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Artículo Revista Memoria N°44

Los derechos humanos en la era Trump: un punto de inflexión con impacto global

Jaime Cordero

Por: Jaime CorderoDocente universitario, magíster en Ciencias Políticas y periodista.

Con los antecedentes de su primer gobierno, era sencillo anticipar que el retorno de Donald Trump a la presidencia de los Estados Unidos iba a suponer malas noticias para los defensores de los derechos humanos. Era previsible el regreso a la agresiva retórica, la permanente crítica a los avances en libertades civiles y la confrontación —cuando no, los ataques directos— con los migrantes, la comunidad afroamericana, el colectivo LGTBIQ+ y otras minorías. Buena parte de ello, enmarcado en una categoría (lo ‘woke’), identificada como un enemigo declarado.

No sólo era algo que había anunciado y se había convertido en uno de los temas más recurrentes de su campaña. Al fin y al cabo, todo eso ya se había visto, con diversas intensidades y énfasis, durante el primer gobierno de Trump, entre 2017 y 2021. Y todo eso, en efecto, ha vuelto a ocurrir, pero con una intensidad inusitada, incluso para lo que se esperaba del flamante presidente. Como si, en esta segunda oportunidad al frente de la superpotencia, Trump fuera consciente de que no tiene tiempo que perder para implementar su agenda; y que en medio de esos planes las libertades civiles y los derechos humanos son a veces un obstáculo y otras un objetivo que es preciso destruir.

Es en ese contexto que organizaciones como la American Civil Liberties Union (ACLU), Amnistía Internacional y Human Rights Watch (HRW), entre otras, no se tardaron en alertar el rápido avance y la agresividad de las políticas de la administración Trump. De hecho, apenas dos días después de haberse instalado en la Casa Blanca, el 22 de enero de 2025, HRW ya advertía que, entre las numerosas órdenes ejecutivas que el nuevo presidente firmó en su primer día al frente del gobierno, había muchas que suponían graves amenazas a los derechos humanos, especialmente de poblaciones que ya son altamente vulnerables o sufren persecución, como los refugiados y las personas que buscan asilo y otras formas de protección por razones humanitarias.

La ofensiva no se detuvo allí. Por el contrario, empeoró. Es así que, en una línea similar al comunicado de HRW, el 13 de febrero de 2025 la ACLU advertía, mediante un comunicado firmado por el director de su programa de derechos humanos, Jamil Dakwar que “en apenas una semana, el presidente Donald Trump ha lanzado el asalto contra los derechos humanos más sistémico y agresivo en la historia de la presidencia de los Estados Unidos”.

Llevaba entonces tres semanas en la Casa Blanca, pero la agenda trumpista estaba a toda máquina. Para ese momento, el gobierno estadounidense ya había iniciado —también, a través de ‘órdenes ejecutivas’— su agresiva política antimigratoria y el desmontaje de su agenda de cooperación (USAID), pero la ACLU advertía sobre otras medidas. Entre ellas, la decisión de retirarse del Consejo de Derechos Humanos de Naciones Unidas, el anuncio de sanciones contra las personas que participen en las investigaciones que lleva a cabo la Corte Penal Internacional (CPI) que involucren a EE.UU. y sus aliados (especialmente, Israel) y su declarada intención de impulsar una limpieza étnica en la franja de Gaza, disfrazada de refundación.

Las noticias, desde entonces, no dan respiro. Por esos mismos días Trump insistió en la necesidad de poner fin a la ciudadanía por derecho de nacimiento (‘derecho de suelo’), lo que supondría realizar una enmienda a la constitución. Y en las últimas semanas se han empezado a dar a conocer más detalles de las condiciones de reclusión de las personas que caen en las redadas antimigración irregular que, con creciente frecuencia, viene implementando el servicio de control de inmigración y aduanas (ICE, por sus siglas en inglés) e, incluso, presuntos maltratos contra personas que ingresaron a los Estados Unidos como visitantes, con todos los papeles en regla, y que habrían sido detenidos y deportados únicamente por haber emitido opiniones críticas contra Trump o su gobierno en alguna red social.

