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21 de marzo de 2023

Fuente: ADN Radio.

En las décadas de los años ochenta y noventa, los países latinoamericanos alcanzaron uno de los logros políticos más importantes desde su independencia: la conformación de regímenes con características mínimas para ser catalogados como democráticos. A pesar de sus importantes limitaciones, estos sistemas recientemente instaurados (aunque proclamados nominalmente desde el siglo XIX)  mostraron una sorprendente continuidad, configurando, hasta el final de la primera década de los años 2000, el momento más democrático que ha atravesado la región hasta la fecha. Hoy, sin embargo, el panorama es sustancialmente distinto. El optimismo por mejorar la calidad de estas democracias es mucho menor; y lo que se observa es, más bien, un patrón bastante estable de estancamiento [1]. Así, se llevan a cabo elecciones periódicas en la gran mayoría de los casos. Pero, a su vez, estos marcos electorales conviven con financiamiento ilícito de campañas, acoso político, acusaciones infundadas de fraude, autoritarismos subnacionales y la interrupción de mandatos de gobierno.

En perspectiva comparada, Perú calza bastante bien en el patrón descrito. Luego del retorno a la democracia a inicios de los años 2000, el caso peruano tuvo logros importantes en lo que respecta a expansión de libertades y participación ciudadana. Más allá de la discusión alrededor de estos indicadores, muy a grandes rasgos, el país logró la construcción de una institucionalidad política que ha permitido la transferencia pacífica y efectiva de varios gobiernos, mediante elecciones limpias, abiertas y competitivas, tanto a nivel nacional como a nivel subnacional. El desempeño de la democracia peruana, en ese sentido, estuvo durante varios años por encima de los resultados obtenidos por sus pares en la región, como se puede observar en el gráfico a continuación:

Elaboración propia. Fuente: V-Dem.

No obstante, y alineándose al patrón de estancamiento más general, se empiezan a notar serios cuestionamientos al orden democrático desde el año 2016. El sistema político peruano empieza a degradarse de forma acelerada a raíz de la normalización del uso de mecanismos institucionales extremos, tales como la vacancia presidencial y la disolución del congreso [2]. Tras el descubrimiento de escandalosos casos de corrupción, Perú llegó al bicentenario de su independencia con una elección altamente polarizada, una oferta de “partidos” cada vez más pobre, y denuncias infundadas de fraude electoral que ponían en tela de juicio el trabajo de los organismos electorales. La cadena de acontecimientos siguió cuesta abajo con el expresidente Pedro Castillo, que intentó, felizmente sin éxito, un golpe de Estado en el año 2022. Finalmente, el 2023 inicia con la instauración de un gobierno con tintes autoritarios y una respuesta violenta y desmedida frente a la manifestación ciudadana que ha puesto al país en el foco de la atención internacional.

La democracia está, en consecuencia, estancada. Los eventos registrados en los últimos meses hacen que el Perú sea incluso calificado por algunas mediciones como un régimen híbrido [3]. Es decir, aunque la debilidad de instituciones y actores, así como su poca legitimidad, sea una barrera para la concentración del poder, los mínimos componentes necesarios de una democracia ya han retrocedido mucho. Esta regresión es en sí misma problemática, pero la preocupación más inmediata se da en la medida que, en un escenario de incertidumbre y tensión como este, empiezan a manifestarse con mayor contundencia continuidades autoritarias que han convivido con nuestro aturdido régimen político. En las líneas que nos quedan, llamaremos la atención sobre una de ellas: una respuesta estatal que prioriza la fuerza y violencia en escenarios de conflictividad social.

Un conjunto importante de trabajos en la materia han mostrado cómo el Estado ha tendido a optar por el uso de la fuerza, en contraposición a mecanismos de diálogo e intermediación, en el marco de la protesta social [4]. Sin negar que este tiene la responsabilidad de intervenir en situaciones que afectan el orden colectivo y los derechos ciudadanos, lo que se ha podido observar de manera reiterada es que el abordaje de estas intervenciones muestran un foco en el control del disturbio y la recuperación del orden perdido. Todo ello se manifiesta, a su vez, en la aplicación casi normalizada de estados de emergencia que han evidenciado irregularidades y contradicciones en su despliegue, así como la construcción de un entramado legal y un discurso político que figura a quien protesta como un “otro” para justificar una respuesta estatal muchas veces desmedida.

Como ejemplo de ello, en el marco de la regresión de la democracia peruana, y cumplidos más de cien días del estallido social, el Estado ha respondido de forma desmedida en reiteradas oportunidades. Por un lado, se registran más de sesenta personas fallecidas, en su mayoría provenientes del sur del país, y más de 1600 personas heridas entre civiles y agentes de las fuerzas del orden. Por otro lado, se han realizado detenciones arbitrarias, tal y como la ocurrida contra los manifestantes que se encontraban alojados en el campus de la Universidad Nacional Mayor de San Marcos. Cabe precisar que, a pesar de una reducción en el número de movilizaciones, en regiones como Puno las protestas y la respuesta desmedida del Estado se mantienen. En efecto, se han establecido medidas que permiten la presencia de las fuerzas armadas en las protestas, y la suspensión de Derechos Constitucionales como la inviolabilidad del domicilio y la libertad de reunión. En este marco, han ocurrido sucesos como el del 9 de enero en Juliaca, en el que se produjeron 17 muertos y 70 personas resultaron heridas, al menos 31 de ellas por arma de fuego. Ante la incapacidad del Estado para solucionar la crisis, en Puno se han retomado las movilizaciones y bloqueos de manera indefinida, incluyendo al sector de comercio y transporte. 

La degradación del sistema democrático peruano, en suma, forma parte de un fenómeno político mayor de regresión que atraviesa a la región en su conjunto. Los resultados de este lamentable retroceso han tenido, y continúa evidenciando, graves consecuencias en el respeto y ejercicio de los derechos humanos. En ese contexto, exigirle a nuestras autoridades diálogo, consensos y mesura para reorientar el cauce político y recuperar lo perdido suena lógico, pero, a estas alturas, parece ingenuo. Hay una tarea ciudadana urgente de tomar conciencia sobre la problemática, y dar mayor soporte a liderazgos políticos y plataformas que, aunque son pocas y débiles, existen y hoy deben tener mayor protagonismo para recuperar nuestra democracia.

(*) Politólogo. Coordinador del Área de Relaciones Institucionales y Proyectos del IDEHPUCP.

(**) Integrante del Área Académica y de Investigaciones del IDEHPUCP. 


[1] Para una mayor revisión de esta discusión, ver: Mazzuca, S., & Munck, G. (2021). A Middle-Quality Institutional Trap: Democracy and State Capacity in Latin America (Elements in Politics and Society in Latin America). Cambridge: Cambridge University Press. También: Mainwaring, S., & Pérez-Liñán, A. (2023). Why Latin America’s Democracies Are Stuck. Journal of Democracy, 34(1), 156–170.

[2] Ver: Dargent, E., & Rousseau, S. (2022). Choque de poderes y degradación institucional: cambio de sistema sin cambio de reglas en el Perú (2016-2022). Política y Gobierno, 29(2), 1-28. http://hdl.handle.net/11651/5375

[3] Ver: Economist Intelligence Unit. (2023). Democracy Index 2022: Frontline democracy and the battle for Ukraine. London: The Economist Intelligence Unit Ltd. Recuperado de https://www.eiu.com/n/campaigns/democracy-index-2022/

[4] Ver: Barrantes y Peña (2007); Wright (2015); Saldaña y Portocarrero (2017); Tafur y Quesada (2020); Vásquez (2013).