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26 de julio de 2022

Por Laura Balbuena González (*)

Por doce días, un hombre y siete mujeres fueron retenidas y acusadas de brujería por ronderos del distrito de Chillia, provincia de Pataz, la Libertad. Luego de su liberación, sólo una de las víctimas, la señora Octavia Campos, ha mantenido la denuncia por secuestro y tortura contra sus captores. Según algunos medios de comunicación, familiares de las víctimas refieren que estas fueron torturadas, colgadas de las extremidades, sumergidas en agua helada y obligadas a admitir que eran brujas bajo la amenaza de ser quemadas vivas. Sin intervención directa de las autoridades en su liberación, las mujeres fueron juzgadas por brujería, en un formato que nos recuerda a prácticas de épocas coloniales o medievales.

Si bien el Ministerio Público ha manifestado que se realizarán las investigaciones correspondientes y condenarán a los culpables, lo cierto es que no fue hasta que los supuestos videos de las torturas salieron a las redes sociales, que el caso tuvo presencia en algunos medios y respuesta por parte de las autoridades.

Esta indiferencia puede entenderse por la arraigada cultura de la violencia de género existente en el Perú basada en una cultura machista y patriarcal que castiga a toda mujer (así como a todo hombre con masculinidad subalterna y a toda persona no binaria) que se desvíe de lo que la sociedad espera de ella. Según el Ministerio de la Mujer y Poblaciones Vulnerables, hasta mayo de este año se han atendido en el país 67 694 casos de violencia en los Centro de Emergencia Mujer a nivel nacional. De estos, 30 224 fueron por violencia psicológica y 26 371 por violencia física, un patrón que se repite a lo largo de los años. De estas denuncias, 58 624 fueron presentadas por mujeres mostrando que la violencia de género tiene en una abrumadora mayoría rostro de mujer.[1] Sin embargo, es de suponer que estos números no sean un reflejo de la realidad pues, como ocurrió con las víctimas de Chillia, la mayoría de ellas desiste de reportar la violencia ante las amenazas de sus atacantes o la falta de condenas a los agresores.

Ad portas de celebrar otro aniversario de nuestra independencia, acciones como éstas nos hacen preguntar qué tan libres realmente somos las mujeres. Desde el inicio de la edad media, se ha utilizado el término bruja para señalar a aquellas mujeres que han sido incómodas para la sociedad. El primer linchamiento conocido de una bruja ocurrió en marzo del 415, cuando una turba arrastró a Hipatia de Alejandría por la ciudad, despellejando y desmembrando su cuerpo para luego prenderle fuego en un acto de purificación. El delito cometido por la filósofa y profesora alejandrina fue no quedarse en el lugar que toda mujer debía respetar, según los nuevos cánones cristianos, alejándose del espacio público y, sobre todo, de la política.

Desde esta primera ejecución de una mujer peligrosa, el delito de brujería acompañará a las mujeres que desafíen las reglas, aquellas poseedoras de conocimientos ancestrales (como el manejo de las hierbas y plantas) frente a la ciencia, aquellas incómodas a la autoridad, la sociedad o a los grupos de poder. La edad media y la modernidad serán testigos de quemas de brujas celebradas por la sociedad y avaladas por la autoridad. Ya en pleno s. XXI, donde se pensaba que la caza de brujas era un hecho del pasado, un acto como el ocurrido en Chillia causa la justa indignación de las personas. “¿Dónde están las autoridades? ¿por qué nadie habla de esto? Son algunas de las preguntas que se leen en redes sociales. Sin reconocer que son esas mismas redes sociales las que han realizado linchamientos mediáticos a brujas contemporáneas (mujeres peligrosas o incómodas) con la misma o mayor impunidad que la que están teniendo los ronderos.

Los juicios y linchamientos que se daban anteriormente en la calle se han convertido en hostigamiento y amenazas en redes sociales. Desde insultos hasta amenazas de muerte pasando por advertencias de violación son recibidas por mujeres que se atreven a entrar a espacios masculinos (como las jugadoras de dota 2 o algunas programadoras que han tenido que cancelar charlas), a ser abiertamente feministas (con los ataques cibernéticos de los llamados incels buscando cerrar redes sociales de connotadas feministas o movimientos feministas) o aquellas que personas que son del movimiento LGBTIQ+ o las personas de género no binario (PGNB). Un 40% de lxs adolescentes que pertenecen a este colectivo han sido víctimas de ciberacoso.[2]

Por otro lado, en el caso de las feministas, un caso muy notorio es el de la actriz y comunicadora Mayra Couto quien en el 2019 preguntó ¿por qué no se le dice munda al mundo?[3], lo cual desató la primera ola de ataques cibernéticos contra ella que se volvieron mucho más virulentos cuando ganó un concurso del Ministerio de Cultura en el 2021 para hacer una serie denominada “mi cuerpa, mis reglas”. Los ataques hacia Couto no se han detenido y pueden aún verse claramente en sus redes sociales.

Al ser calificados simplemente como “subjetividades” en vez de como crímenes, es difícil que estos ataques cibernéticos hacia las mujeres peligrosas, la comunidad LGBTIQ+ y las PGNB sean procesados penalmente y condenados por las autoridades, o cuando menos sancionados por parte del mismo Facebook u otras redes. Muchas de estas víctimas se encuentran indefensas ante estos ataques que vienen desde cuentas anónimas y que constituyen clara violencia psicológica que amenaza y puede dañar el normal desempeño de sus vidas. Urge entonces reflexionar sobre esta inquisición ultraconservadora y mediática que realiza una cacería en redes con total impunidad en pleno s. XXI.


(*) Doctora en Ciencia Política – New School for Social Research

[1] Para más información estadística sobre la violencia de género en el país: https://www.mimp.gob.pe/omep/estadisticas-atencion-a-la-violencia.php