Todo esto parece llevar a la conclusión de que la situación de los derechos humanos en los Estados Unidos se encuentra ahora mismo, en el punto más bajo de su historia reciente. Sin embargo, cabe preguntarse también si la retórica antiderechos y las políticas que viene implementando Trump representan un viraje radical respecto a la postura de los Estados Unidos en relación a los derechos humanos; o si, más bien, lo que estamos observando ahora es sólo una versión más agresiva y estridente de una serie de políticas que vienen implementándose desde hace varias administraciones, pero que recién ahora desencadenan las alertas generalizadas.

En febrero del 2025, Donald Trump firmó un decreto que separaba a Estados Unidos del Consejo de Derechos Humanos de la ONU.

«En apenas una semana, el presidente Donald Trump ha lanzado el asalto contra los derechos humanos más sistémico y agresivo en la historia de la presidencia de los Estados Unidos».

Jamil Dakwar

Cuestionamientos de larga data

El cuestionamiento es pertinente en tanto las críticas sobre la postura de Washington respecto a los derechos humanos no son nuevas. Lejos de tener como punto de partida el 20 de enero de 2025, se remontan a varias administraciones y alcanzan tanto al partido republicano como a los demócratas.

Basta señalar —por citar un ejemplo reciente— el decidido apoyo que brindó Washington, con Joe Biden como presidente, a Israel en su campaña militar en la franja de Gaza, pese a las constantes evidencias de que las operaciones militares de las fuerzas armadas israelíes ya estaban causando sistemáticas violaciones a los derechos humanos de la población civil vulnerable en el enclave. Y también, en la misma línea, sería pertinente recordar que fue durante los ocho años que duró la administración de Barack Obama que Estados Unidos alcanzó sus cifras más altas de deportaciones de migrantes. Por no hablar del uso generalizado de drones en operaciones militares que impulsó su gobierno y que generó numerosas víctimas inocentes.

Estados Unidos ha mantenido históricamente una posición compleja y contradictoria en materia de derechos humanos. Desde su fundación, el país ha presentado una dualidad fundamental: un discurso fundacional de libertad y dignidad que ha coexistido durante cerca 250 años con prácticas sistemáticas de exclusión y violación de derechos, especialmente de minorías, como la población originaria, los afroamericanos y, más recientemente, los migrantes.

Los principios de la Declaración de Independencia y la Constitución de EE.UU. han sido constantemente desafiados por la práctica social y la política real. ¿A qué se debe esta aparente paradoja? La búsqueda de una posible explicación podría partir de la afirmación de que la idea estadounidense de las libertades civiles es bastante anterior al desarrollo que dio lugar a los derechos humanos y que, a lo largo de la historia, ambas nociones no siempre han coincidido. Y, si bien los Estados Unidos adoptaron los derechos humanos en el contexto de la posguerra como parte de su posicionamiento internacional en la Guerra Fría, el país nunca se comprometió con una aplicación plena de los mismos, ni dentro ni fuera de sus fronteras. En el ámbito doméstico, una evidencia clarísima es la prevalencia de la pena capital en un importante número de estados; en la escena internacional, dice bastante que nunca haya suscrito el Estatuto de Roma y se mantenga al margen de la jurisdicción de la Corte Penal Internacional. Y esto por no hablar del apoyo que, durante décadas, brindó Washington a regímenes autoritarios de distintas partes del mundo.

Sería, entonces, engañoso presentar el actual clima antiderechos que se vive con Trump como una anomalía total en la historia estadounidense. De hecho, muchas de las políticas que estamos viendo desplegarse en estos días distan de ser ‘innovaciones’ y más bien pueden interpretarse como versiones más radicales de prácticas muy presentes en el país. Es el caso de las políticas migratorias, de la tendencia a militarizar las fronteras y el uso del aparato estatal con fines de control social, bajo el pretexto de la defensa y la “seguridad nacional”.

Viejas prácticas y nuevos énfasis

«Muchas de las políticas que estamos viendo desplegarse en estos días distan de ser ‘innovaciones’ y más bien pueden interpretarse como versiones más radicales de prácticas muy presentes en el país».

La postura ambivalente de Washington respecto a los derechos humanos, entonces, no es nueva ni nació con Donald Trump. Sin embargo, a la luz de lo que se viene apreciando, queda claro que el país está entrando en una nueva etapa de radicalización, en la que podemos apreciar de manera más descarnada como se expresan las tendencias supremacistas y de exclusión que, pese a todo, siguen vivas en la sociedad estadounidense. En ese sentido, quizás una de las ‘innovaciones’ de la administración Trump es su decidido afán por atacar y desmontar lo que interpreta como ‘corrección política’, y permitir que las pulsiones regresivas vuelvan a tener un papel central y dominante en la discusión político social de su país y por extensión, del mundo entero.

