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Opinión 18 de septiembre de 2024

Por Noam López Villanes (*)

La reciente modificación hecha a la Ley de Crimen Organizado en Perú mediante la Ley 32108 ha establecido requisitos más restrictivos para la definición del delito de organización criminal. Esta nueva norma exige demostrar la existencia de una «compleja estructura desarrollada», una «mayor capacidad operativa», y la finalidad de «obtener el control de la cadena de valor de una economía o mercado ilegal». Además, limita su aplicación a delitos con penas superiores a seis años. Estos cambios han suscitado un intenso debate legal sobre su constitucionalidad y su alineación con tratados internacionales como la Convención de Palermo. A poco más de un mes de su publicación en El Peruano, surge una pregunta crucial: ¿a quién beneficia realmente este cambio?

Las modificaciones introducidas por la nueva ley reducen significativamente los costos percibidos del delito, creando un escenario alarmante para la seguridad ciudadana. Al restringir la cobertura de su aplicación y elevar los requisitos para que un hecho criminal califique como aquel realizado por una organización criminal, se genera un incentivo potencial para las actividades delictivas. Esta situación puede desencadenar un aumento en la frecuencia y gravedad de los delitos, ya que los infractores perciben una disminución considerable de los riesgos asociados con sus actividades ilícitas. Más preocupante aún es que la ley debilita la capacidad disuasoria del sistema judicial enviando un mensaje equívoco sobre la tolerancia del Estado hacia el crimen organizado.

Esta perspectiva sobre los costos percibidos del delito y sus implicaciones en el comportamiento criminal encuentra sus raíces en la teoría económica del crimen propuesta por Gary Becker (1968). Becker argumentó que los delincuentes actúan de manera racional, evaluando los costos y beneficios potenciales de sus acciones. Posteriormente, Ronald Clarke y Marcus Felson (1998) ampliaron esta teoría estableciendo que los potenciales delincuentes toman decisiones racionales no solo sobre si cometen o no un delito, sino también sobre los métodos utilizados para realizarlos. Siguiendo esta lógica, al aumentar los riesgos y reducir las recompensas del delito, se puede disuadir efectivamente la actividad criminal. La nueva ley parece ir en sentido contrario. El escenario que crea más bien podría fomentar un aumento en la actividad delictiva.

La modificación de normas basada en intereses ajenos al bien común o sin un conocimiento profundo de los fenómenos criminales conlleva implicaciones peligrosas. Exigir que una organización controle toda la cadena de valor de una economía ilegal demuestra un desconocimiento de la complejidad del problema. La realidad nos enfrenta a agentes interconectados en comunidades delictivas vinculadas a su vez con otras. Un eslabón de la cadena productiva puede estar dirigido por una comunidad específica, operando sin conocer necesariamente a otras comunidades encargadas de otros eslabones. Este fenómeno es evidente en diversos tráficos ilegales. Por ejemplo, la red de mineros que extraen oro en Pataz o en la cuenca del río Madre de Dios difiere de aquella que financia la maquinaria o las plantas de procesamiento, y ambas son distintas de la red encargada de realizar declaraciones falsas en aduanas. Consecuentemente, este cambio normativo deja desprotegida a la sociedad ante delitos graves como estafa agravada, venta de órganos, enriquecimiento ilícito, tráfico ilícito de migrantes y tala ilegal, entre otros, que ya no podrán ser investigados y procesados bajo los procedimientos especiales de la ley contra el crimen organizado.

Adicionalmente, la modificación debilita significativamente la persecución penal. Al privar a los fiscales de herramientas cruciales, como la capacidad de extender la detención preliminar de 3 a 10 días, se les coloca en una posición de desventaja. La investigación de delitos complejos requiere tiempo y recursos; no es comparable a la redacción de proyectos de ley desde un escritorio. Se necesita movilizarse al lugar de los hechos, y la logística precaria de la policía y la fiscalía no está a la altura de estas exigencias. Más aún, se obstaculizan las investigaciones al proponer la realización de allanamientos en presencia del involucrado y su defensa, lo que socava la efectividad de estas diligencias al eliminar el factor sorpresa crucial para obtener evidencias. Como resultado, policías y fiscales se ven obligados a esperar largas horas en los domicilios de los agentes investigados, periodo durante el cual se pueden borrar rastros y alterar evidencias.

Es imperativo que ciertas leyes sean sometidas a una rigurosa evaluación, y la Ley 32108 es un claro ejemplo de ello. En materia de seguridad, instamos a las autoridades a legislar con el objetivo de prevenir e investigar los delitos de manera más efectiva, no para obstaculizar la labor de los operadores de justicia ni para beneficiar a quienes operan al margen de la ley. La seguridad ciudadana y la integridad del sistema judicial no deben ser comprometidas en aras de intereses particulares o por una comprensión inadecuada de la complejidad del crimen organizado.

(*) Docente PUCP