convertido ya casi en lugares comunes de la reflexión filosófica y cultural posterior[6]. Probablemente lo más saltante de este “humanismo” no es que haya concebido una civilización tecnológica instrumentalista, o mercantilista, o depredadora de la naturaleza, como se suele afirmar, sino que se haya tendido, él mismo, una trampa perversa y autodestructiva, consistente en inventar una técnica supuestamente utilitaria que se ha independizado de su inventor e impuesto sobre él, en crear una civilización de medios que han terminado por contradecir los fines que le servían de inspiración y le daban sentido.

Esta progresiva destrucción de la humanidad de las personas en su vida política, social y personal es llamada por ella el «mal radical», y no otra cosa es, en su opinión, lo que se quiere expresar con la fórmula jurídica del «crimen contra la humanidad»”.

Pero es útil recordar su crítica porque ella nos muestra la desconfianza extrema que ha padecido la utopía humanista en la tradición occidental. El humanitarismo ha nacido más bien de sus escombros. Más cerca de él se hallan concepciones como las de Emmanuel Levinas en su obra El humanismo del otro hombre, o de Hannah Arendt, tanto en La condición humana como en Eichmann en Jerusalén. Levinas, en efecto, dirige sus críticas al hecho de que el ideal humanista habría subrayado únicamente la dimensión universal e igualitarista de la noción de humanidad, pero perdiendo de vista la singularidad y la irrenunciable alteridad de todo ser humano concreto. Se propone por eso en su libro poner el énfasis en el carácter irrepetible e interpelante del otro ser humano, en el cual se nos hace presente una humanidad que no solo nos iguala, sino que también nos diferencia. Arendt, por su parte, se interesó sobre todo por ofrecer una interpretación de la expresión “crimen contra la humanidad”. Lo hizo particularmente en su libro Eichmann en Jerusalén. Nos expone allí, en efecto, cómo los regímenes totalitarios proceden a destruir, por etapas sucesivas, la humanidad del ser humano, destruyendo, en primer lugar, a la persona jurídica al despojarla de sus derechos cívicos; eliminando luego a la persona moral al obligarla a actuar contra sus semejantes; y haciendo finalmente a los hombres “superfluos” en la medida en que los priva de su libertad, de su espontaneidad, de su capacidad de actuar y hablar. Esta progresiva destrucción de la humanidad de las personas en su vida política, social y personal es llamada por ella el “mal radical”, y no otra cosa es, en su opinión, lo que se quiere expresar con la fórmula jurídica del “crimen contra la humanidad”.

Con la idea de precisar qué tipo de mal o de daño es aludido en la expresión “crimen contra la humanidad”, conviene destacar la relevancia del hecho que el Estatuto de Roma se refiera en su Preámbulo a la ocurrencia de “atrocidades que desafían la imaginación y conmueven profundamente la conciencia de la humanidad” (“unimaginable atrocities that deeply shock the conscience of humanity”; “d’atrocités qui défient l’imagination et heurtent profondément la conscience humaine”), es decir, que exprese de una manera tan enfática la indignación moral ante acciones de desmesurada gravedad, y que luego traduzca ese sentimiento moral a categorías del derecho penal tales como la comisión de crímenes. No sólo se está así buscando una caracterización o tipificación de acciones concretas en las que se haga visible el grado mencionado de atrocidad, además por cierto de atribuir responsabilidad a los autores, sino que se está también reconociendo implícitamente el papel prioritario que juega la convicción moral ante el entero proyecto de creación de una corte penal internacional. Es sobre la base de esa convicción moral humanitaria que se procede a buscar luego formas consensuadas de traducción al lenguaje jurídico; por lo mismo, los cambios o la evolución de esa conciencia moral habrán de tener efectos en la redacción o la corrección de las convenciones internacionales del DIH. Eso explica, a mi entender, que el Estatuto haya dejado abierto el listado de los crímenes contra la humanidad, consignando un último crimen referido a “otros actos inhumanos de carácter similar”. No parece posible, ni razonable, dada la relación entre la fundamentación moral y la traducción jurídica positiva, pretender dar una visión exhaustiva de los actos merecedores de dicha tipificación.