Una parte central de este enfoque antiderechos es la retórica agresiva contra todo aquello que se opone a la idea supremacista de país que defiende Trump. Y en esto se diferencia claramente de los discursos de anteriores presidentes. Siguiendo la línea de otros líderes de la derecha nacionalista y radical en el mundo, Trump no tiene inconvenientes en señalar a lo foráneo como el principal enemigo de Estados Unidos. Es la línea del populismo nacionalista más extremo: ese que encuentra más fácil hallar en todo lo que viene de fuera los problemas más álgidos del propio país. Y esa narrativa va de lo micro a lo macro, con matices a veces desopilantes.

Así, en la mirada de Trump, los migrantes son responsables no sólo de quitarles el empleo a los estadounidenses, también tienen la culpa del incremento del crimen y hasta se devoran a las mascotas de la ‘gente de bien’. De manera similar, la explosión en el consumo de fentanilo es culpa de México, Canadá y China, que permiten o —siempre según su narrativa— alientan el ingreso de los precursores de este potente estupefaciente a su país. Pero desde una perspectiva incluso más macro, Trump también sostiene con fervor que el sistema internacional basado en la cooperación —un sistema que EE.UU. promovió y durante mucho tiempo lideró—, es en realidad una trampa perversa diseñada para minar su hegemonía y ‘aprovecharse’ de su país. Esa es, de hecho, la lectura que hace Trump de entidades multilaterales, como la OTAN y la Unión Europea.

Todos esos acentos quedaron claros en el discurso que el presidente dio ante el congreso de su país el pasado 4 de marzo, y que tuvo como propósito central la proclama de que la promesa del make America great again finalmente se estaba cumpliendo y que, con Trump al mando, Estados Unidos estaba ingresando a una “edad de oro”. Un discurso sumamente extenso y confrontacional que estuvo dedicado en gran parte a fustigar a sus adversarios y reivindicar como logros haber iniciado el desmontaje de políticas de inclusión de minorías. Por ejemplo, las iniciativas de igualdad de género en las fuerzas armadas y, en general, la consigna de desmontar todas las políticas de diversidad, equidad e inclusión (DEI) en las agencias del gobierno.

Representantes demócratas sostienen carteles de protesta durante el primer discurso de Donald Trump, el 4 de marzo del 2025.

En suma, quedó claro luego de ese discurso que Trump ha convertido en piedra angular de su proyecto de “regeneración” de la supremacía estadounidense la erradicación de todo lo que denomina ‘ideología woke’, un concepto que, para él, es equiparable a la debilidad.

Sin embargo, también es interesante anotar que, siguiendo una línea que también se pudo apreciar en anteriores administraciones, los gobiernos de Trump han mostrado una postura ambigua respecto a los derechos humanos. Por un lado, promueve sanciones contra gobiernos considerados autoritarios, como Venezuela, Cuba e Irán, argumentando la necesidad de presionar por un cambio democrático. Sin embargo, su relación con otros gobiernos con historiales cuestionables en derechos humanos, como Arabia Saudita y Rusia, es mucho más indulgente.

Un caso paradigmático de esta postura fue el asesinato del periodista Jamal Khashoggi en 2018, dentro del consulado saudí en Estambul. A pesar de que informes de inteligencia estadounidenses concluyeron que el príncipe heredero Mohamed Bin Salmán estuvo involucrado, Trump optó por mantener estrechas relaciones con Arabia Saudita, priorizando intereses económicos y estratégicos sobre otras consideraciones vinculadas a los derechos humanos. Algo similar a lo que se aprecia actualmente en la estrecha relación entre Donald Trump y el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, contra quien pesa una orden de arresto emitida por la CPI en 2024.

En el caso de China, Trump viene adoptando una postura agresiva en términos comerciales, pero inconsistente en su defensa de los derechos humanos. En este caso, la condena que hizo su primera administración a la represión contra los uigures en Xinjiang y la erosión de libertades en Hong Kong fue interpretada como parte de una estrategia geopolítica más amplia, y no tanto como la expresión de un compromiso genuino con los derechos humanos.

