Edición N° 43 23/09/2024 Artículo

¿Es la judicialización de la política un fenómeno positivo o negativo?

Ernesto de la Jara Basombrío

Por: Ernesto de la Jara Basombrío

Abogado y magister de la PUCP

Este artículo busca revisar diversos ejemplos en torno a la judicialización de la política y explicar como este pude ser un fenómeno positivo o negativo. Contrariamente a lo que se piensa, la judicialización de la política no es negativa per se, sino que depende del sentido en que se le de y los casos que se analizan.

La afirmación de derechos y libertades

Podemos encontrar un primer ejemplo de judicialización de la política en las sentencias del Poder Judicial (PJ) donde la materia objeto del fallo se relaciona con una política pública, aunque se esté resolviendo un caso individual y concreto. Así tenemos el fallo del PJ a favor de la muerte en condiciones dignas para Ana Estrada. En la misma línea podemos mencionar los pronunciamientos del PJ y el Tribunal Constitucional (TC) sobre la constitucionalidad o inconstitucionalidad de una norma. Ahí podemos recordar lo sucedido en setiembre de 2007, cuando el TC de entonces se pronunció frente a una norma —la Ley N.º 28925— que buscaba limitar la labor de las ONG, modificando la ley de la Agencia Peruana de Cooperación internacional (APCI). En dicha oportunidad el TC decidió establecer criterios de interpretación para que solo determinadas partes de la norma fueran consideradas inconstitucionales. Esto generó el rechazo de quienes creían que el TC debía pronunciarse por la inconstitucionalidad o constitucionalidad de la norma en su totalidad y no de forma parcial. Este tipo de fallos suelen llamarse interpretativos y son un ejercicio de la administración de justicia poco habitual, pues puede entrar en conflicto con disposiciones del Legislativo o el Ejecutivo.

Hay quienes critican a los jueces cuando se acogen a esta figura, pues consideran que se trata de una invasión de competencias; sin embargo, la posición contraria, la que valora que el juez actúe en casos excepcionales y haga frente al Legislativo o al Ejecutivo, ha ganado adeptos. Esto último se debe a que los jueces han hecho valer esta figura cuando ha estado en juego la afirmación de derechos y libertades fundamentales.

Yo defiendo esta última posición, siempre y cuando se cumpla con el requisito de la excepcionalidad y la justificación inequívoca, pues la división y el equilibrio de poderes no implica la separación absoluta de funciones: así como los tres poderes expiden normas generales, los tres pueden abarcar medidas relacionadas en mayor o menor grado a demandas generales de interés público. Mi posición crítica la reservo para cuando haya algún exceso en un caso concreto, cuando resulte claro que esta extensión de la función jurisdiccional no es una vía para hacer justicia, sino para consumar una arbitrariedad indefendible.

 

La judicialización con sesgo: el lawfare

Una segunda noción de judicialización de la política se relaciona con la expresión lawfare. El sentido literal del término lawfare es guerra jurídica, guerra judicial, especialmente contra la ley penal, para interferir en la política. Es la búsqueda de la muerte legal y política del rival político al no poderlo derrotar en las urnas; y es la persecución legal-penal que se origina con un objetivo político, más allá de si el perseguido tiene o no verdadera responsabilidad penal. Peor aún, de acuerdo al concepto de lawfare, quienes recurren a esta persecución saben que los afectados son inocentes, pero les inventan una responsabilidad.

El jurista que puede ser considerado el creador del término es Raúl Zaffaroni, autor de “¡Bienvenidos al Lawfare! – Manual de pasos básicos para demoler el derecho penal” (2020), libro que ha sido prologado por el actual presidente de Brasil, Luiz Inácio Lula da Silva. Lula, a lo largo del referido prólogo, dice de manera recurrente que él fue una víctima concreta del lawfare, tal como sus abogados lo plantearon desde el año 2016.

El sentido literal del término lawfare es guerra jurídica, guerra judicial, especialmente contra la ley penal, para interferir en la política. Es la persecución legal que se origina con un objetivo político, más allá de si el perseguido tiene o no verdadera responsabilidad penal”.

Zaffaroni —haciendo uso de su acostumbrada brillantez— crea un esquema de lawfare en el que incluye a los jueces y a los medios de comunicación. Le da un peso muy importante, por ejemplo, a los medios de comunicación que usan su poder para desinformar a la gente, aprovechándose del poco conocimiento que tiene la gente en general sobre temas jurídicos. A los jueces les llama “dóciles” o “payasos”, que solo buscan su bienestar profesional, ser estrellas mediáticas o tentar suerte política.

