Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
10 de mayo de 2022

Escribe: Julio del Valle (*)

¿Quién puede estar en contra de que las universidades tengan autonomía? La independencia frente a los poderes del Estado ha sido el estandarte y el bastión de las universidades desde su fundación en la baja Edad Media. Las universidades se fundamentan en su autonomía, porque requieren libertad para buscar el saber, para expandir las fronteras del conocimiento y para formar a las personas que no solo van a continuar esa misma senda, sino que van a usar ese saber aprendido para administrar el Estado, para desarrollar el país, para cuidar a sus ciudadanos.

Entonces, ¿quién puede estar en contra de que las universidades tengan autonomía y la defiendan? En verdad, nadie en su sano juicio; nadie, en todo caso, que crea que el bienestar y el futuro de un país recae en la buena educación de sus ciudadanos.

Si es así, entonces, ¿dónde está el problema con las recientes decisiones del Congreso, si los mismos proyectos de ley –los proyectos 697, 862, 908 y 943– tienen como finalidad expresa recoger y desarrollar conocimientos, vincular el saber generado con la sociedad y el país, fomentar una eficiente gestión interna, mejorar la gestión educativa en sus diferentes aspectos (calidad de la formación, organización curricular, metodologías centradas en el aprendizaje), y optimizar la gestión de la investigación y la gestión de la proyección social?

Repito: ¿dónde está el problema si, además, los proyectos de ley mencionados están articulados, se dice, a seis políticas de Estado, a saber, el fortalecimiento del régimen democrático y del Estado de Derecho, la promoción de la igualdad de oportunidades sin discriminación, la afirmación de un Estado eficiente y transparente, la promoción de la ética y la transparencia, la plena vigencia de la Constitución y los derechos humanos, además del acceso a la información? Efectivamente, ¿cuál es el problema y la fuente de tanto alboroto y suspicacia? La letra no genera espanto.

Lo mismo pensaron los troyanos cuando vieron aparecer el enorme caballo de madera que los aqueos les entregaban como un presente de paz y reconocimiento. Ya conocemos la historia: el monumental caballo escondía un selecto pelotón de guerreros que, en la noche, al amparo de las sombras y la desatención, eliminó toda resistencia, toda supervisión y abrió las puertas para la destrucción de Troya. En nuestra historia, sin embargo, no hay épica y ninguna gloria se contará de sus consecuencias. Es una historia distinta y lo que está implicado en la lucha por la autonomía supuestamente vulnerada se expresa en párrafos como el que sigue, respecto a los fines y objetivos de la universidad: “Nada de esto se puede materializar conveniente y pertinentemente si sobre la Universidad esté un ente que le quita, le medra, le resta su autonomía, su esencia de entidad formadora, abierta al conocimiento y al desarrolla de las ciencias y las humanidades.” (p. 16 del proyecto de ley 943) Esto es, el enemigo de la vulnerada autonomía, al cual enfrenta nuestro caballo de Troya, es la amenaza de la supervisión de un ente regulador.

«Se presenta a la autonomía como eje del debate, pero lo que está detrás, en verdad, es la pretendida libertad irrestricta que quieren diversos actores políticos y universitarios para no rendir cuentas de la calidad e idoneidad del servicio que le ofrecen al país.»

Ante tal amenaza ¿qué proponen los legisladores? No proponen eliminar el ente regulador, la SUNEDU, pero, para alcanzar lo que ellos llaman el fortalecimiento de la institucionalidad de la universidad y la recuperación de su autonomía, modifican cinco artículos y derogan dos disposiciones complementarias de la Ley Universitaria (la 30220). Vale la pena revisarlas para dibujar el contorno de la restitución que pretenden de su vulnerada autonomía. Estas modificaciones implican el retiro del MINEDU como ente rector del sistema universitario (art. 1); la cancelación de la adscripción de la SUNEDU al MINEDU como ente rector (art. 12); la limitación de las funciones de regulación de la SUNEDU, quien solo podrá licenciar y supervisar universidades y filiales, mas no ya facultades y programas académicos (art. 15); una nueva conformación de la mesa directiva de la SUNEDU con mayor presencia de las universidades públicas (art.17); y un nuevo procedimiento para la designación del superintendente, quien pasa a ser elegido por los miembros de la mesa directiva y ya no por el MINEDU. Asimismo, se deroga la primera disposición complementaria, la cual disponía que el diseño e implementación de mecanismos y herramientas técnicas que incentiven o fomenten la mejora de la calidad y el logro de resultados del servicio educativo que brindan las Universidades públicas fueran financiados por el MINEDU. Cierra este resumen la reactivación del SINEACE.

¿Dónde está el problema, otra vez? Es fácil, en verdad, descubrir la entraña del caballo. Los proyectos de ley presentados deslegitiman el sentido de la autonomía que toda universidad requiere y sus fundamentos no se condicen con su objetivo político. La autonomía universitaria se fundamenta en la generación del saber y en la formación competente de los estudiantes; una tal autonomía no está en debate, tampoco está en debate ni amenazados los sentidos y naturaleza de la universidad. La pretensión, más bien, es debilitar la SUNEDU para que las universidades no tengan que dar cuenta, salvo a sí mismas, de la calidad de la formación que ofrecen.

Lo que está en riesgo, en cambio, con la aprobación del proyecto de ley por el Congreso es la calidad de la educación que ofrecen las instituciones de educación superior. Esa calidad se ampara en la Constitución, pero, además, se ampara en lo que toda universidad debería ofrecer, sea pública o privada: una buena y sólida formación para sus estudiantes; una estructura que promueva y desarrolle investigación académica y científica; una red de vínculos y alianzas con la comunidad y la sociedad civil, con los sectores productivos y con el desarrollo del país. Porque algo así no se cumplía es que no se han licenciado un número significativo de universidades y hay, en este momento, 21 universidades públicas gobernadas por comisiones organizadoras. Porque, simplemente, autonomía no es autarquía, menos aun cuando se juega con la esperanza de las personas.

Así, pues, se presenta a la autonomía como eje del debate, pero lo que está detrás, en verdad, es la pretendida libertad irrestricta que quieren diversos actores políticos y universitarios para no rendir cuentas de la calidad e idoneidad del servicio que le ofrecen al país. Ese caballo no lo necesitamos. Debe retroceder y quedar fuera, en páramo abierto, a la distancia, lo más lejos posible; mejor, en el olvido. Pero no, es cierto, aquí está, bien presente, y esa presencia es una muestra más del deterioro de nuestra clase política y del deshilacharse progresivo (y, al parecer, buscado) de nuestra frágil cohesión social.

(*) Doctor en Filosofía por la Universidad de Heidelberg, Alemania. Profesor Principal del Departamento de Humanidades de la PUCP.