La Reforma Agraria, un parteaguas histórico
Por: Nelson Manrique
Sociólogo e historiador
La reforma agraria promulgada el 9 de junio de 1969 por el general Juan Velasco Alvarado fue la culminación de un conjunto de cambios radicales que marcaron el final de la era oligárquica en el Perú.
Según los datos del censo de 1940, la población peruana ascendía a aproximadamente 7,700,000 habitantes, una cantidad semejante a la que existía en 1532, cuando fue conquistado el Tahuantinsuyo. Pero entre ambos momentos la tierra cultivable se había reducido dramáticamente, debido en buena medida a la catástrofe demográfica que redujo los seis a nueve millones de habitantes que se estima habitaban este territorio al momento de la conquista, a apenas 600,000 para 1720.
El territorio peruano es muy complejo y difícil de dominar y buena parte de la tierra cultivable existente ha sido creada por el trabajo humano. Cuando la población se redujo a la décima parte de la que era originalmente, la tierra sobraba y aquellos suelos que requerían mayor trabajo de mantenimiento (como las chacras hundidas, los camellones, andenes, etcétera) fueron abandonados, retrayéndose continuamente la frontera agrícola. De esta manera, cuando hacia mediados del siglo XX la población peruana alcanzó el nivel de la época de la conquista la tierra era insuficiente para la población existente.
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La ruptura de la relación hombre/suelo tuvo dos consecuencias de largo alcance. Por una parte, la masiva migración de millones de campesinos que abandonaron la sierra y el agro y se dirigieron a las ciudades de la costa, y especialmente a Lima. Este aluvión migratorio dio lugar a un proceso de urbanización informal por la vía de las «invasiones» y la constitución de las barriadas en la periferia de las grandes ciudades. Por la otra, a una enorme movilización campesina por la recuperación de las tierras que les habían sido arrebatadas a las comunidades indígenas, por las haciendas, en ofensivas periódicas de expansión terrateniente. Las «tomas de tierras» alcanzaron su mayor fuerza en el período 1956-1964 e hirieron de muerte al latifundismo.
El país afrontaba un proceso de modernización atravesado por múltiples contradicciones, que iba acompañado de grandes movilizaciones populares, cuya vanguardia era la lucha campesina por la tierra.
En su Mensaje al Perú —publicado en vísperas de las elecciones de 1956— el ex-Presidente José Luis Bustamante y Rivero, prohombre considerado un patriarca de la democracia peruana, hizo un diagnóstico descarnado de la situación de agitación social que vivía el país, planteando la perentoria necesidad de realizar grandes reformas antes de que fuera tarde: «campaña nacional de la vivienda y de la alimentación básica del pueblo, rehabilitación del indio, reforma agraria, socialización del impuesto en todas sus escalas con supresión de los impuestos indirectos, organización cooperativa, descentralización» (Bustamante y Rivero 1994: 163). Para Bustamante y Rivero afrontar el «problema del indio» era algo inexcusable, «si queremos ahorrarnos el sonrojo de ser compelidos a ello por las presiones humanizantes del mundo exterior o por el despertar de los instintos dormidos de la raza» (Bustamante y Rivero 1994: 178). El país vivía una creciente agitación social y era necesario tomar medidas políticas perentorias para afrontarla. La creciente lucha campesina por la tierra dejaba poco margen para la dubitación. A los hacendados y patronos solo les quedaba «la reflexión de que es mejor ceder magnánimamente, en aras de una evolución cuerda, una parte de las posiciones adquiridas, antes que perderlas todas bajo un incontrolable estallido de violencia» (Bustamante y Rivero 1994: 182).
El emplazamiento de Bustamante y Rivero a las clases dominantes muestra hasta qué punto había madurado la situación en el país para una revolución antioligárquica. El problema de la tierra se había convertido en la principal fuente de agitación en el país. Las «invasiones» de tierras se producían no solo en el campo sino también en las ciudades, alimentando la creación de las barriadas. La gran paradoja fue que el partido aprista, que encarnaba la esperanza de una revolución antioligárquica y antiimperialista, dio un viraje de 180 grados, se alineó con la política imperial norteamericana y se alió con la oligarquía, respaldando la candidatura de Manuel Prado Ugarteche en las elecciones generales de 1956. Esto daría lugar a la otra gran paradoja: que los militares, cuya función histórica había sido la de «perro guardián de la oligarquía» -según las certeras palabras de Velasco Alvarado-, terminaron realizando la revolución antioligárquica.
Obligado por la agitación social existente el gobierno de Manuel Prado decidió crear la Comisión para la Reforma Agraria y la Vivienda, el 10 de agosto de 1956, apenas dos semanas después de asumir el poder. Los márgenes dentro de los cuales estaba decidido a abordar el problema quedan evidenciados por el nombramiento de Pedro Beltrán como presidente de la Comisión. Beltrán era el director del diario La Prensa y un reconocido representante de los agroexportadores, que obviamente, estaban interesados en mediatizar cualquier proyecto de reforma social que amenazara sus intereses.