La libertad de expresión como campo de batalla

Otro punto en el que Trump ha marcado una importante diferencia respecto a anteriores presidentes de su país es su relación con la prensa y en general con la libertad de expresión. Su relación con los periodistas ha sido siempre ríspida y de constante confrontación, pero en esta oportunidad ha llegado al extremo de calificar repetidamente a los medios de comunicación tradicionales como «enemigos del pueblo», una actitud que ha generado preocupación entre organizaciones como Reporteros Sin Fronteras y Human Rights Watch, entre otras.

«Finalmente, es relevante señalar que el impacto de la retórica de Trump sobre los derechos humanos no se limita a Estados Unidos, sino que también influye en la política de otros países».

En su nuevo gobierno, Trump ha redoblado los ataques e insistido en su estrategia de comunicarse directamente a través de sus redes y castigar a los medios que no se pliegan incondicionalmente a sus narrativas. Un caso paradigmático es el de la agencia Associated Press, que se negó a la denominación “Golfo de América” en lugar de “Golfo de México”, como pretende el gobierno. En represalia, la Casa Blanca le quitó el acceso al despacho oval y al avión presidencial —el ‘Air Force One’— y ha mantenido a sus periodistas apartados del pool que cubre las actividades presidenciales. La AP ha llevado el caso a los tribunales.

Trump también ha amenazado con revocar licencias de medios de comunicación críticos y, en general, alienta la desconfianza hacia la prensa, a la que considera una fábrica de “noticias falsas”. Todo genera un ambiente de hostilidad hacia la prensa que en más de una ocasión se ha traducido en ataques verbales y físicos a periodistas en eventos públicos y manifestaciones.

Una retórica de impacto global

Finalmente, es relevante señalar que el impacto de la retórica de Trump sobre los derechos humanos no se limita a Estados Unidos, sino que también influye en la política de otros países. Su enfoque nacionalista y su notorio desprecio por los mecanismos internacionales de protección de derechos humanos sirve como modelo y refuerzo para líderes populistas y autoritarios en diversas partes del mundo. Y a ello se suma la nada disimulada afinidad —que a veces parece admiración— por líderes para nada democráticos, como Xi Jinping o Vladimir Putin.

Durante su primer gobierno, figuras como Viktor Orbán en Hungría encontraron un respaldo implícito a su agenda antiinmigración y de endurecimiento de las políticas fronterizas. Lo mismo puede decirse de Italia, primero con Matteo Salvini y ahora con Giorgia Meloni.

En ese sentido, parece evidente que la retórica de «primero el país» promovida por Trump fortaleció la legitimidad de posturas políticas que favorecen el cierre de fronteras y la erosión de los derechos de los migrantes y refugiados en esos y otros países. Pero la apuesta del nuevo gobierno estadounidense ahora va más allá, con el respaldo abierto a movimientos políticos de ultraderecha, como Alternativa para Alemania (AfD), algo que quedó bastante en evidencia durante la presentación del vicepresidente JD Vance en la Conferencia de Seguridad de Munich, en febrero de 2025.

Estamos, claramente, ante una ofensiva antiderechos enmarcada en una mirada de las relaciones internacionales rabiosamente realista, que reniega y mira con desprecio el orden mundial basado en la cooperación y en reglas comunes aceptadas por los Estados. Entre ellas, los derechos humanos. Para Trump, lo único que cuenta es el poder entendido en versión más dura: la fuerza bruta del poderío militar y un uso abusivo del poderío económico. ¿Hasta dónde podrá llevar Trump a su país, si sigue en este camino? Eso está por verse y dependerá, en gran medida, de si el resto de potencias democráticas del mundo logran articularse y hacerle frente y de cuánta resiliencia e independencia demuestren las instituciones de su propio país, especialmente, las instancias judiciales y las encargadas de hacer respetar su propia constitución.

Todo esto lo descubriremos en los próximos años. Por lo pronto, la experiencia de Trump evidencia que los derechos humanos en Estados Unidos son un campo de batalla permanente. Cada avance ha sido resultado de denodadas, complejas y difíciles luchas sociales; y cada retroceso muestra la fragilidad de las conquistas. Suele decirse que la democracia, los derechos y las libertades son cosas que hacemos mal en dar por sentadas. Hoy la frase se está revelando como terriblemente certera.

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