Hace unos meses, antes de morir, el papa Francisco decidió disolver el Sodalicio de Vida Cristiana como conclusión de un duro proceso originado por denuncias de abuso de diversa índole que luego incluyó otro tipo de cuestionables actuaciones. Los hechos son de dominio público, e implican acusaciones y varios escándalos por despojo y/o tráfico de tierras[1], ocultamiento de patrimonio mediante empresas offshore[2], denuncias a los periodistas que revelaron las malas prácticas[3], y entre otros, el tema más grave, el abuso de menores y el encubrimiento de estas denuncias. Me referiré sobre todo a este último punto.
Las experiencias de abuso, hostigamiento, acoso o similares son siempre dolorosas y lamentables. Sin duda, cuesta verlas de frente. Peor aún, cuando concurren dos factores: primero, suceden en espacios aparentemente protegidos como el hogar, la escuela o una iglesia; segundo, las víctimas son menores de edad, la parte más indefensa de la sociedad. Conviene no pasar rápidamente la página. Como sociedad, no solo como Iglesia, tenemos mucho que aprender y mejorar.
“La vergüenza debe cambiar de bando”
Históricamente la sociedad ha considerado estos temas como tabúes. Se ha preferido no hablar de ellos. A veces solo se murmuraba o se sabía entre los pocos implicados. No parecía políticamente correcto destapar el asunto. Denunciar que un padre abuse de su hija o un sacerdote de un adolescente no era fácil de aceptar. Pero los tiempos cambian. Al estar más acostumbrados a la negación, las víctimas se han visto presionadas a callar su dolor por vergüenza o miedo al señalamiento, al juzgamiento, a la revictimización. Ante denuncias por diversas formas de abuso no han faltado comentarios como “no te creo”, “seguro lo consentiste”, o incluso “¿Qué habrás hecho? Seguro te lo mereces”. Frente a estas actitudes, debemos preguntarnos con sinceridad: ¿es razonable creer que los menores eran los instigadores y responsables de su propia violación?
Por ello, podríamos comenzar por hacer nuestro el lema de Gisele Pelicot: “La vergüenza debe cambiar de bando”[4]. ¿A qué mujer no le sería doloroso enterarse de que sufrió violaciones por decenas de sujetos por arreglo de su propio esposo mientras este la sedaba? La monstruosidad del caso produjo notoriedad. Sin desearlo, Gisele atrajo todos los reflectores. No se intimidó. Tuvo el coraje de enfrentar públicamente el proceso. Reflexionaba: ¿por qué tienen que ser las víctimas quienes sienten vergüenza? Más bien, deberían experimentarla, en primer lugar, los perpetradores. Parte del triunfo y poder de muchos de estos precisamente consiste en lograr que las víctimas carguen con la culpa, el miedo, la vergüenza y otros pesos. Pero la culpa debe ser para los culpables.

En segundo lugar, otra dosis de vergüenza también debería recaer en las autoridades. El abuso en una iglesia, una familia o una escuela, no se trata de un asunto privado. Cuando están en juego los derechos fundamentales, se trata de un tema público que debe ser prevenido y combatido por los sistemas de justicia y las autoridades. En el Perú, tardíamente se ha reaccionado al respecto. Por ejemplo, algunas actuaciones de la justicia frente a las denuncias contra el fundador del Sodalicio, Luis Fernando Figari, fueron bastante cuestionables. En enero del 2017, la fiscal a cargo del caso solicitó su archivamiento porque, según su parecer, no había suficientes pruebas[5]. En cambio, otros discutían si cabía la prescripción del delito de violación a menores dado que algunos hechos se remontaban a más de dos décadas. El Artículo 173 del Código Penal, sobre violaciones a menores, ha sido modificado en 1994, 1998, 2001, 2004, 2006, 2013 y 2018 extendiendo los años de castigo de modo que sea más difícil utilizar el argumento de la prescripción.
Por último, la vergüenza deberíamos sentirla todos. Hemos faltado al deber moral de involucrarnos más, de estar más atentos a denunciar y exigir mayor fiscalización. Los abusadores actúan en una sociedad, la nuestra; las autoridades políticas y judiciales se deben a una, la nuestra; y, sobre todo, habría que recordarnos que aquellos menores que fueron víctimas pertenecen a una: la nuestra. En grado menor que los grupos anteriores, somos también responsables de no crear espacios seguros y no proteger a la parte más débil de nosotros.