Zaffaroni señala que “el descuartizamiento del derecho penal” es “populachero”, pues inventa un “mal cósmico” y a partir de allí se sacan de la manga delaciones premiadas, prisiones preventivas, filtración de información, etc. Pero el esquema de lawfare de Zaffaroni se desmorona cuando señala que la persecución de los políticos siempre proviene de un lado, en términos de posición política, y los perseguidos siempre son de la posición política opuesta: los que persiguen son siempre las élites, los defensores del capital financiero internacional, y los perseguidos son los gobiernos o políticos que defienden las políticas sociales y populares contra la pobreza, los que encarnan los intereses nacionales y las políticas distributivas. Para decirlo en pocas palabras, los perseguidores siempre serían los de derecha pro-neoliberalismo, mientras que los perseguidos responderían a intereses de izquierda pro-distribución de la riqueza. Tal vez por eso los ejemplos de quienes se dicen víctimas de lawfare están siempre en la misma línea ideológica: Lula, Kirchner, Evo Morales. Una persecución que hace que Zaffaroni compare al actual lawfare con la Santa Inquisición y los nazis. Ni más ni menos.

Así de esquemático y maniqueo es Zaffaroni en este tema:

“La ideología encubridora del totalitarismo financiero vuelve a descuartizar el derecho penal verdadero, y como nueva variante actual del ‘derecho penal vergonzante’, pegotea a sus miembros en un collage de pura venganza mediáticamente promovida contra estereotipados y políticos populares. Este es el ‘derecho penal vergonzante’, de nuestro tiempo, al menos de nuestra región. […] A los políticos populares se les inventan delitos y montan procesos en oscuros maridajes de medios de comunicación monopólicos, servicios secretos y jueces dóciles, que sentencian disparates escandalosos […] mientras el público circense de nuestras clases medias bajas se entretiene con el espectáculo que brindan el mundo judicial diciendo y escribiendo disparates, los impolutos hacen ajustes presupuestarios, derogan la legislación laboral, desfinancian la investigación científica, la salud pública, la educación pública, embadurnan el derecho previsional y propugnan política de ‘mano dura’ contra la delincuencia (de los estereotipados pobres)”.

Queda claro así que no cualquiera puede decir que es víctima del lawfare, pues si se trata de alguien que no es considerado parte del campo popular progresista, no tiene derecho de apropiarse de un concepto que solo reconoce y critica como perseguidor judicial al capital financiero contra la línea política popular-nacional.

¿Keiko o PPK puede invocar el lawfare? Siguiendo el marco teórico de Zaffaroni, Lula y sus seguidores, es imposible, pues ellos se encuentran en una posición que —según el lawfare— solo les permite perseguir y jamás ser perseguidos.

Sin embargo, es absurdo sostener que es imposible que quien está a la izquierda del espectro político pueda ser corrupto y que si alguien de ese lado es acusado de ello se trata en realidad de una venganza de sus enemigos ideológicos ubicados a la derecha. Tan absurdo como creer que toda acusación de corrupción contra alguien de derecha o conservador siempre será real. Ni lo uno ni lo otro. Siempre hay que analizar caso por caso, sin importar la posición ideológica, pues si algo ha demostrado la corrupción es que no es monopolio de una ideología, sino que comprende a todas.

Tras esa explicación queda claro que, en el Perú, quien teóricamente podría presentarse como víctima de lawfare sería el expresidente Castillo. Podría alegar que la extrema derecha nunca quiso aceptar su triunfo el año 2021, pese a que las autoridades electorales y una serie de misiones observadoras nacionales e internacionales consideraron que las elecciones habían sido limpias. O que luego vino un acoso mediático con el que se buscó convencer al país que con él prácticamente Sendero Luminoso había tomado el poder. Es decir, muchos de los elementos que Zaffaroni considera característicos del lawfare, Castillo los podría invocar a su favor. Por algo uno de los abogados de Castillo, es muy cercano a Zaffaroni. Sin embargo, el caso se cae de manera estrepitosa cuando se revisa la gran cantidad de evidencia que justifica que Castillo sea investigado y procesado: innumerables elementos de convicción relacionados con graves casos de corrupción; nombramientos irregulares; un evidente golpe de Estado; etc. Resulta absurdo creer que Castillo merece una inmunidad absoluta por ser rondero, profesor y dirigente magisterial con una ideología de izquierda radical, y que cualquier acusación debería ser interpretada como persecución política, en el sentido de lawfare. De ahí la importancia de tener claridad sobre lo ideologizado, poco riguroso y equivocado que es importar esta terminología del lawfare.

