Ana Neyra, abogada, docente de la PUCP y exministra de Justicia y Derechos Humanos, es una de las especialistas más consultadas en el país cuando se trata de justicia constitucional, temas electorales y Estado de derecho. En esta conversación, analiza las recientes decisiones del Tribunal Constitucional (TC) sobre la prescripción de crímenes de lesa humanidad, una sentencia que ha generado polémica por su ambigüedad, sus efectos políticos y las tensiones que abre para los jueces que deberán aplicarla —o inaplicarla— en tribunales.
Hay algo que no termina de quedar claro. El TC dice “no se declara la inconstitucionalidad”. ¿Eso significa que la norma es constitucional? ¿Qué esconde ese juego de palabras?
Tiene que ver primero con los votos. El Código Procesal Constitucional establece que para declarar constitucional o inconstitucional una ley se necesitan cinco votos. En este caso, el TC ha votado tan dividido que ninguna postura alcanza ese número. Ni siquiera sumando los tres votos que se acercarían a declarar fundada la demanda se llega a cinco. Por lo tanto, de entrada, no es posible declarar la inconstitucionalidad.
Tradicionalmente, cuando no se conseguían los votos para una declaratoria de inconstitucionalidad, se entendía automáticamente que la ley quedaba “confirmada” como constitucional. Eso ocurrió, por ejemplo, con la ley que modificó el consejo directivo de la SUNEDU. Pero en este caso, sentencia se ha planteado de manera tan enrevesada que el campo de interpretación es muy amplio, lo que genera confusiones y deja muchas puertas abiertas. Por ejemplo, si uno revisa detalladamente nuestra normativa, esta dice que los jueces no pueden inaplicar una ley cuando el TC confirma su constitucionalidad. ¿Esta sentencia ha declarado la constitucionalidad? No expresamente.
Entonces, ¿hay espacio para que los jueces inapliquen la ley?
Sí, y creo que este caso incluso lo facilita. No solo se trata de que los jueces apliquen el control difuso —comparar la ley con la Constitución—, sino que también pueden aplicar el control de convencionalidad, que obliga a contrastar la norma también con los tratados internacionales. Y si entramos a ese plano, recordemos que la Corte Interamericana ya ha dicho de manera expresa que las graves violaciones a los derechos humanos y los crímenes de lesa humanidad deben investigarse y sancionarse, sin excepciones.
El razonamiento del tribunal parece confuso y difícil de leer. ¿Podríamos pensar que es intencional que el TC no plantee claramente su postura frente al tema?
La sentencia está enrevesada y no debería ser así. Una sentencia no debería requerir una “relatoría” para entender qué resolvió. Cuando eso ocurre, ya hay un problema de claridad. Lamentablemente, últimamente muchas sentencias del TC son producto de razonamientos tan divididos que es difícil entender cuál es realmente el sentido de lo que se resolvió.
¿Qué lectura podemos tener de un TC que no logra acuerdos en un tema tan sensible? ¿Qué tipo de precedente sienta para nuestra legislación?
El tribunal puede disentir, y eso no es malo en sí mismo, pero en asuntos gravitantes para la democracia y los derechos humanos debería haber más consensos. No recuerdo un caso de derechos humanos en el que haya habido un nivel de disenso tan profundo que obligue a los jueces a entrar al control de convencionalidad de esta manera. Antes, el TC tenía un rol más claro en la defensa de los derechos humanos; ahora pareciera que en varios temas tenemos que “luchar” contra lo que resuelve.
Esto genera un precedente preocupante, porque ya no estamos solo frente a discrepancias orgánicas, sino dogmáticas. Y sí: puede anticipar lo que pase con la ley de amnistía que está por resolverse. Si aplican la misma lógica, estaremos frente a un precedente de impunidad, aunque en el papel digan lo contrario.
No es muy alentador ese panorama, ¿cuáles serían las armas legales para enfrentar esa búsqueda de impunidad?
Aquí nuestra esperanza está puesta en los jueces, aunque esto los pone en una posición muy difícil. En teoría deben ejercer control difuso y control de convencionalidad, pero saben que si lo hacen podrían enfrentar presiones y hasta sanciones. Eso afecta directamente la independencia judicial, que era uno de los pocos contrapesos que quedaban en esta democracia tan desgastada. Hasta ahora ningún juez ha aplicado la ley, y yo veo eso como una muestra de valentía.
Pero es evidente que los presionan y que deberían estar protegidos frente a esas presiones. Entonces, hay que preocuparnos por los jueces. Y también por los familiares de las víctimas; creo que no se habla lo suficiente de ellos. Olvidamos que son personas que han esperado 20, 30 o 40 años por justicia y ahora se enfrentan al riesgo de que sus casos ni siquiera lleguen a juicio, o que condenas ya emitidas intenten reabrirse alegando afectación al debido proceso. Eso es devastador. Cuando las instituciones fallan de esta forma, no se le puede pedir a estas personas que confíen en el sistema. Y eso, a largo plazo, alimenta opciones políticas antisistema.
Frente a decisiones tan cuestionables, ¿no debería intervenir el sistema internacional?
El Sistema Interamericano recibe casos individuales, no leyes abstractas. Por eso, lo que han hecho los familiares es denunciar que estas leyes constituyen una forma de incumplimiento de las sentencias de Barrios Altos y La Cantuta. Y es cierto: si la Corte te ordena investigar y tú apruebas una norma para no investigar, estás incumpliendo. Pero recordemos que el sistema internacional no tiene fuerza coercitiva, no va a mandar un ejército, pero sí puede generar presión política, diplomática y reputacional. El problema es que hoy hay sectores del Estado que ya no consideran negativo incumplir al Sistema Interamericano. Incluso lo usan como argumento para promover la salida del sistema.
Entonces, ¿cómo se reconstruye la legalidad que el TC está deteriorando?
Va a ser difícil. Habrá que respaldar a los jueces —doctrinal, institucional y públicamente— para que sientan que pueden inaplicar la norma cuando corresponda. Y también habrá que vigilar que no se usen mecanismos como la Junta Nacional de Justicia o el Congreso para perseguir jueces. El problema es que otras instituciones, como la Defensoría del Pueblo, tampoco están cumpliendo su rol. Presentar un amicus a favor de un condenado en un caso de lesa humanidad es algo impensable en otro momento. Y sin embargo, hoy ocurre.