La reserva moral versus la incredulidad social
Adjudicarse la autoridad moral ha posicionado a líderes de lo sagrado en situaciones de poder frente a sus fieles devotos. Luego, parte del descrédito que sufren algunas instituciones religiosas se debe precisamente al contradecir lo que predican. Desde la antigüedad, las religiones y sus instituciones han cumplido, entre otros roles, uno moralizador. Sin embargo, en tiempos antiguos también, probablemente ninguna ha estado exenta de fallo o al menos ambigüedad; es decir, sus líderes y seguidores no han cumplido los mandatos o normas éticas que pregonan.
Parece que el propio Jesús era muy consciente de los riesgos de una moral religiosa rigorista y de que las personas a cargo de ella podían tergiversar el mensaje más profundo; cuando no, también, aprovecharse de él. En reiteradas ocasiones, los evangelios ilustran a un Jesús crítico de una ley o moral que se observa exteriormente, digamos, para las cámaras o grandes apariciones públicas mientras que, en privado, cuando nadie nos ve, no refleja lo que deberíamos ser. La parábola del Buen Samaritano (Lucas 10) ejemplifica muy bien una advertencia de Jesús a los primeros cristianos: no basta decirse o creerse religioso. Parece obvio que el primer mensaje de la parábola consiste en promover la solidaridad o el amor al prójimo como a sí mismo. Pero resulta curiosa, por decir lo menos, la forma en que Jesús ilustra el relato, que se resume a continuación. Un hombre ha sido herido por unos ladrones. Tres personas pasan por ese camino: un sacerdote, un levita y un samaritano. Solo el último de los tres actúa acorde al mandato de la religión cristiana, amar a los demás como a uno, mandato que, por cierto, es bastante común a las grandes religiones y muchas culturas tradicionales. El sacerdote de la historia ocupa un rol semejante al de los sacerdotes o clérigos modernos. El levita podría ser representado hoy por las personas laicas[6]: aquellas que participan de la vida parroquial –catequistas, asiduos feligreses, etc. Pues bien, ambos, sacerdote y levita, quedan ridiculizados. Son los inauténticos religiosos del relato. En cambio, el bueno es el samaritano, quien precisamente representa a un pueblo catalogado como despreciable o de menor valor moral.
Pese a las advertencias de Jesús, históricamente en sociedades cristianas, se ha asumido que los religiosos profesionales –sacerdotes y laicos de la historia real– encarnan la moral. No solo la predican sino que, casi por magia divina, la representan en su actuar. Por eso, ante la aparición de pruebas de abuso sexual en contextos eclesiales, costaba creer o resultaba más llamativo, irritante e insoportable que actuaran tan mal, que lejos de servir al prójimo se aprovecharan de este, incluyendo menores y otras personas vulnerables. Lo mismo se puede decir de otras iglesias cristianas y otras religiones.
Hoy somos menos ingenuos. Pero no todos, ni en el mismo grado. Sacerdotes, religiosos y religiosas, laicos y laicas, son seres humanos. Si la Iglesia misma encabezaba y reproducía un discurso que, en largos periodos, acentuaba la santidad acrítica de los miembros que participan de ella y, más aún, de quienes la representan, corresponde, una vez más, bajarse de la nube y reconocer que todos nos equivocamos. No somos perfectos; menos, si lo negamos.
Dos pecados en la Iglesia: el abuso y la complicidad
En una carta de perdón a los católicos irlandeses, Benedicto XVI exponía las posibles causas detrás del abuso de menores.
«Si era tan grande este fenómeno, ¿cómo es que no pudimos ver al elefante? ¡Por miedo al qué dirán! Corre un lema muy sonado en estas tierras: “Dios perdona el pecado, pero no el escándalo”. El propio Benedicto XVI reconocía que el escándalo pudo más. La defensa de la buena imagen requería secretismo y complicidades varias en sendos niveles».