 

La justicia que sanciona a políticos y funcionarios corruptos sí es justicia

Un ejemplo positivo de la judicialización de la política lo encontramos cuando la justicia investiga, procesa y eventualmente condena a personas relacionadas con la política —candidatos, miembros de partidos políticos, expresidentes, excongresistas, exmagistrados, o exfuncionarios públicos de las diferentes instancias del Estado— desde la institucionalidad, siguiendo los procedimientos previstos por ley, respetando las garantías del debido proceso, especialmente el derecho de defensa y la independencia de jueces, fiscales y demás operadores de justicia.

Es positiva porque el Estado de Derecho implica que la justicia debe actuar para sancionar el delito en todos los casos, pues “todos somos iguales ante la ley”. Negativo sería lo contrario: que la justicia se inhiba de actuar frente a los que están relacionados con el poder político o cualquier otro poder.

Es claro que no se puede descartar una judicialización negativa de la política, en el sentido que personas relacionadas con la política comienzan a ser perseguidos por la justicia sin que existan los mínimos elementos de convicción, malutilizando instituciones y procedimientos o violando garantías.

Un ejemplo positivo de la judicialización de la política lo encontramos cuando la justicia investiga, procesa y eventualmente condena a personas relacionadas con la política […] pero no se puede descartar una judicialización negativa de la política, en el sentido que personas relacionadas con la política comienzan a ser perseguidos por la justicia sin que existan los mínimos elementos de convicción”.

Es posible ver ambas caras de la judicialización de la política —la positiva y la negativa— en el día a día. Siempre dependerá del caso, por lo que se recomienda no llegar a conclusiones a priori o de manera generalizada.

El filósofo Salomón Lerner Febres, expresidente de la Comisión de la Verdad y Reconciliación, ha sido clarísimo al destacar la actitud “cínica”, “amoral” y “antidemocrática”, que pretende mezclar los conceptos positivos y negativos sobre la referida judicialización:

“En el Perú se ha distorsionado el sentido de ese término [la judicialización de la política], pues se está designando con él al juzgamiento de autoridades y políticos. Esto es visto por lo general como algo negativo. Pero conviene hacer un discernimiento, pues más bien podría haber algo de cínico en esas críticas a la judicialización. La cuestión es clara: donde hay delito corresponde juzgar. Ahora bien, cuando se cuestiona la acción judicial en las circunstancias actuales, marcadas por la corrupción escandalosa de políticos y funcionarios, ¿cuál es el mensaje? Se sostiene que al procesar a los ‘políticos’ se entorpece el normal funcionamiento de la política y se impide que el libre juego de la democracia produzca equilibrios, acuerdos, soluciones negociadas. Esta es una lectura amoral y antidemocrática, pues supone que la justicia debería inhibirse ante el imperio de la política y que no todos debemos ser iguales ante la ley. ¿Por qué habría de criticarse la acción judicial cuando ella actúa frente a indicios de criminalidad respecto de un político poderoso?”

Con tantos políticos y altos exfuncionarios públicos investigados, acusados, procesados y hasta condenados por la justicia, cabe preguntarse, si estamos ante una judicialización de la política positiva —la justicia ejerciendo su derecho y su deber—, o negativa —la utilización de la justicia como medio de persecución—.

Los directamente afectados sostienen que se trata de una persecución política, pero considero que hay fundamentos que permiten negar esa hipótesis. Primero, quienes están a cargo de los procedimientos son fiscales y jueces premunidos por ley de las competencias correspondientes. Luego, que estos procedimientos abarcan a personas de las más distintas ideologías y de muy distintos regímenes políticos que tienen en común el haberse involucrado en hechos irregulares reconocidos incluso por las partes involucradas. Frente a esto último cabe discutir si esos hechos llegan a ser delitos o solo son faltas administrativas, si han prescrito o no, si hay testigos, colaboradores eficaces u otros elementos de convicción que justifiquen investigaciones y acusaciones, etc. Por último, se trata de personas que han tenido o tienen mucho poder y no han logrado un pronunciamiento internacional a su favor, como suele ocurrir ante investigaciones o detenciones arbitrarias.

