Por Claudia Félix Pacheco (*)
¿La propuesta apunta a disuadir la comisión de delitos?
El Código Penal publicado en 1991 estableció que el delito de extorsión se sancione con pena privativa de libertad no menor de seis ni mayor de doce años. Ese mismo marco punitivo se incrementó periódicamente hasta el año 2023, cuando se terminó por establecer que ese delito se sancionara con pena de cadena perpetua en los casos en que el agente se valiera de menores de edad para cometerlo.
En ese contexto, cabe preguntarse: ¿el incremento de penas para el delito de extorsión ha conseguido disminuir la incidencia de extorsiones en el país? La actual crisis de inseguridad es la más precisa y oportuna respuesta a dicha interrogante; ella confirma que el punitivismo y la sobrecriminalización no son, ni serán, la solución al problema. Las penas existen y el cumplimiento de su finalidad preventiva dependerá del tipo de sociedad en la que nos encontremos, pero sostener que el fenómeno de la delincuencia será solucionado incrementando las penas año tras año no es más que un argumento falaz.
Sin embargo, ahora se pretende atribuir responsabilidad penal a los adolescentes de 16 y 17 años que cometen delitos, bajo el argumento de que la legislación vigente no es suficiente para sancionar la gravedad de sus conductas. No obstante, en el año 2019 se creó el Programa Nacional de Centros Juveniles (PRONACEJ), encargado de administrar el Sistema Nacional de Reinserción Social de Adolescentes en Conflicto con la Ley Penal, con el objetivo de fortalecer la reinserción social de las y los adolescentes que infringen la ley, en el marco de la ejecución de medidas socioeducativas.
Las medidas socioeducativas, y no penas como ahora se pretende, son impuestas a los adolescentes mayores de 14 años tras un proceso judicial, y como consecuencia de haber cometido infracciones a la ley penal (robo, violación sexual, homicidio, tráfico de drogas, etc.). Con lo cual, para empezar, existe un marco legal dentro del cual, los adolescentes mayores de 14 años responden penalmente por las infracciones en las que incurren, al punto que incluso pueden ser privados de libertad.
En efecto, el internamiento en un centro juvenil constituye una medida socioeducativa que implica la privación de libertad del adolescente por un periodo que puede llegar hasta los diez años cuando se cumplen los supuestos más graves. Cabe precisar, no obstante, que, a diferencia de una pena, la medida socioeducativa tiene un objetivo distinto. No se traduce en el mero castigo, sino que persigue un fin educativo orientado a la reinserción social del adolescente y a evitar la reiteración de conductas delictivas. Ese es, precisamente, el objeto de la justicia penal juvenil.
Según las cifras oficiales del PRONACEJ, al mes de agosto del presente año están cumpliendo medidas socioeducativas a nivel nacional 3581 adolescentes, de los cuales 1882 se encuentran privados de libertad en centros juveniles. El 46% de este último grupo fueron sentenciados por haber cometido la infracción de robo agravado, “un delito de supervivencia”, como lo llamaría el penalista argentino Eugenio Raúl Zaffaroni, siendo esta infracción la que más sentencias privativas de libertad registra entre los adolescentes. Por su parte, el 3% fue sentenciado por la infracción de extorsión. Solo ocho adolescentes a nivel nacional se encuentran sentenciados por la infracción de sicariato.
En el caso del delito de robo agravado, la misma situación se presenta entre la población penitenciaria adulta, aquella que sufre de hacinamiento extremo en decenas de establecimientos penitenciarios. Estos están diseñados para albergar un total de 41,556 personas, pero al mes de agosto de este año albergaban a 98,035 personas (cifra histórica y crítica en nuestro país) en condiciones que, como advirtió el Tribunal Constitucional en 2020, hacen insostenible la reinserción social de toda la población penal que allí cumple condena. Es a ese tipo de cárceles donde, de aprobarse el proyecto de ley en cuestión, se enviaría en adelante a adolescentes de 16 y 17 años, quienes ingresarían, así, en una espiral de violencia. Esta es, evidentemente, una errónea respuesta al gravísimo error de haberse dejado captar por la delincuencia adulta para actuar como extorsionadores, sicarios y ladrones. Bajo el argumento antitécnico de que la norma actualmente aplicable no es lo suficientemente gravosa, los adolescentes terminarían en un ambiente donde sus posibilidades de rehabilitación se verían seriamente reducidas. Es decir, en la práctica, se renunciaría a la posibilidad de resocialización social y se incrementaría el riesgo de que consoliden una carrera criminal. ¿Se entiende hasta aquí lo grave del asunto?
¿Qué hacer con aquellos adolescentes?
Los datos estadísticos, las investigaciones y estudios especializados nos brindan la respuesta. Según el último censo de adolescentes en centros juveniles (año 2023), los principales factores de riesgo que motivan la comisión de infracciones en nuestros adolescentes son la violencia familiar, la violencia en el entorno social, familiares vinculados al delito, consumo de drogas, influencia negativa de pares y deserción escolar, entre otros. Siendo estos los principales factores de riesgo, el trabajo preventivo cobra un rol fundamental en la elaboración de políticas, planes o estrategias serias y responsables que incidan en tales factores, como en la atención de las diversas vulnerabilidades y carencias a las que los adolescentes se ven expuestos desde temprana edad. Ponerse una venda en los ojos frente al real problema de los adolescentes infractores, que pasa por abordar la serie de carencias (económicas, afectivas, sociales, etc.) a las que se ven expuestos, pretendiendo criminalizar su propia realidad equiparándola a la realidad de la población adulta resulta un contrasentido y una falacia.
A nivel de prevención terciaria, referida a la ejecución de medidas socioeducativas, a pesar de los recursos limitados que el Estado destina a la reinserción social de adolescentes se viene implementando un tratamiento diferenciado (focalizado en el perfil de cada adolescente), esfuerzo que debe ser fortalecido para consolidar dicho modelo de intervención. Por otro lado, conforme a las evidencias estadísticas, el empleo de la privación de libertad en adolescentes no trae mejores resultados que el empleo de medidas alternativas a ella. El porcentaje de reingresos a centros juveniles es mayor (aproximadamente 8%) que el porcentaje de reingresos a servicios de orientación al adolescente, donde se cumplen medidas no privativas de libertad (5%). Pensemos entonces, con objetividad, si privarlos de libertad ya no en centros juveniles sino en cárceles para adultos tendrá un mejor efecto en términos de evitar la reincidencia. En ese contexto, la óptima implementación integral del Código de Responsabilidad Penal de Adolescentes, que aún sigue siendo un pendiente en la escena nacional, es una necesidad apremiante. Más aún cuando, tras siete años de publicada dicha norma, la implementación del componente procesal, que representa el grueso de la reforma de justicia penal juvenil en nuestro país, sigue inconclusa.
(*) Abogada por la UNMSM