Procedimientos inadecuados para determinar la idoneidad de los candidatos al sacerdocio y a la vida religiosa; insuficiente formación humana, moral, intelectual y espiritual en los seminarios y noviciados; una tendencia en la sociedad a favorecer al clero y otras figuras de autoridad y una preocupación fuera de lugar por el buen nombre de la Iglesia y por evitar escándalos, cuyo resultado fue la falta de aplicación de las penas canónicas en vigor y la falta de tutela de la dignidad de cada persona[7]
Reconocía así, Benedicto XVI que el temor a ensombrecer la reputación de la Iglesia, su autoridad moral, ha primado frecuentemente sobre el padecer de las víctimas. En sociedades democráticas que se definen como tales a partir de elementos como la defensa de la dignidad y los derechos fundamentales, la imagen de las instituciones no puede estar por encima de ellos. Tal vez algunos no acudan a iglesias, sino a instituciones, más bien, seculares como clubes culturales o deportivos, incluso partidos políticos que pueden haber ocupado el vacío que la religión ha dejado. Sin embargo, la advertencia es para todos: ninguna de esas instituciones está por encima de los derechos humanos; ningún líder mesiánico tampoco.
El Sodalicio es el caso más publicitado, más aún en una época de internet y redes sociales, de abuso en el Perú. Pero no se trata de un eslabón único. El abuso, en general, sexual, en particular, es un fenómeno amplio. Como vengo repitiendo, ha sucedido en muchas iglesias cristianas y religiones. En el catolicismo, en las últimas décadas son decenas los países donde se acumulan denuncias contra miles de sacerdotes de diversa formación o procedencia. Mal haríamos en señalar solo a las órdenes o congregaciones catalogadas de “conservadoras” o “reaccionarias” en el seno de la Iglesia. Ha sucedido también en grupos más “progresistas” o “abiertos”. Además, ha ocurrido en órdenes religiosas, en asociaciones laicales, en parroquias, etc.

Si era tan grande este fenómeno, ¿cómo es que no pudimos ver al elefante? ¡Por miedo al qué dirán! Corre un lema muy sonado en estas tierras: “Dios perdona el pecado, pero no el escándalo”. El propio Benedicto XVI reconocía que el escándalo pudo más. La defensa de la buena imagen requería secretismo y complicidades varias en sendos niveles.
Hoy se habla mucho de los abusos de parte de sacerdotes y religiosos particularmente cuando la víctima era un menor de edad. Tal vez la atención morbosa de la población se ensaña con el hecho por el elemento homosexual. Sin embargo, hay también documentación sobre abuso de mujeres por parte de mujeres, no solo en un sentido sexual sino en uno amplio. Por ejemplo, la Confederación Latinoamericana y Caribeña de Religiosas y Religiosos (CLAR) publicó hace no mucho un libro intitulado Vulnerabilidad, abusos y cuidados en la vida religiosa femenina[8]. Un sondeo entre 1 418 religiosas en 23 países concluye que una de cada cinco había sufrido algún tipo de abuso en entornos eclesiásticos. Estos incluyen abuso físico, psicológico e incluso sexual, a veces por parte de la superiora o la consejera espiritual. Se trata pues de un problema común, un elefante que no se puede esconder cerrando la puerta del templo.
La obediencia como dominio
El poder no es simplemente una dimensión o espacio más de la vida social, sino que la atraviesa por entero. ¿Qué significa esto? Primero, a buena parte de la ciudadanía, hasta el día de hoy, le parece que el principal lugar de poder, donde este se manifiesta claramente, es la política o el sistema de justicia. Por supuesto que es correcto, porque los políticos que obtienen el poder ―por ejemplo, el gobierno o el congreso― controlan el aparato público y las leyes. Es más, ostentan el monopolio de la fuerza: son los únicos autorizados a utilizar la policía o el ejército. Segundo, siendo lo anterior correcto, no es toda la verdad. Existen relaciones de dominio incluso en los espacios más cotidianos o inadvertidos como las familias, las escuelas y, entre otros, ciertamente, las iglesias. Entre amiguitos de un jardín de infancia, entre pastores y feligreses, entre hermanos en una familia, etc., existen relaciones de poder: uno domina más que el resto y a veces para el mal. ¿Acaso no hay bullying escolar, por ejemplo? ¿Acaso no era común que en las relaciones de pareja los hombres utilizaran la violencia?