Para precisar mejor la noción de “crímenes contra la humanidad”, conviene volver a Hannah Arendt en un momento muy relevante del juicio a Eichmann en Jerusalén. Arendt critica la posición (la caracterización conceptual) del tribunal israelí que pretende juzgar a Eichmann por ser enemigo del pueblo judío, pues considera que de esa manera se está nacionalizando el delito o restringiendo su aplicación a los límites de una legislación nacional particular, es decir: se está imputando la responsabilidad de un crimen en contra de una raza determinada y no de la humanidad en general[7]. Aun cuando el genocidio, como es obvio, se lleve a cabo en contra de una población o nacionalidad particular, la naturaleza del crimen nos debería llevar a pensar que con él se está destruyendo una dimensión de la vida humana que trasciende al grupo directamente concernido.

Habíamos citado ya la tesis de Arendt sobre el “mal radical”, es decir, sobre el despojo paulatino y progresivo que pueden sufrir los seres humanos de las diferentes dimensiones esenciales de su vida –política, moral y personal– hasta ser convertidos en seres superfluos, es decir, violentados en su condición humana misma. Más adelante, en el mismo libro Eichmann en Jerusalén, propone también que por “crimen contra la humanidad” se entienda “el ataque contra la diversidad humana en cuanto tal, es decir, contra un rasgo de la naturaleza humana (human status) sin el cual las palabras género humano o humanidad se verían privadas de sentido”[8]. Tiene toda la razón Arendt en tratar de llenar el vacío que deja el lenguaje jurídico y en buscar una caracterización conceptual que dé cuenta de la especificidad de un crimen semejante, pues es claro que solo se puede avanzar en esa dirección si se cuenta con una suerte de antropología filosófica de carácter normativo, que contemple una gradación de las ofensas contra la humanidad. Es una, entre muchas otras formas, de exigir el reconocimiento del “valor de la humanidad”, ante tantas circunstancias aciagas de la historia que no terminan de repetirse y en las que ese valor se pierde de vista.


[1] Las ideas que expondré aquí las extraigo parcialmente de un artículo que publiqué hace unos años con el título “El humanitarismo, ¿un nuevo ideal moral?” en la revista española Isegoría (46) 2012, pp. 151–165. https://doi.org/10.3989/isegoria.2012.046.06.

[2] Cf. Derrida, Jacques, Universidad sin condición, Madrid: Trotta, 2002. El texto se remonta a una conferencia pronunciada por Derrida en la Universidad de Stanford (California), en el mes de abril de 1998, y que llevó el título “El porvenir de la profesión o La universidad sin condición (gracias a las humanidades, lo que podría tener lugar mañana)”. He desarrollado con más detenimiento esta asociación semántica y ética en un ensayo titulado “El cultivo de las humanidades”, en: Giusti, Miguel, El soñado bien, el mal presente. Rumores de la ética, Lima: Pontificia Universidad Católica del Perú, 2008, pp. 75-86.

[3] Cf. Ciceron, Discours pour Sextus Roscius, París: Les Belles Lettres, 2006. Una interesante discussion sobre el origen del término en la cultura latina puede hallarse en el ensayo: Stroh, Willfried, “Der Ursprung des Humanitätsdenkens in der römischen Antike”, en: http://epub.ub.uni-muenchen.de/archive/00001273/01/senior_stud_2006_11_01.pdf.

[4] Cf. Pla Vargas, Lluis, “Dialéctica del humanismo y el humanitarismo”, en: Bermudo, José Manuel (ed.), Del humanismo al humanitarismo, Barcelona: Horsori, 2006, p. 152.

[5] Ibid., p. 146.

[6] Cf. especialmente su ensayo “La época de la imagen del mundo”, en Sendas perdidas, Buenos Aires: Losada, 1960.

[7] Cf. Arendt, Hannah, Eichmann in Jerusalem, Nueva York: Viking, 1964, p. 261ss.

[8] Ibid., p. 276.