Creo que estamos ante una judicialización de la política en el primer sentido, en el positivo, pues la justicia está respondiendo bien pese a su precariedad. De hecho, pueden identificarse errores o discrepancias en torno a determinadas decisiones —como la cantidad de investigados en cada caso, demoras, determinadas prisiones preventivas, etc.—, pero no se puede negar que los procesos se han movido en el marco de las atribuciones y plazos dispuestos por ley para la actuación de jueces y fiscales.

 

La judicialización de la política contra jueces y fiscales que persiguen la corrupción del poder

Para que se haya podido dar esta correcta actuación de fiscales y jueces frente a los diversos casos de corrupción vinculados al poder —incluyendo el caso de los Rolex que involucra a la actual presidenta, además de las investigaciones respecto a su hermano y uno de sus exabogados—, estos magistrados vienen haciendo frente a un fenómeno de judicialización de la política totalmente negativo, aunque negado y camuflado. Me refiero a las campañas que el Congreso, el Ejecutivo y otras instituciones vienen implementando contra los operadores de justicia a cargo de casos como “Lava Jato”, donde fiscales como Rafael Vela, José Domingo Pérez, Marita Barreto, y órganos de apoyo como la DIVIAC, lejos de estar protegidos y promovidos por quienes detentan el poder político, están enfrentados en términos generales a todos los poderes, incluidos el político, económico y mediático. La correcta judicialización de la política es respondida por una incorrecta judicialización, lo cual se traduce en campañas de difamación, sanciones y hasta en investigaciones fiscales improcedentes.

Muestra de ello ha sido la suspensión por 8 meses y medio que la Autoridad Nacional Disciplinaria del Ministerio Público ordenó contra el fiscal Vela, coordinador de los fiscales Lava Jato y de lavado de activos, considerando como falta grave el haber opinado en contra de una Resolución Judicial. La sanción ha sido dejada de lado gracias a que el PJ declaró fundada la acción de amparo correspondiente. Pero tan o más graves son las investigaciones fiscales que se han abierto contra el ex Fiscal de la Nación Pablo Sánchez, los fiscales Vela y Pérez, y el periodista de investigación Gustavo Gorriti. Estas investigaciones nunca debieron generarse, pues se trata de una imputación aberrante: que los actos de los fiscales están controlados por dicho periodista. No es gratuito que tantos los fiscales como el periodista hayan obtenido medidas cautelares de protección por parte de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, y recibido el respaldo de muchas instituciones nacionales e internacionales relacionadas con independencia de los operadores de justicia y la libertad de expresión.

Tanto operadores de justicia como periodistas pueden ser investigados, pero siempre y cuando haya graves y fundados elementos de convicción, dado lo especial de la función investigativa —penal y periodística— que cumplen”.

Tanto operadores de justicia como periodistas pueden ser investigados, pero siempre y cuando haya graves y fundados elementos de convicción, dado lo especial de la función investigativa —penal y periodística— que cumplen. Pero, por el contrario, se trata de una “investigación hostil”, tal como lo dice el mismo Gorriti. Es inexplicable que, en un proceso de amparo interpuesto por dicho periodista, recientemente hasta se haya negado la admisión de un amicus curiae presentado por la Iniciativa Globa de la libertad de Expresión de la Universidad de Columbia, firmado por reconocidos juristas, entre ellos, Catalina Botero, exrelatora especial para libertad de expresión –por dos periodos–, de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH).

 

La judicialización de la política a través del control y manipulación de instituciones

Hay otro ejemplo de judicialización de la política totalmente distinto a los ya mencionados y que tiene una connotación negativa. Me refiero al control o intento de control de la institucionalidad democrática de parte del Congreso y el Ejecutivo, sobre varios organismos que forman parte del sistema de justicia. Un ejemplo claro de este intento de control está relacionado con lo que viene ocurriendo con la Junta Nacional de Justicia (JNJ). El Congreso viene tratando de “disolver” la Junta a través de varios intentos de destitución inmediata, denuncias constitucionales y la inhabilitación de dos de sus miembros —Inés Tello y Aldo Vásquez—, todo con el fin de controlar el nombramiento de jueces y fiscales, y de los jefes de la ONPE y de la RENIEC, atribuciones propias de la Junta. Estas medidas pueden verse como represalia porque la Junta investigó y destituyó a la ex Fiscal de la Nación, Patricia Benavides. Dicha investigación se abrió cuando se hizo evidente que la exfiscal actuaba en sintonía con el Congreso, tal como quedó demostrado cuando se hizo público el intercambio de favores entre ella y diversos grupos congresales como “Los Niños” de Acción Popular, quienes votaron a favor de los intereses de Benavides al destituir a la también exfiscal Zoraida Ávalos, a cambios de no ser investigados por el Ministerio Público.

