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Editorial 25 de julio de 2023

Foto: Andina

Los aniversarios de la Independencia son percibidos como oportunidades para que un gobierno anuncie decisiones políticas de cierta envergadura. Cambios de gabinete ministeriales o presentación de proyectos de ley trascendentes son las formas típicas en que un gobierno en crisis intenta modificar su rumbo, altear las correlaciones de fuerza o recuperar algo de credibilidad entre la población.

También este año hay quienes esperan algún cambio el 28 de julio, aunque las posibilidades de que ello ocurra son más que nada teóricas. Para empezar, tendría que haber un gobierno que se sintiera en crisis y necesitado de recomponer una situación insostenible. Pero el discurso que se oye desde el gobierno es distinto: este expresa convicción de tener todo bajo control –a lo que lo ayuda su más que tácita alianza con el Congreso—y sobre todo nulo arrepentimiento por la violencia ejercida contra la población durante las protestas del verano y por las muertes producidas.

Lo cierto, sin embargo, es que la democracia peruana se encuentra en una grave crisis y que las demandas de la ciudadanía no van a cesar. Estas son múltiples y variadas, y no necesariamente congruentes. Pero se puede decir que una agenda central, que no eliminaría el problema de fondo, pero sí mitigaría la destrucción de la democracia, consta de dos grandes temas: la respuesta a las numerosas y graves violaciones de derechos humanos cometidas entre enero y marzo de este año y la detención y reversión de la demolición institucional que llevan a cabo los poderes Ejecutivo y Legislativo.

El Estado peruano no puede seguir ignorando su deber de hacer justicia respecto de las decenas de muertes producidas por el uso desproporcionado de la fuerza durante las manifestaciones. Ahí están los informes de diversas entidades internacionales para recordárselo. Se necesita, para empezar, un gesto de admisión de responsabilidades y de diligencia de parte del gobierno. Sin eso es inviable hablar de un rumbo democrático para el país.

Al mismo tiempo, resulta una notoria anomalía desde todo punto de vista democrático la captura y sometimiento por parte del Congreso de instituciones clave para garantizar los derechos ciudadanos, como la Defensoría del Pueblo y diversos espacios de la administración de justicia. Pero esperar un cambio de actitud del Legislativo parece hoy un ejercicio vano.

Como ha sucedido a lo largo de las dos últimas décadas, desde que se recuperó la democracia tras el régimen autoritario de Fujimori, la defensa de las posibilidades democráticas del país depende en gran parte de la sociedad civil: una sociedad organizada que tenga convicciones auténticamente democráticas, que rechace el autoritarismo y la corrupción sin importar el color político, que defienda el Estado de Derecho en general.