Muchos episodios de abuso, como los citados anteriormente, utilizan la fuerza física. Pero en los grupos religiosos existen otras posibilidades. Volviendo al caso del Sodalicio, este nos devela modos de actuación del poder que suelen pasar inadvertidos y, curiosamente, contradicen también las propias fuentes de la fe cristiana. Un joven con carencias materiales puede acercarse en busca de solidaridad; otro con carencias afectivas en busca de compañía; otro con el deseo honesto de encontrar a Dios. Por ello, el abusador no requiere emplear la violencia física en muchos casos. Le basta su situación de poder: provee el dinero, crea una sensación de dependencia emocional o, simplemente, apela a su estatuto religioso o moral para ordenar según su voluntad. Así, factores económicos, psicológicos o incluso “morales” funcionan para ejercer el dominio.
Desarrollemos más el último punto a partir de un conocido lema del Sodalicio: el que obedece no se equivoca. Relataba una de las víctimas que perteneció a dicha organización: “La obediencia sodálite pretendía abarcar todos los aspectos de la persona. No solo debíamos hacer lo que se nos ordenaba, sino también pensar y querer lo que se nos decía que debíamos pensar y querer […] la menor disidencia es fatal”[9]. La estructura del Sodalicio conducía a sus miembros a la sumisión completa en pro de una aparente buena causa. Y este esquema piramidal se autoreproducía. A quienes permanecían en la parte más baja no les quedaba más que obedecer a ciegas. Recuerdo a un formador religioso explicar su etimología de la obediencia: oír (audire) a través de quien está delante de uno. Entonces, si quien está delante de ti es tu superior, tu formador, tu párroco, tu catequista o semejante, quienes en última instancia están hablando en nombre de Dios, no te queda más remedio que acatar sin cuestionamiento.
«En vez de la negación, corresponde en primer lugar para la Iglesia escuchar, pedir perdón y reparar. Y como sociedad nos corresponde a todos implementar mecanismos de prevención del abuso en diferentes espacios, no solo las iglesias; sino también las familias, las escuelas o incluso lugares donde participan personas más adultas como las universidades y centros de trabajo».
Dicho precepto, el que obedece no se equivoca, y tal interpretación no soporta el análisis ético desde bases morales seculares ni cristianas. Sobre la ética secular, en sociedades democráticas, evidentemente ningún mandato debe ir contra los derechos humanos, ni siquiera actuando el sujeto contra sí mismo. Los derechos humanos son inalienables: irrenunciables, innegociables, imperdibles, etc. Ciertos comandos emitidos por los superiores, por ejemplo, ligados a severas “pruebas” o “penitencias” físicas que ponen en riesgo la salud física o mental ―porque son, más bien, una suerte de tortura―, reflejan precisamente la entrega de los propios derechos en favor de un otro. Pero la democracia no funciona así. Solo en procesos judiciales normados y públicos puede suspenderse el uso de ellos. En cambio, la supresión a escondidas de la dignidad en nombre de la obediencia convertía la acción en delictiva. Desde el punto de vista de la moral cristiana, no hay una gran diferencia. Se debe “obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hechos 5:29). Dios no puede querer el abuso de un menor.
Curar personas y reparar las instituciones
Recuerdo la primera vez que hablé con un dirigente del Sodalicio sobre las acusaciones de pedofilia en la Iglesia. Era una alta autoridad internacional de los sodálites. A mis cuestionamientos sobre si no estábamos haciendo muy poco como Iglesia católica, me respondió muy convencido: “No puedes comenzar tomando en serio todo lo que se dice. Es una campaña para desprestigiar a la Iglesia, sobre todo por parte de los promotores de la ideología de género”. Eso fue hace casi quince años en un encuentro en el Vaticano. Hoy tal vez él añadiría frases o términos como la necesidad de sostener una batalla cultural contra el movimiento woke o el lobby gay.
En vez de la negación, corresponde en primer lugar para la Iglesia escuchar, pedir perdón y reparar. Y como sociedad nos corresponde a todos implementar mecanismos de prevención del abuso en diferentes espacios, no solo las iglesias; sino también las familias, las escuelas o incluso lugares donde participan personas más adultas como las universidades y centros de trabajo. Por supuesto, se debe sancionar a los responsables tanto en el ámbito eclesial como civil. El Papa Francisco encarna ese espíritu cuando señala: “Estas normas [eclesiásticas] se aplican sin perjuicio de los derechos y obligaciones establecidos en cada lugar por las leyes estatales, en particular las relativas a eventuales obligaciones de información a las autoridades civiles competentes”[10]. No dudo de la honestidad y los esfuerzos del Papa en esta materia.