Los miembros de la Junta han logrado permanecer en sus cargos con el quorum para cumplir con sus funciones, pero la Comisión Especial encargada de elegir una nueva junta ya lanzó el concurso público en búsqueda de los nuevos miembros, siete titulares y siete suplentes. Sin embargo, este proceso viene siendo cuestionado por la total falta de transparencia, de candidatos idóneos y de participación ciudadana, tal como la expresado la Misión Internacional de Observación en dos informes, luego de visitas in situ. Desde diversos sectores se está planteando que haya un nuevo concurso, con nuevas bases que promuevan la postulación de más y mejores candidatos para evitar que la Junta pase a ser una entidad absolutamente controlada.

Hay otro ejemplo de judicialización de la política totalmente distinto a los ya mencionados y que tiene una connotación negativa. Me refiero al control o intento de control de la institucionalidad democrática de parte del Congreso y el Ejecutivo, sobre varios organismos que forman parte del sistema de justicia”.

Otra burda manera de buscar el control de la institucionalidad democrática relacionada con el sistema de justicia tiene que ver con el Tribunal Constitucional. Desde muy diversos sectores se afirma —y con razón— que estamos ante un TC claramente sumiso al poder del Congreso. Esta situación se originó tras la viciada elección de los miembros del TC, donde el Congreso promovió un concurso que no cumplió con principios básicos de meritocracia, igualdad de oportunidades o transparencia. Así, los tribunos electos no tienen un perfil idóneo para el cargo, lo que ha determinado que se expidan sentencias —generalmente con el voto en contra de Manuel Monteagudo— que favorecen al Congreso, sin importar que para ello tengan que atentar abiertamente contra la Constitución y la leyes y hasta incumplir mandatos de la Corte Interamericana de Derechos Humanos. En esa línea podemos citar fallos que han flexibilizado enormemente las posibilidades de vacar al presidente de turno y se ha hecho casi imposible que el Ejecutivo haga cuestión de confianza al Congreso, alterando totalmente el equilibrio de poderes. No olvidemos la convalidación del indulto que PPK otorgó de manera irregular a favor de Alberto Fujimori y que se ejecutó por disposición irregular del TC, pese a la oposición de la CIDH. También es elocuente que la recientemente electa presidenta del Tribuna Nacional hasta el 2026 y miembro del Opus Dei, Luz Pacheco, ha tenido declaraciones públicas incompatibles con la legalidad nacional e internacional: que debe pasarse la página frente a  las violaciones de derechos humanos aun cuando se trata de un delito imprescriptible; o que el homicidio de una mujer nunca puede ser por su condición de mujer, negando la existencia del concepto de feminicidio, entre otras muchas perlas.

La Defensoría del Pueblo es otra institución que el Congreso ha logrado controlar políticamente siguiendo un esquema ya clásico: el Legislativo simula un concurso público y se elige a una persona sin méritos profesionales y sin trayectoria democrática, quien devuelve el favor actuando en coordinación con el poder político. Me refiero a que Josué Gutiérrez, electo por el Congreso el 2023, no tiene méritos, pero sí cuestionamientos. Por ejemplo, ha sido abogado de Vladimir Cerrón, hoy prófugo de la Justicia, pero quien controla políticamente una parte significativa de Congreso. Gutiérrez, preside la Comisión Especial que, como ya dijimos, está eligiendo de muy mala manera la JNJ. Además, ha tenido iniciativas cuestionables, como la de presentar una acción de inconstitucionalidad contra la Ley de Extinción de Dominio, norma que hoy permite despojar al crimen organizado de sus bienes. Como remate, cabe mencionar que fue una de las primeras autoridades que salió a expresar su pesar por la muerte de Alberto Fujimori, sin recordar en ningún momento que se trató de un presidente que dio un golpe de estado y que fue condenado a 25 años  por graves violaciones a los derechos humanos.