Pedro Beltrán creó el Instituto de Reforma Agraria y Colonización (IRAC), cuya misión era implementar una «reforma agraria por iniciativa privada», es decir, realizada por los propios terratenientes. El entusiasmo que provocó su iniciativa es ilustrado por un informe elaborado por su directorio: habían recibido quince peticiones de asistencia para la parcelación de fundos y de ellas habían desechado catorce, ya que se trataba de ofertas de tierras marginales, o de difícil acceso, o con situaciones conflictivas insolubles, o con propietarios que exigían indemnización al contado.
Tampoco era alentador el panorama en lo relativo a los partidos políticos. Al comenzar la Convivencia[1], la dirección del Apra, al igual que la oligarquía costeña, estaba dispuesta a sacrificar a los hacendados serranos tradicionales, considerados los representantes de la barbarie feudal. Pero eran diferentes las cosas en el interior serrano, donde la base social tradicional del aprismo no estaba constituida por el campesinado sino por los mistis, blancos y mestizos urbanos, entre ellos terratenientes, enemigos del campesinado. El Apra fue un partido eminentemente urbano y no echó raíces entre el campesinado serrano, entre otras cosas porque éste era en su mayoría monolingüe quechua, y por lo tanto analfabeto, lo que lo excluía de la ciudadanía, y lo eliminaba como elector.
En 1956 se fundaron dos importantes partidos reformistas, Acción Popular y la Democracia Cristiana, que prometieron realizar la reforma agraria. Surgieron también durante los años siguientes organizaciones revolucionarias, como el Movimiento de Izquierda Revolucionaria MIR y el Ejército de Liberación Nacional ELN, que en 1965 encabezaron una guerra de guerrillas contra el gobierno y que tenían como primer punto de su programa la reforma agraria.
El país estaba gobernado por una oligarquía terrateniente modernizante que radicaba en el litoral, los llamados «Barones del azúcar y del algodón». Hasta inicios de la década del 50 la agroexportación generaba alrededor de la mitad de las divisas que movían a la economía peruana.
El país estaba gobernado por una oligarquía terrateniente modernizante que radicaba en el litoral, los llamados «Barones del azúcar y del algodón». Éstos justificaban su dominación por la gravitación de la agroexportación en la economía peruana. Hasta inicios de la década del 50 la agroexportación generaba alrededor de la mitad de las divisas que movían a la economía peruana. Pero entre 1955 y 1969 el peso de las exportaciones agropecuarias en las exportaciones totales del Perú cayó del 47.1% al 16,3%. La caída en términos relativos fue mucho mayor, si se considera que en ese mismo periodo las exportaciones totales se multiplicaron por tres. Mientras la agroexportación declinaba, otros sectores productivos pasaban a ocupar su lugar: la minería creció del 45,3% al 55,0% y la pesca multiplicó su peso en 545%.
La evolución de la balanza comercial agro exportadora tenía asimismo una clara tendencia negativa. Si en 1956 por cada 100 dólares de productos agropecuarios exportados se importaba solamente 39 de estos productos, la relación aumentó en 1964, 1965 y 1966, a 49.7%, 78% y 90% respectivamente. En 1967 el valor de las importaciones agropecuarias sobrepasaba el de la agroexportación (Róquez 1978: 15).
Por su parte, el campo serrano, dominado por terratenientes de horca y cuchillo, era escenario de una barbarie difícil de concebir. Una película estrenada recientemente «La revolución y la tierra», ofrece un valioso testimonio documental de la condición de los indios, obligados a arrodillarse para saludar a sus patrones, cargarlos para cruzar los ríos, para que no se mojen los pies, sometidos a un trato que negaba su dignidad humana.
En uno de los escasos textos en que Hugo Blanco -el líder más importante de los movimientos campesinos del sur andino- describió la situación del campesinado, comenzó recordando lo que sucedía en la hacienda Santa Rosa de Chaupimayo, la sede de su sindicato agrario:
Allí el gamonal Alfredo Romainville, entre otras cosas, colgó de un árbol de mango a un campesino desnudo y lo azotó durante todo el día en presencia de sus propias hijas y de los campesinos. A otro campesino que no pudo encontrar el caballo mandado a buscar por el amo, éste lo hizo poner «en cuatro patas», ordenó que le pusieran el aparejo del caballo y que lo cargaran con seis arrobas de café; a continuación, le hizo caminar así, con sus manos y sus rodillas, alrededor del patio que servía para secar el café, azotándolo con un fuete (…) Hizo encarcelar por «comunista» a la hija que tuvo con una campesina a quien violó. Su hermano no se contentaba con violar él a las campesinas, obligó a un campesino a violar a su tía amenazándolo con un revólver. El hacendado Márquez hacía arrojar al río a los hijos que tenía de las campesinas violadas».
