Al llegar al pueblo de Pujas, en el corazón de los Andes peruanos, lo primero que se percibe es la complejidad del paisaje: los cerros ocultos por la neblina, el río que discurre en silencio abajo y, de pronto, un sentimiento sobrecogedor que evidencia lo efímero de nuestra existencia y la relatividad de nuestra percepción del tiempo. En ese instante, uno trata de dimensionar lo que implica esperar 37 años. Solo al observar cómo la neblina se disipa lentamente sobre los cerros y descubrir que el reloj apenas ha avanzado diez minutos, se comprende cómo el paso del tiempo moldea la tristeza de miles de familias que aún esperan despedir a sus muertos y cerrar un duelo inconcluso.
Desde 2010, cuando comencé a documentar estos casos—y al igual que muchos colegas—he buscado aportar un testimonio visual de esta parte de la historia, que en muchos casos se ha reducido a una cifra más dentro de la estadística de los miles de desaparecidos que dejó el conflicto armado interno. He intentado ir más allá del registro documental, imaginar la densidad del duelo, acercarme a aquello que mantiene en vigilia a quienes han perdido a sus seres queridos, comprender la urgencia de justicia y la complejidad de una reconciliación aún pendiente.
Sobre todo, me interesa lo que los huesos pueden decir. Más allá de la retórica forense y su lectura técnica, existe una relación simbólica mucho más poderosa: los restos nos trascienden, y en ellos los huesos se convierten en prueba, consuelo y lenguaje. La geografía de los Andes peruanos anticipa la lectura de un territorio herido, tanto en su forma como en la memoria de los hechos que presenció. Sin embargo, la resiliencia de sus pobladores y la fraternidad de las familias que comparten lo poco que tienen durante los velorios restituyen parte de la humanidad que se desvirtuó en los años de violencia. Es desde esa colectividad que las historias se entrelazan en un solo relato.
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