Fuente de la imagen: Infobae.
Por Mario R. Cépeda Cáceres (*)
Este 2023 se conmemoran cuarenta años de los acontecimientos más dramáticos de la violencia interna en nuestro país; trágicamente, el calendario de este año estará marcado por numerosos episodios de violencia que han quedado instalados en la memoria de decenas de comunidades que siguen siendo, cuatro décadas después, las más pobres del Perú. En la desgarradora historia del conflicto armado interno peruano resuenan nombres como Uchuraccay, Lucanamarca, Sacsamarca, Huancasancos, Ocros, Juquiza, Socos, entre otros, por las decenas de víctimas que perecieron a manos de Sendero Luminoso y los agentes del Estado.
Es justamente Uchuraccay, en la provincia de Huanta (Ayacucho), una de las comunidades que darán inicio a la trágica cadena de hechos que marcará 1983. El 26 de enero de dicho año, ocho periodistas (Eduardo de la Piniella, Pedro Sánchez, Félix Gavilán, Jorge Luis Mendívil, Willy Reto, Jorge Sedano, Amador García y Octavio Infante) salieron de la ciudad de Huamanga con dirección al centro poblado de Huaycha, en el distrito de Acos Vinchos. El grupo se proponía investigar los relatos de la violencia ocurrida en las semanas previas a cargo de Sendero Luminoso. En la ruta se les sumó el guía Juan Argumedo, quien los acercaría hasta las inmediaciones de Uchuraccay, el último punto antes de su trágico destino.
Los comuneros de Uchuraccay venían siendo ya víctimas de violencia por parte del PCP-SL, así como del hostigamiento de los agentes del Estado para organizar su autodefensa. En medio de este ambiente marcado por la muerte, las nueve personas que integraban el grupo fueron confundidas por una columna subversiva y asesinadas por varias decenas de comuneros. Ese día la muerte volvió a recorrer el pueblo; las autoridades comunales exigieron pagos y reparaciones e impusieron castigos físicos a aquellos que no habían participado del hecho; asimismo llevaron a cabo el ajusticiamiento del líder local de Sendero Luminoso Severino Huáscar —e intentaron asesinar a su familia—.
La violencia en Uchuraccay no cesó en enero de 1983. Todo lo contrario, se prolongó hasta mediados de 1984 cuando el pueblo fue completamente abandonado por sus habitantes. Trágicamente, la muerte de los ocho periodistas y su guía fue el único episodio de violencia vivido en la comunidad que trascendió en la opinión público y activó una serie de investigaciones[1], incluyendo una comisión especial —la famosa Comisión Vargas Llosa— del Ejecutivo. Dicha comisión concluyó que los comuneros habían sido responsables de las muertes y que este acontecimiento se fundamentaba en una incomprensión cultural entre “dos versiones del Perú”. Una conclusión que en términos fácticos esclareció ciertas responsabilidades; no obstante, en términos sociales estaba basada en una visión profundamente sesgada de la realidad de las comunidades andinas y las vívidas conexiones que estas mantenían con la sociedad urbana. Al respecto, el Informe final de la CVR (2003) descarta la supuesta brecha entre la cultura rural y la urbana. Según la CVR los “uchuraccaínos eran conscientes de la existencia del orden jurídico nacional y sus organismos de seguridad”.
Las grietas que ocasionaron las muertes del 26 de enero de 1983, así como aquellas que las antecedieron y las que ocurrieron posteriormente, siguen presentes en el Perú; de igual manera las lecturas monolíticas y exotizantes sobre la población campesina y rural. La pobreza y exclusión, la anulación —física o social— del otro como forma de acción política, el uso de la fuerza contra la población civil, la muerte y la violencia, son lastres que aun el Perú arrastra. La CVR propuso una ruta para construir un proyecto nacional que, partiendo de conocer y hacer justicia sobre el pasado, permitiera una sociedad más justa para toda y todas. Lamentablemente, este horizonte sigue siendo distante.
Esta reflexión resulta más necesaria que nunca frente a la grave crisis que vivimos en el Perú desde diciembre del año pasado. Nuevamente, estamos siendo testigos del retroceso de la democracia y el estado de derecho. La Defensoría del Pueblo (2023) ha definido así esta situación: una pérdida de “sensibilidad para valorar la vida; entonces, se la expone o se la ataca sin considerar su condición de única e irrepetible. La muerte de personas en protestas no es “costo social”, ni “daño colateral”. Es una afectación irremediable que sume en un dolor profundo a las familias, y profundiza las grietas emocionales y culturales entre todos nosotros”[2]. Pareciera que la muerte, a pesar de todo, sigue siendo una manera de vincularnos en el Perú; una macabra práctica que no hemos podido erradicar de nuestra comunidad política. Así, y a propósito de aquel fatídico enero de 1983, cabe reflexionar sobre las lecciones que en cuatro décadas de historia no hemos logrado aprender y que el día de hoy marcan el triste saldo de 58 peruanos y peruanas fallecidas en menos de 60 días.
(*) Antropólogo. Docente del Departamento de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) y coordinador del Proyecto Lives in Dignity del Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la PUCP (IDEHPUCP)
[1] Al respecto se puede consultar el estudio de caso desarrollado por la Comisión de la Verdad y Reconciliación en el siguiente enlace: https://www.cverdad.org.pe/ifinal/pdf/TOMO%20V/SECCION%20TERCERA-Los%20Escenarios%20de%20la%20violencia%20(continuacion)/2.%20HISTORIAS%20REPRESENTATIVAS%20DE%20LA%20VIOLENCIA/2.4%20UCHURACCAY.pdf
[2] Al respecto se puede consultar el Pronunciamiento en defensa de la vida y de la democracia en la siguiente dirección: https://www.defensoria.gob.pe/pronunciamiento-en-defensa-de-la-vida-y-de-la-democracia/