En el célebre conversatorio realizado en el Instituto de Estudios Peruanos sobre la novela Todas las sangres de José María Arguedas, el autor recordó una noticia periodística que involucraba a Romainville: el hacendado ordenó cortar el brazo a una sierva que no se acercó a besarle las manos, cuando llegó a su hacienda. Por su parte, el legendario dirigente campesino Saturnino Huillca recordaba que Haya de la Torre se alojaba donde Romainville cuando iba de visita a la región, “eran compadres”.
Hugo Blanco denunció igualmente a los hacendados Bartolomé Paz y Ángel Miranda marcando la nalga de campesinos con el hierro candente empleado para marcar ganado. El asesinato de los líderes campesinos era una práctica cotidiana (Blanco 1974: 101-102).
Entre 1956 y 1964 el campo peruano vivió la mayor agitación social producida desde el levantamiento de Túpac Amaru II, en 1780. A diferencia de los movimientos que se produjeron durante el siglo y medio precedente, esta vez la agitación social no se limitaba a una localidad o a una región particular sino abarcaba a todo el país. Dentro de esta agitación generalizada había dos focos fundamentales de movilización campesina: en el sur, Cusco, especialmente en la vertiente amazónica de los valles de La Convención y Lares, y en la Sierra central el departamento de Cerro de Pasco.
Hugo blanco, un joven cusqueño, se dirigió a Argentina a estudiar agronomía. Allí se politizó y retornó al Perú decidido a hacer la revolución. Luego de una experiencia inicial de trabajo sindical en una empresa fabril de Lima, fue perseguido por la justicia y enviado por su partido al Cusco para organizar al proletariado. Sin embargo, encontró que en Cusco no existía movimiento obrero. No se arredró y organizó a los vendedores de periódicos y como su dirigente logró incorporarse a la Federación Departamental de Trabajadores. Para entonces era evidente para el que el movimiento revolucionario no estaba en la ciudad sino en el campo. Con contactos que logró durante una estadía en prisión, logró entrar a trabajar como campesino en el último escalón que la jerarquía laboral del valle de La Convención. Allí inició su trabajo como organizador.
El sindicalismo agrario ayudó a quebrar las relaciones personales de sujeción servil en las haciendas serranas, así como el autoritarismo y paternalismo que aún existía en las relaciones laborales en los latifundios capitalistas costeños.
Blanco y otros jóvenes revolucionarios que marcharon al campo aportaron formas de lucha modernas al movimiento campesino. Varios jóvenes partidos de izquierda activaban en el seno del campesinado, pero estaban ausentes los partidos institucionales con presencia en el Parlamento, como el Apra, la Unión Nacional Odriísta, Acción Popular, la Democracia Cristiana. Los analfabetos no tenían derecho a voto, y eso los hacía poco atractivos para los partidos que se movían en la escena electoral.
Hugo Neira, que cubrió como corresponsal la última fase de la movilización campesina, se encontró con dirigentes campesinos preparados para la lucha armada, gracias al servicio militar obligatorio. «Este es el resultado de un adiestramiento cuya leva es implacable con los campesinos […] son hombres de origen campesino e indio los que llenan los cuarteles. Y a estos soldados campesinos, de regreso de la conscripción, organizados en sindicatos, es a los que he visto desfilar en todo el Sur» (Neira 1964: 78).
La formación de un significativo contingente de migrantes que hacían su aprendizaje de nuevas formas de hacer política en las ciudades y los campamentos mineros (…) se convirtió en un golpe mortal para el orden terrateniente.
La vasta migración de millones de campesinos hacia las ciudades no fue suficiente para detener la crisis del agro. La presión por la falta de tierras se agudizaba y la lucha campesina se multiplicaba, alcanzando su clímax entre los años 1956 y 1964. Sus causas eran varias: el desarrollo del mercado interno, la creciente incorporación del campesinado en los circuitos monetarios, la expansión de los medios de comunicación y las carreteras. La formación de un significativo contingente de migrantes que hacían su aprendizaje de nuevas formas de hacer política en las ciudades y los campamentos mineros y que al retornar vertían su experiencia en sus pueblos de origen, así como la marcha de militantes urbanos al campo, se convirtió en un golpe mortal para el orden terrateniente. La combinación de la organización sindical y las huelgas campesinas quebraron a los terratenientes.
A las razones estructurales se unieron factores de coyuntura, como la gran sequía de 1957 y el hambre consecuente en. Puno, la corrupción estatal en la distribución de las donaciones enviadas para ayudar a los damnificados y el alza de precios de los insumos agrícolas, como consecuencia de la decisión del gabinete Beltrán de elevar el precio del petróleo, para encarar la recesión de 1957.