El control del Jurado Nacional de Elecciones (JNE) —el órgano del sistema de justicia a cargo de resolver las controversias jurídicas en materia electoral— también está en la agenda del Congreso. Su presidente, José Luis Salas Arenas, ha estado en la mira del Legislativo desde que se enfrentó a la narrativa de fraude que se intentó instalar tras las elecciones de 2021. Por ello, han intentado acusarlo constitucionalmente pese a que la Constitución no lo permite, y están intentado cambiar la ley para que el presidente del JNE ya no sea el representante elegido por la Corte Suprema. Según el proyecto aprobado en la Comisión de Constitución el presidente del JNE sería elegido por votación de los cinco miembros del pleno del JNE. De esta manera, cualquiera de ellos podría ocupar el más alto cargo del ente electoral, lo que aumenta las posibilidades de manipulación. Los demás organismos del sistema electoral tampoco están libres de este intento de control, pues el Congreso busca que la elección de los jefes del Registro Nacional de Identificación y Estado Civil (RENIEC) y la Oficina Nacional de Procesos Electorales (ONPE) dependa de ellos y deje de ser competencia de una JNJ independiente, como lo es actualmente. Esta situación es para mí un claro ejemplo de judicialización de la política que hay que denunciar y revertir. El Congreso y el Ejecutivo están buscando controlar el sistema de justicia para que resuelvan casos y dicten medidas en función de determinados intereses políticos que se relacionan con intereses particulares y hasta ilícitos. Por ello, no es gratuito que últimamente se promulgaran normas que favorecen claramente al crimen organizado.

Los golpes contra la institucionalidad democrática son tan evidentes que, por primera vez en nuestra historia, fiscales y jueces hacen constantes pronunciamientos en contra de leyes abiertamente inconstitucionales o de fallos del TC que socavan las competencias del Poder Judicial o el Ministerio Publico. Dichos pronunciamientos suelen hacer un llamado a la ciudadanía para que defiendan el Estado de derecho. En la misma línea se puede citar los amparos o las medidas cautelares que vienen concediendo diversos jueces constitucionales del PJ contra excesos del Congreso, del Ejecutivo y hasta del TC.

Lo más grave es que esta intervención institucional se viene realizando a través de una alianza entre el Congreso y el Ejecutivo. El Congreso ha desterrado la posibilidad de la vacancia presidencial y a cambio la presidenta no observa ninguna Ley. Además, ambos poderes del Estado recurren permanentemente al TC, que casi siempre le da la razón, por más absurdas que sean sus pretensiones. Esta alianza se ha hecho mucho más visible tras la muerte de Alberto Fujimori. La presidenta Boluarte, sus ministros y el Congreso no solo declararon tres días de duelo nacional y pusieron a disposición de la familia instalaciones públicas para el velorio y la misa previos al entierro, sino que hicieron evidente su afinidad con Keiko Fujimori, quien controla el Congreso en cuanto a las votaciones. La situación ha sido tan escandalosa que ha merecido la protesta de diversos sectores, entre ellos el IDEHPUCP, y profesores PUCP vinculados a la enseñanza del derecho.

 

Conclusión

Son tiempos en los que hay procesos de judicialización de la política que son positivos y que hay que preservar y profundizar, como los pronunciamientos judiciales sobre políticas públicas que implican la defensa de derechos y libertades, las investigaciones, acusaciones y procesos fiscales y judiciales contra políticos y autoridades objetivamente sospechosos de haber incurrido en actos de corrupción u otros delitos, sin importar la ideología, como equivocadamente plantea el lawfare.

Por otro lado, hay que explicitar, denunciar y revertir los procesos de judicialización negativos, pues su carácter antidemocrático crea un campo favorable para la impunidad. Ahí tenemos las denuncias falsas de persecución política contra jueces y fiscales que cumplen con su deber; la persecución de estos jueces y fiscales y de periodista de investigación por los diversos poderes; o la intervención política de la institucionalidad democráticas.

Es necesario hacer este tipo de diferenciación, sobre todo por el marco generalizado de desinformación y fake news que rodea los poderosísimos intereses que están en juego.

 

Bibliografía

Lerner, S. (5 de noviembre de 2018). ¿Judicializar la política?. IDEHPUCP. Recuperado de https://idehpucp.pucp.edu.pe/boletin-eventos/judicializar-la-politica-por-salomon-lerner-18383/

Ministerio Público. (2024). Pronunciamiento del Ministerio Público [PDF]. Recuperado de https://cdn.www.gob.pe/uploads/document/file/6473496/5654320-pronunciamiento-del-ministerio-publico.pdf?v=1718283866

Tribunal Constitucional. Expediente 0009/0010-2007-PI/TC. 29 de agosto de 2007

Zaffaroni, E., Caamaño, C. y Vegh Weis, V. (2020). ¡Bienvenidos al Lawfare! Manual de pasos básicos para demoler el derecho penal. Capital Intelectual. Recuperado de https://drive.google.com/file/d/1i_Ma5nQ7HcxN8FMq1nX9xgl1D6veIO8Y/view?usp=sharing