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Zósimo Hilario, cuyo padre y doce familiares fueron asesinados por una patrulla del ejército en 1991, parte del caso "Santa Bárbara".
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La madre de Antonio Espinoza, sentada en la casa de su hijo, el que fue su hogar hasta que él fue secuestrado y asesinado por el grupo terrorista Sendero Luminoso. Después del secuestro su casa fue quemada, por lo que su esposa Cirila no pudo regresar con sus hijos durante varios años. Después de 37 años, los restos de Antonio fueron devueltos a la casa para ser velados por su familia.
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El 17 de enero de 1984, alrededor de las 4:00 a.m., un escuadrón del grupo terrorista Sendero Luminoso entró en la casa de la familia Morales mientras dormían. Sin un motivo conocido, mataron a los cuatro adultos: Claudio Morales, Lucila Morales, Víctor Morales y Catalina Limaco. Víctor y Catalina tenían cinco hijos de entre 1 y 12 años, quienes presenciaron los asesinatos y vivieron con los cuerpos durante cuatro días debido al aislamiento de su hogar.
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Sobrina del desaparecido Walter Camino López (en la foto) durante la ceremonia de colocación de piedras conmemorativas de las víctimas del conflicto armado, en el memorial "El ojo que llora”.
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Indalesio Pérez de la Cruz (79 años) junto a la fotografía de su padre Aquilino, enterrado después de 37 años de espera desde que una patrulla del Ejército Peruano lo asesinó. El 14 de agosto de 1985, 69 campesinos del distrito de Ayacucho de Accomarca fueron ejecutados extrajudicialmente por tropas militares en la zona llamada Lloccllapampa, uno de los casos más conocidos del conflicto armado interno. Más de 37 años después de la masacre, los restos fueron entregados a los familiares en una ceremonia en el pueblo de Accomarca. Fueron velados y enterrados, cerrando el proceso de luto que había estado suspendido por muchos años.
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Alejandrina Valenzuela frente a los ataúdes de sus padres durante el servicio memorial para 74 personas del distrito de Chungui, realizado en el edificio municipal de Huamanga – Ayacucho.
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Restos de ropa de una persona desaparecida en el Museo de la Asociación Nacional de Familiares de Secuestrados, Detenidos y Desaparecidos del Perú en Huamanga.
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Un habitante de Jacaspampa sostiene el retrato de Claudio Morales, presidente de la comunidad de Ocros asesinado por el grupo terrorista Sendero Luminoso en Ayacucho en 1984.
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En mayo de 1983, un escuadrón del grupo terrorista Sendero Luminoso secuestró a más de veinte personas en el pueblo de Pujas, la mayoría jóvenes. Los cautivos fueron obligados a recorrer durante tres días las montañas de Ayacucho para reunirse con otro grupo subversivo. En el trayecto se desató un enfrentamiento con el Ejército y la Policía. Dieciocho personas sobrevivieron y fueron interrogadas por las fuerzas del Estado. Sin embargo, como no creyeron la historia del secuestro, las obligaron a cavar una tumba para luego ser ejecutadas cerca del cementerio de Río Blanco. En 2008, se exhumaron 25 cuerpos relacionados con el caso, pero la identificación quedó incompleta. Tuvieron que pasar 11 años para que finalmente los cuerpos fueran devueltos a sus familias, casi cuatro décadas después de los hechos.
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Jorge Noriega en el monumento que se construyó en el lugar donde se encontraron los restos de su hijo tras 20 años de desaparecido. En la madrugada del 2 de mayo de 1992, el grupo paramilitar 'Colina' secuestró a 9 campesinos del distrito de Santa. Después de casi 20 años de desaparición, los restos fueron encontrados y entregados a sus familiares. Este fue uno de los casos más resonantes durante la dictadura de Alberto Fujimori, quien fue condenado por violaciones de derechos humanos. En el Perú hay cerca de 16 000 personas desaparecidas relacionadas al conflicto armado interno (1980-2000).

Artículos

Portafolio Revista Memoria N°44

El idioma de los huesos

Musuk Nolte

Por: Musuk NolteFotógrafo

Al llegar al pueblo de Pujas, en el corazón de los Andes peruanos, lo primero que se percibe es la complejidad del paisaje: los cerros ocultos por la neblina, el río que discurre en silencio abajo y, de pronto, un sentimiento sobrecogedor que evidencia lo efímero de nuestra existencia y la relatividad de nuestra percepción del tiempo. En ese instante, uno trata de dimensionar lo que implica esperar 37 años. Solo al observar cómo la neblina se disipa lentamente sobre los cerros y descubrir que el reloj apenas ha avanzado diez minutos, se comprende cómo el paso del tiempo moldea la tristeza de miles de familias que aún esperan despedir a sus muertos y cerrar un duelo inconcluso.

Desde 2010, cuando comencé a documentar estos casos—y al igual que muchos colegas—he buscado aportar un testimonio visual de esta parte de la historia, que en muchos casos se ha reducido a una cifra más dentro de la estadística de los miles de desaparecidos que dejó el conflicto armado interno. He intentado ir más allá del registro documental, imaginar la densidad del duelo, acercarme a aquello que mantiene en vigilia a quienes han perdido a sus seres queridos, comprender la urgencia de justicia y la complejidad de una reconciliación aún pendiente.

Sobre todo, me interesa lo que los huesos pueden decir. Más allá de la retórica forense y su lectura técnica, existe una relación simbólica mucho más poderosa: los restos nos trascienden, y en ellos los huesos se convierten en prueba, consuelo y lenguaje. La geografía de los Andes peruanos anticipa la lectura de un territorio herido, tanto en su forma como en la memoria de los hechos que presenció. Sin embargo, la resiliencia de sus pobladores y la fraternidad de las familias que comparten lo poco que tienen durante los velorios restituyen parte de la humanidad que se desvirtuó en los años de violencia. Es desde esa colectividad que las historias se entrelazan en un solo relato.

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