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31 de mayo de 2022

Por Giselle Huamani Ober (*)

Desde inicios del 2021, reportes de instituciones internacionales como el FMI, BID y PNUD, entre otras, proyectaban un incremento de la conflictividad social en diversos países. Este fenómeno se explicaría por el trauma social de la población por la pandemia del Covid-19, las expectativas de salvación con el proceso de vacunación, y las frustraciones por la difícil recuperación de la crisis económica. Todo ello ofrece los ingredientes para un complicado cocktail de movilizaciones, agitación, confusión, tensión y protestas. Para varios analistas, hay una relación entre desastres/epidemias y los estallidos sociales, lo cual lleva a un mayor riesgo de crisis políticas.

Mientras los escenarios se configuraban con niveles de pobreza y exclusión social agudizados por la pandemia, la invasión en Ucrania ha provocado una situación de aun mayor fragilidad de las poblaciones más vulnerables a partir de la contracción en la economía mundial. Si ya se había evidenciado una falta de protección social, y un complicado manejo del malestar y las secuelas de la pandemia, el nuevo escenario para el 2022 requería gobiernos alertas y eficaces que desarrollasen políticas adecuadas para revertir la desigualdad social preexistentes, nuevos esquemas de distribución de recursos y de igualdad de oportunidades, y de garantía de cobertura de las necesidades básicas humanas. Sin embargo, está costando alcanzar eso, lo cual consolida la desconfianza ciudadana en la capacidad de las instituciones, y la percepción de incompetencia o corrupción de los gobiernos. En muchos países esta combinación de problemas en la educación, salud, niveles de ingresos y seguridad alimentaria genera miedo, incertidumbre y ansiedad colectiva.

Nuestro país no es una excepción. La difícil situación descrita, así como las excesivas promesas de campaña que los entusiastas candidatos Fujimori y Castillo hicieron para comprometer el voto de los ciudadanos, elevaron las expectativas sociales. Esas expectativas, además, se multiplicaron por la hiperconectividad que se vive en los últimos tiempos.

Sin embargo, los requerimientos de la gestión pública han puesto de manifiesto las serias limitaciones de capacidad técnica y hasta de sentido común de los nuevos gobernantes. Para muchos hay evidencias de negligencia, incompetencia y hasta corrupción. Para el analista Ted Gurr esta situación en la que poblaciones se sienten privadas del bienestar y de las oportunidades de recuperación que habían sido prometidas en el nuevo periodo de gobierno, generan una frustración colectiva. Es más, cuando en los discursos de los gobernantes se desplaza la responsabilidad hacia un grupo, una clase social, etc., por la imposibilidad o incapacidad para satisfacer las necesidades humanas, eso fragmenta el tejido social y polariza a la sociedad, lo que propicia escenarios de riesgo de mayor conflictividad.

Por otro lado, se constata que los conflictos sociales que eran materia de macrogestión antes de la pandemia, y cuyas raíces son ambientales, económicas y de índole estructural, fueron puestos en modo de pausa durante varios meses por la inmovilización social. Esa pausa se mantuvo incluso a pesar de la crisis política a finales del periodo del presidente Vizcarra. Los conflictos que se trataron durante la emergencia sanitaria estaban relacionados en un inicio directamente con los temas de la pandemia, como son el acceso a la salud, alimentación, educación, subsistencia, etc. En la medida que la sociedad peruana empezó a encontrar su propio ritmo de funcionamiento -a pesar de las restricciones de la pandemia-, los conflictos en torno a la recesión, nuevas problemáticas, y temas históricos pendientes fueron gestionados a partir de la institucionalidad dedicada a la conflictividad social que existe en el Estado. Durante el gobierno de Sagasti, desde el enfoque de ordenamiento y fortalecimiento de la institucionalidad en la gestión de los conflictos, se creó un protocolo para continuar con los procesos de diálogo en el contexto de la pandemia[1] y de esa manera, asegurar la atención continua a los problemas.

Dinámicas de la conflictividad social 2019-2022

Fuente: Giselle Huamani

En la microgestión de la conflictividad durante el actual gobierno, encontramos unas dinámicas sociales preocupantes en las que confluyen, por un lado, conflictos relacionados con viejas y nuevas problemáticas, y, por otro lado, conflictos vinculados con la recesión económicas y sobre todo la crisis alimentaria internacional, en un escenario de mucha fragmentación, con altas expectativas y frustración por la privación relativa. En respuesta a esto, el manejo protagónico del primer Presidente del Consejo de Ministros, Guido Bellido -sin preparación de las condiciones previas, sin sustento y análisis técnico de las problemáticas, y sin seguimiento y monitoreo de compromisos- adoptó como enfoque de solución de los conflictos la idea de que la gestión y la solución de los conflictos radicaba en el poder político absoluto representado por él mismo. Con ello, se estableció una ruta alterna para la gestión del conflicto que depende de quién llega primero y directamente al poder político. Esto ha tenido un impacto que se expresa en la desinstitucionalización de la gestión de los conflictos. Durante el periodo del actual primer ministro, Aníbal Torres, la gestión y la solución de los conflictos ha continuado con el enfoque adoptado por Bellido, pero con el requerimiento de atención de un mayor número de ministros e inclusive del presidente Castillo para la solución de los problemas en reuniones en palacio o en los consejos descentralizados. Este enfoque no ha tenido como correlato un mayor nivel de preparación, conducción de los procesos, y de seguimiento de los compromisos, lo cual contribuye a generar falsas expectativas y mayor frustración entre la población, el sector privado y las autoridades locales que participan en la gestión de la conflictividad social.

A pesar de este panorama, las sociedades tienen el potencial de ser resilientes y de sacar sus mejores recursos humanos y capacidades para hacer frente a las crisis. Nuestro país, y sobre todo las regiones, han podido afrontar situaciones difíciles de crisis sociales, económicas, humanitarias, y políticas a lo largo de la historia. Quizá este sea un escenario apropiado para ver de qué somos capaces para desandar el camino errado y encaminar por rumbos que más sostenibles y conducentes a una auténtica paz social.

(*)Socióloga. Especialista en Facilitación y Manejo de Conflictos

[1] Resolución de Secretaría de Gestión Social y Diálogo N° 001-2021-PCM/SGSD. 17 de febrero, 2021