Estas líneas no pretenden deslegitimar a la Iglesia católica ante la sociedad, ni mucho menos ante sus fieles. Soy uno de ellos. Valoro muchos aportes que la Iglesia ha hecho y hace aún por el país. Analizo un problema concreto en unas páginas, pero tendría mucho que decir del bien que hace. Por lo mismo, para no opacar más sus buenas acciones, es menester encarar este delicado asunto que nos implica a todos, pues es “un crimen que genera hondas heridas de dolor e impotencia; en primer lugar, en las víctimas, pero también en sus familiares y en toda la comunidad, sean creyentes o no creyentes”[11]. La sociedad lo requiere; las víctimas lo merecen.
[1] Daniel Yovera, “[Querella del Sodalicio] representa un atentado contra la libertad de expresión”, El Comercio, https://elcomercio.pe/lima/sucesos/daniel-yovera-querella-del-sodalicio-representa-un-atentado-contra-la-libertad-de-expresion-entrevista-piura-trafico-de-terrenos-denuncia-periodismo-alberto-gomez-de-la-torre-pretell-sodalicio-de-vida-cristiana-noticia/
[2] “Sodalicio sacó dinero de Perú mediante cuentas offshore para no reparar a víctimas de abusos”, Wayka, https://wayka.pe/sodalicio-saco-dinero-de-peru-mediante-cuentas-offshore-para-no-reparar-a-victimas-de-abusos/
[3] Ricardo Mc Cubbin, “Pedro Salinas y Paola Ugaz, periodistas denunciados por exponer casos de abuso sexual en el Sodalicio: ‘Sigue siendo una organización poderosa’”, Infobae, https://www.infobae.com/peru/2024/08/19/pedro-salinas-y-paola-ugaz-periodistas-denunciados-por-exponer-casos-de-abuso-sexual-en-el-sodalicio-sigue-siendo-una-organizacion-poderosa/
[4] “Gisèle Pelicot, la mujer que este año sacudió la conciencia frente a la violencia sexual”, France 24, https://www.france24.com/es/programas/lo-m%C3%A1s-destacado-de-2024/20241222-gis%C3%A8le-pelicot-la-mujer-que-este-a%C3%B1o-sacudi%C3%B3-la-conciencia-frente-a-la-violencia-sexual
[5] José Alejandro Godoy, “Los errores en la investigación fiscal del caso Sodalicio”, IDEHPUCP, https://idehpucp.pucp.edu.pe/boletin-eventos/los-errores-en-la-investigacion-fiscal-del-caso-sodalicio-8993/
[6] Conviene aclarar que, en las lenguas latinas modernas como el español, existen dos usos comunes del término laico. En contextos sociológicos y políticos, es un adjetivo referido a lo que no es religioso –por ejemplo, Estado laico –. En cambio, en contextos religiosos, particularmente en el catolicismo, laico significa la persona bautizada que no es consagrada –no tiene votos como las religiosas– ni es sacerdote; o la persona bautizada que participa de la vida parroquial –pues no todos los bautizados lo hacen. El levita de la historia encarna este último significado.
[7] Benedicto XVI, Carta Pastoral del Santo Padre Benedicto XVI a los católicos de Irlanda, La Santa Sede, https://www.vatican.va/content/benedict-xvi/es/letters/2010/documents/hf_ben-xvi_let_20100319_church-ireland.html
[8] CLAR (2022) Vulnerabilidad, abusos y cuidados en la vida religiosa femenina. Creando una cultura del cuidado y la protección. Buenos Aires: Editorial Claretiana.
[9] Pedro Salinas, (2009) Mitad monjes mitad soldados. Lima: Planeta.
[10] Francisco, “Carta Apostólica en forma de “Motu proprio” del sumo pontífice Francisco ‘Vos estis lux mundi’”, Santa Sede, https://www.vatican.va/content/francesco/es/motu_proprio/documents/20230325-motu-proprio-vos-estis-lux-mundi-aggiornato.html
[11] Francisco, “Carta del Santo Padre Francisco al pueblo de Dios”, Santa Sede, https://www.vatican.va/content/francesco/es/letters/2018/documents/papa-francesco_20180820_lettera-popolo-didio.html
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