Foto: Andina.
Gonzalo Gamio Gehri (*)
Suele aceptarse como una verdad que el desarrollo de la política activa guarda alguna clase de conexión con lo que suele describirse metafóricamente como el mundo de las ideas. La acción política requiere de una visión de las cosas, argumentos, convicciones enhebradas con conceptos. La política se nutre de los debates y el intercambio de razones que se llevan a cabo en la academia, en la arena política y en la sociedad civil.
No obstante, hace ya mucho tiempo que la política peruana carece de ideas. El debate ha desaparecido de la escena política. Esto parece ser paradójico en el marco de la aguda polarización política que actualmente vivimos, pero no es así. No siempre el intercambio político se mantiene en el plano de la vida del intelecto. Es cierto que las redes sociales constituyen verdaderos campos de batalla en los que se enfrenta la “derecha” a la “izquierda”, pero en tales espacios se recurre solamente a etiquetas y a slogans, no a argumentos. A menudo los usuarios de las redes no entienden en profundidad a qué se refieren tales rótulos. No debe confundirse la simple injuria con el debate ciudadano.
En parte, esta ausencia de ideas se explica por la falta de genuinos partidos políticos. En efecto, lo que existe son alianzas temporales, celebradas por personas que aspiran a llegar a ocupar un puesto público a través de elecciones libres. Cada una invierte en su campaña; no debe sorprendernos que algunos individuos toquen la puerta de diversas organizaciones con el fin de obtener un lugar interesante en su lista parlamentaria. Es posible que entre estas personas habite una cierta “atmósfera ideológica” (conservadora o progresista), pero ninguna visión sutil de la sociedad que contrastar o justificar. La cuestión de las ideas no parece ser una prioridad para nuestros políticos.
Pero el desencuentro entre los políticos y las ideas tiene otras expresiones más dolorosas. Una cuestionable coalición parlamentaria ha planteado y aprobado iniciativas que están desmantelado prácticas e instituciones orientadas al cuidado de la calidad educativa. Se desarticuló la Sunedu y se desbarató la meritocracia en la contratación de profesores. Los efectos de estas medidas contra la formación ciudadana y el desarrollo de nuestro país serán devastadores, como ya numerosos especialistas nos han advertido. Los escasos avances en esta materia han sido bloqueados y ahora volverán los oscuros tiempos de la ANR y la “carnetización” del magisterio nacional. A los congresistas no parece importarles el futuro de la educación de los jóvenes ni el trabajo intelectual.
Nuestras autoridades del poder ejecutivo no son ajenas a esta penosa actitud. Hace algunas semanas se hizo público que el Consejo de Ministros había acordado reducir entre un 60% y 70% el presupuesto de las cuatro Escuelas Nacionales de Arte, dedicadas al teatro, la música, el ballet y el folclore. Esta decisión resulta lamentable, pues se trata de un golpe fatal al trabajo por la cultura en el Perú, pero no sorprende en absoluto. Constituye un patrón de conducta en nuestra “clase política” la desatención ante la cultura y el menosprecio frente al conocimiento. Subyace a esta disposición la consideración de que el ejercicio del pensamiento crítico es inconveniente para quienes conducen actualmente el Estado, pero también la percepción de algunos funcionarios de que la preocupación por la cultura es meramente “accesoria” en tiempos de crisis. Se identifica erróneamente a la cultura como un “adorno”.
Una anécdota que se atribuye a Winston Churchill señala que, en los años más cruentos de la segunda guerra mundial, unos asesores económicos aconsejaron al entonces primer ministro británico recortar el presupuesto asignado a la cultura en favor del gasto militar. Se cuenta que Churchill respondió tajantemente: “¿Quitarle el presupuesto a la cultura? ¿Entonces para qué luchamos?”. Lo que las supuestas palabras de Churchill ponen de manifiesto es la centralidad de la cultura en la vida de una comunidad política; ella expresa lo que es significativo y trascendente para aquella comunidad. Solo la estrechez de miras –y la miseria espiritual- puede considerar la pertinencia de reducir los recursos de la formación artística.
El cultivo de las ideas permite otorgarle razonabilidad a la acción política, así como hace posible descubrir nuevos espacios para el compromiso ciudadano. La política sin ideas ni valores engendra una “clase política” mezquina y gris, entregada exclusivamente a satisfacer sus intereses de facción. Esa no es la política que queremos en nuestro país. Los ciudadanos debemos esforzarnos por revertir esta situación procurando reconstruir la esfera pública.
(*) Doctor en Filosofía por la Universidad Pontificia de Comillas (Madrid, España). Actualmente es profesor en la Pontificia Universidad Católica del Perú y la Universidad Antonio Ruiz de Montoya. Es autor del libro La crisis perpetua. Reflexiones sobre el Bicentenario y la baja política (2022), entre otras publicaciones sobre filosofía política.