En las elecciones de 1962 Haya de la Torre obtuvo la primera votación sin llegar al tercio electoral que requería para ser proclamado presidente. Los militares anunciaron que vetaban a Haya y este decidió apoyar general Odría (un militar conservador que una década antes había masacrado a los apristas) para que asumiera la presidencia. Los militares estaban convencidos de la necesidad de reformas estructurales y dieron un golpe, convocando a nuevas elecciones en un plazo de ocho meses. A continuación, decretaron una reforma agraria limitada a La Convención y Lares, como una manera de desactivar el foco de agitación campesina más importante del país.
La junta militar promulgó una ley que fue mortal para los terratenientes: abolió los servicios personales, decretando que nadie estaba obligado a trabajar gratuitamente para otro. Los miles de sindicatos campesinos se acogieron a la ley y dejaron a los hacendados sin mano de obra. Por las crónicas de Neira circulan hacendados desesperados, tratando de negociar con los dirigentes sindicales para conseguir trabajadores, pagando, u ofreciéndoles vender sus haciendas si no conseguían jornaleros.
Los militares concluyeron que los civiles no harían las reformas sociales que eran necesarias para desactivar la bomba de tiempo en que se había convertido el campo.
Pero el campesinado no quería embarcarse en una guerra revolucionaria. Una vez entregada la tierra fue cada vez más difícil mantenerlo movilizado.
En julio de 1963 Fernando Belaunde Terry asumió la presidencia prometiendo ejecutar la reforma agraria. Pero encontró la cerrada oposición del Apra y la oligarquía en el parlamento y no se atrevió a enfrentarlos. Los militares concluyeron que los civiles no harían las reformas sociales que eran necesarias para desactivar la bomba de tiempo en que se había convertido el campo. Hablando de las guerrillas de 1965, Juan Velasco Alvarado dijo que los militares cumplieron su misión reprimiéndolos. Pero en el campo constataron que los guerrilleros tenían razón cuando decían que las condiciones en que vivía el campesinado eran inicuas.
A la reforma agraria decretada en 1969, la siguió, al año siguiente, la amnistía general dictada por el gobierno militar para los revolucionarios que se alzaron en armas contra el sistema, decisión aprobada por consenso, según las actas del Consejo de ministros de la JMG, lo cual constituye un síntoma de la medida en que la reforma se veía como inevitable y necesaria. El costo social de la reforma agraria peruana -una de las más radicales de América Latina- es reducido, si se lo compara, por ejemplo, con el estallido de la guerra que en Colombia conocen como “La Violencia”, que entre 1948 y 1965 dejó medio millón de muertes sin conseguir ninguna transformación significativa de la injusta situación de agro.
Se ha dicho, y es necesario repetirlo una y otra vez, que la tragedia producida por la guerra interna que Sendero Luminoso emprendió en 1980 hubiese sido mucho mayor de no haberse realizado la reforma agraria de 1969.
Se ha dicho, y es necesario repetirlo una y otra vez, que la tragedia producida por la guerra interna que Sendero Luminoso emprendió en 1980 hubiese sido mucho mayor de no haberse realizado la reforma agraria de 1969. Con todas sus fallas, defectos y errores, ella no sólo hizo propietaria a una fracción de la población campesina sino, con el fin del gamonalismo y la servidumbre, creó las condiciones para la extensión de la ciudadanía. Reconocer el derecho al voto de los analfabetos en 1979 abrió las puertas a millones de campesinos al ejercicio de algunos derechos ciudadanos básicos, y este es también un resultado de la reforma agraria.
Finalmente, los enemigos de la reforma la acusan de haber hundido al agro en crisis. Pero Pedro Francke acaba de demostrar, basándose en estadísticas oficiales, que entre 1968 y 1975 la producción agropecuaria peruana creció al ritmo de 2,5% anual, por encima el 2,3% registrado en promedio durante los 18 años previos a la Reforma Agraria. Esta no detuvo el crecimiento agrario.
Francke subraya asimismo que “la reforma agraria de Velasco ha sido un factor clave para que la pequeña y mediana agricultura haya crecido los últimos 25 años encima del 4 por ciento anual. Si no hubiera sido por la Reforma Agraria, ese espíritu emprendedor que han desplegado en las últimas décadas cientos de miles de campesinos y que ha permitido el aumento de la productividad agropecuaria y la disminución de la pobreza rural no hubiera sucedido; tal despegue ha sido posible porque los campesinos son dueños de sus tierras y pueden desarrollar sus propios negocios y porque sus ataduras de servidumbre y aislamiento comercial han sido rotas”
( http://pedrofrancke.com/2019/10/25/velasco-y-la-economia/).