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4 de abril de 2023

Fuente: La República.

Por Paula Escribens (*)

Una mujer muere luego de haber sido quemada por su expareja. La imagen que esa frase evoca es terrorífica. Podemos preguntarnos sin cesar qué hace que alguien termine prendiéndole fuego a otra persona, y en este caso, además, a alguien con quien tuvo un vínculo de afecto. Una primera opción es que el agresor no considere a la víctima como un sujeto, como un otro con existencia y que la destruya descargando en ella un odio que no tiene forma de procesar; es otro, pero en realidad carece de subjetividad y no es considerado como sujeto por aquel que violenta. También podríamos hipotetizar que la quiere dañar y destruir, que opera en él una crueldad que no se detiene ante el sufrimiento de la mujer, quien tiempo después termina muerta como consecuencia de su accionar violento. Considero que en este caso hay una combinación de ambas; la violencia de género opera desconociendo la subjetividad de la víctima, ubicándola en un lugar de objeto al cual se le puede infringir una violencia y una crueldad, la cual además muchas veces es avalada por la sociedad. También hay una cuota de venganza; el agresor no tolera que la mujer sea alguien libre que decide terminar la relación de pareja y la ataca de vuelta, violentándola y desconociendo su humanidad porque eso atenta contra su masculinidad. Sabemos de los miles de feminicidios que ocurren en nuestro país, de las miles de mujeres desaparecidas, de los miles de casos de abuso sexual, cada uno más aterrador que el otro. 

La violencia de género está instalada en nuestra sociedad, y la impunidad en este tipo de casos da al agresor y a la comunidad en su conjunto el mensaje de que estos hechos no son tan graves, lo cual refuerza la violencia de género. Se legitima la violencia y se deja a las víctimas y a sus familiares sin posibilidad de encontrar en la justicia cuando menos alguna restitución simbólica mínimamente necesaria para la existencia subjetiva y la convivencia entre sujetos. Ante la impunidad, un duelo así es aun mucho más difícil de procesar. Nos deja a todos expuestos a una sensación de desprotección total ante la agresión que circula y que pareciera no haber manera de regular. 

La psicóloga Silvia Bleichmar (2016) [1]  señala que un aspecto clave es que el sujeto que comete semejantes crueldades pueda preguntarse el por qué de su odio, pero para ello la sociedad y el sistema de justicia tienen que operar dentro de los estándares mínimos, porque si no la desmesura y el desborde con que el agresor actúa son avalados por la falta de respuesta del sistema de justicia. 

El agresor no soporta que su expareja no quiera seguir la relación con él y la violenta al punto de matarla. ¿Qué lleva a alguien a desconocer al otro de tal forma y no soportar la frustración que la diferencia propuesta por la sola existencia del otro produce? Para que haya una adecuada tolerancia a la frustración, la ley tiene que operar poniendo un límite que regule y contenga; el límite cuida y protege al otro, pero también a mí mismo, de mi propia agresión. 

Esta ley tendría que poder transmitir al sujeto no solo la importancia de respetar la ley como forma de autopreservarse sino también la capacidad de amar al otro en tanto semejante –aun cuando sea diferente–. 

Sería la capacidad de amar al otro y lo que el otro propone, porque aunque adaptarse a lo que el otro propone puede traer una cuota de frustración, implica un bien mayor que es la convivencia y el orden social. La única garantía de que un sujeto ético funcione como tal depende de que la ley sea acorde con el amor y de que en la sociedad exista respeto hacia quien transmite la ley. Vivimos en una sociedad donde las instituciones y el estado están absolutamente deslegitimadas por su propio accionar corrupto y su absoluta falta de de empatía con el ciudadano, una sociedad donde reina el desconocimiento del otro como sujeto de derecho y como igual a pesar de ser diferente. 

Las instituciones revictimizan permanentemente. Y la mayor evidencia de eso en este caso reciente es que el día en que se anuncia la muerte de la víctima, la ministra de la Mujer haya señalado que las mujeres deben elegir mejor a sus parejas. Con esa frase, la ministra condensa unas ideas instaladas estructuralmente en nuestra sociedad: nos dice que la víctima tiene responsabilidad sobre su muerte, cuando en realidad fue asesinada, con lo cual le resta responsabilidad no solo al agresor sino también al estado que no protege a las mujeres ubicándolas en un lugar de mucha vulnerabilidad por el solo hecho de ser mujeres. 

(*)  Psicoanalista de la Sociedad Peruana de Psicoanálisis y Docente PUCP.


[1] Bleichmar, S. (2016). La construcción del sujeto ético. Buenos Aires: Paidós.