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Opinión 26 de marzo de 2024

Por Nicolás Zevallos (*)

Podemos ser categóricos en señalar que el celebrado Plan Bukele no se implementa por arte de magia. Esto se constata al realizar una revisión detallada de la información disponible, lo cual ha estado ausente de la mayoría de las discusiones hasta el momento. Este plan se fundamenta en un enfoque de control territorial estructurado en tres fases distintas, cada una con sus propios objetivos y estrategias.

La primera fase, denominada fase de preparación, aborda directamente el problema de las pandillas. Esto implica cortar su financiamiento, intervenir en las principales ciudades donde operan y ampliar el control sobre los centros penitenciarios. Esta fase sugiere un enfoque proactivo que busca debilitar las estructuras de las pandillas y disminuir su influencia nociva en las comunidades. A la fecha, es la fase que mas visibilidad ha tenido, despertando expectativas -y muchos fanáticos- en diversos países de la región.

La segunda fase es presentada como la fase de oportunidades y se enfoca en la creación de alternativas para los jóvenes en riesgo de unirse a las pandillas. Aquí entran en juego iniciativas como los Centros Urbanos de Bienestar y Oportunidades (CUBOs), diseñados para fortalecer el tejido comunitario y ofrecer opciones viables fuera del mundo de las pandillas. De acuerdo con lo propuesto, es una estrategia preventiva que busca romper el ciclo de violencia y pobreza que alimenta el reclutamiento de jóvenes por parte de las pandillas. Hasta el momento, es la línea con menor desarrollo, pero la que presenta una mirada de largo plazo en la prevención del delito.

La tercera fase, titulada fase de modernización, se centra en mejorar las capacidades y condiciones de las fuerzas del orden. Esto implica proporcionarles el equipo necesario, la formación adecuada y el apoyo institucional para enfrentarse de manera efectiva a las bandas criminales. De acuerdo con lo señalado, es una fase destinada a fortalecer a los cuerpos de seguridad del Estado, por lo que ha sido a través de esta que se ha logrado dar herramientas a las fuerzas del orden para poder actuar contra las pandillas salvadoreñas.

En el papel, este Plan Bukele no solo representa una estrategia compleja para abordar el problema de las pandillas, sino que también implica una inversión significativa de varios cientos de millones de dólares en cada una de sus tres fases. Estos recursos financieros -y la capacidad para ejecutarlos- son fundamentales para garantizar la viabilidad del plan, ya que permiten la implementación de las medidas necesarias para combatir el crimen organizado y mejorar las condiciones de vida de la población afectada.

Sin embargo, más allá de la financiación, hay otros factores clave que han contribuido a poner en marcha el Plan Bukele con el reconocimiento alcanzado. Uno de estos elementos es el control que el presidente Bukele ejerce sobre las instituciones estatales en El Salvador. Este control se extiende a los cuerpos de seguridad, el sistema de justicia y el aparato legislativo, lo que le otorga un poder ejecutivo que le permite tomar decisiones sin mucha necesidad de negociaciones o la existencia de contrapesos efectivos. Esta concentración de poder, que es evidentemente preocupante desde el punto de vista democrático, ha sido aprovechada por Bukele para implementar rápidamente medidas enérgicas contra el crimen y la violencia.

Además, el apoyo masivo que Bukele recibe de la población salvadoreña es un factor determinante en la implementación del plan. Los resultados obtenidos hasta el momento, como la disminución de la violencia en algunas áreas y la mejora de las condiciones de vida en comunidades afectadas, han contribuido a aumentar su popularidad. De hecho, Bukele es considerado uno de los presidentes más apreciados en la región por sus ciudadanos, lo que le otorga un respaldo político sólido para continuar con la ejecución del plan.

A nuestras tierras el Plan Bukele llega con el comprensible gran ruido que generan los serios cuestionamientos por vulneraciones a los derechos humanos y principios democráticos asociados a su puesta en marcha. Pero también llega con la enorme distorsión que despliegan sus principales promotores en el país, que concentran toda su atención en el control penitenciario y en el populismo de mano dura. Así, los Bukeles peruanos, además de pasar por alto los cuestionamientos hasta llegar a justificar varias de las medidas, descuidan -pareciera que adrede- el debate sobre todo lo que ha implicado construir un aparato institucional y político funcional a la prioridad del gobierno salvadoreño. Como si en El Salvador todo el trabajo se hubiera resumido a construir más cárceles lo más rápido posible.

En efecto, cuando se analizan las discusiones y propuestas para la implementación del Plan Bukele en nuestro país, es evidente que la mayoría se centran en la ampliación de capacidades del sistema penitenciario y en un supuesto accionar más efectivo de las instituciones de seguridad y justicia basado en relajar garantías personales y procesales. De por si esta perspectiva ya es bastante crítica, pues expone a los ciudadanos a medidas que afectan sus derechos y los de sus comunidades. Si este es el punto de partida, debería bastar para descartar de plano cualquier insinuación de su puesta en marcha.

Pero esta situación se hace aun mas aguda dado que pasa por alto aspectos cruciales como las implicaciones institucionales que conlleva la puesta en marcha de dicho plan. Esto es especialmente crítico en nuestro contexto, pues nos encontramos sumergidos en una crisis política sostenida y una continua inestabilidad. Si a pesar del reconocimiento y aceptación que tiene el Plan Bukele en El Salvador estamos en condiciones de cuestionar su vena autoritaria, debería generarnos enorme preocupación la simpleza con la que se discute su aplicación en el Perú. ¿A qué herramientas e instituciones podría recurrir un Bukele peruano sin el control que tiene el Bukele original? ¿Qué cuestiones tendría que negociar para lograrlo?

Frente a este escenario, un gran problema radica en lo dispuestos que estaríamos como ciudadanos peruanos a aceptar un Bukele peruano en estas condiciones. Podemos encontrarnos ad portas de elegir a un personaje que no solo está dispuesto a tergiversar el sentido de las instituciones democráticas so pretexto de garantizar nuestra seguridad, sino que ni siquiera ha logrado mensurar lo que realmente implica poner en marcha una respuesta efectiva a la delincuencia dentro de los estándares requeridos por el Estado de Derecho. Así, si el Plan Bukele original despierta serias preocupaciones, una versión peruanizada en las condiciones en las que nos encontramos, debería generar una enorme alerta a considerar.

(*) Director de Relaciones Institucionales en el Instituto de Criminología y Estudios sobre la Violencia