Por Kathy Subirana (*)
Como parte de la décima edición del Hay Festival Arequipa, visitó nuestro país el médico y activista Carlos Umaña (Costa Rica, 1975), líder de la Campaña Internacional para la Abolición de las Armas Nucleares, la cual recibió el Nobel de la Paz el año 2017 por conseguir el respaldo mundial para la adopción del Tratado sobre la Prohibición de las Armas Nucleares.
Con carisma, optimismo y gran calidez, Carlos Umaña participó en diversos conversatorios y compartió su tiempo con estudiantes, con la prensa y con el público en general, hablando sobre el riesgo de las armas nucleares, pero también de la esperanza de lograr algún día el ansiado desarme.
Cuando se habla con un escritor o escritora, suelen decir que escriben porque les gusta, porque no pueden vivir sin escribir y no para ganar premios ¿Cómo trasladamos esa premisa a un premio Nobel de la Paz?
Justo hace poco me preguntaron cómo se hace para ganar un Nobel y yo me reí mucho. Sobre todo, porque en este caso el premio fue para la organización, no para mí. Yo tengo muy claro que estoy aquí en representación de un movimiento, de una organización. Entonces, cuando un chico me preguntó “¿qué me recomienda hacer para ganar un premio Nobel?”, yo le dije “nunca trabajar por un premio Nobel”. Lo importante es trabajar en lo que a cada quien le apasiona y los premios son una cosa secundaria. Es cierto que el Premio Nobel ha sido una plataforma que ha impulsado nuestro mensaje, que nos ha permitido llegar a muchísimos lugares…pero no fue algo que buscamos. Fue, sí, una herramienta que aprovechamos.
El Nobel de la Paz es un premio que suele suscitar mucha polémica. Por ejemplo, ¿qué se siente compartir el Nobel de la Paz con Barack Obama?
Barack Obama ha sido una gran decepción para mí, la verdad. Yo estaba muy ilusionado con él, me encantaba en los discursos, sobre todo tras las dos presidencias de Bush. Pero viendo las cosas en perspectiva, definitivamente no fue un premio bien dado. Creo que el mundo se emocionó al ver a Obama, que representaba —al menos en el discurso— una serie de valores que daban una real esperanza. Sin embargo, su administración aumentó el presupuesto nuclear más que cualquier otro de sus predecesores. Además, intentó bloquear el tratado para la prohibición de armas nucleares. Este tratado no contaba con el apoyo de los países nucleares, y, además, Obama mismo llamó a los embajadores de los países del Caribe —países que veía como pequeños— y les pidió que no participaran en las negociaciones. Fue una completa decepción.
Es duro trabajar por el desarme en un mundo que cada vez quiere estar más armado.
Hay una hegemonía que controla el mensaje nuclear y ese es el mensaje que escucha todo el mundo. Sin embargo, hay muchos países que, a pesar de tener los recursos, eligieron no tener armas. Hay 98 países que están activamente en favor del desarme nuclear y este número está creciendo. La premisa de que cada vez más países quieren tener más armas nucleares no es precisamente correcta, aunque, siguiendo el ciclo noticioso, sé que esa es la impresión que se crea. Pero incluso con los países nucleares están pasando cosas interesantes. Por ejemplo, en China, que pese a incrementar su arsenal de una forma paralela a Estados Unidos, es el único de los nueve países nucleares cuya política es no ser el primero en usar armas nucleares.
Cuando pensamos en armas nucleares, pensamos en los desastres de Hiroshima y Nagasaki. ¿Es esa una visión correcta de lo que puede suceder en el mundo ante una guerra nuclear? ¿Nos queda chica ya esa imagen?
Bueno, hay mucho que decir sobre cómo funciona una bomba nuclear y sus efectos que van más allá de la destrucción masiva del espacio, también hay efecto en el tiempo. La zona en la que se realiza la detonación va a quedar con radiación residual, y las personas van a verse afectadas por toda su vida. Incluso va a tener una afectación intergeneracional. Esto último lo vimos claramente con Hiroshima y Nagasaki, que han sido las dos únicas detonaciones realizadas en tiempos de guerra; pero lo cierto es que desde entonces hemos tenido muchísimos ensayos nucleares. Unos 2062 realizados en diversas partes del mundo. Son muchas las personas afectadas por ello, pero no son poblaciones ni ricas ni blancas, sino aborígenes que luego han sufrido también una alta incidencia de cáncer o un aumentó drástico en la mortalidad infantil. Pero no solo las personas quedan afectadas. También los cultivos y las zonas de pesca quedan arruinadas por mucho tiempo. En este momento vivimos el riesgo más alto de la historia de una guerra nuclear a gran escala. La bomba de Hiroshima tenía una potencia de 15 kilotones, lo que la convierte en una bomba artesanal si la comparamos con lo que se produce hoy en día que hablamos de megatones. Y hay bombas de alta operatividad que están listas para ser detonadas en un minuto y para llegar a su blanco —o sea, para atravesar el globo— en menos de media hora. Estamos hablando de misiles balísticos intercontinentales supersónicos y en seis ocasiones hemos estado —dentro de lo que sabemos— cerca de vivir una guerra nuclear a gran escala por accidente.
¿Hablamos de causas tecnológicas, humanas o políticas?
Tecnológicas. Lo que pasa es que estos sistemas de alerta máxima están constantemente monitoreados por satélites que se han equivocado muchas veces y han generado falsas alarmas. Bandadas de gansos, halos solares, cohetes meteorológicos o incluso nubes de tormenta han sido confundidos con un ataque nuclear, aumentando la tensión —principalmente—entre Estados Unidos y Rusia. El problema es que cuando se detecta el ataque entrante, el país que está siendo atacado no se puede esperar a que el ataque llegue a su blanco. Entonces, tienen un lapso de 6 minutos para determinar si esa alarma es falsa o verdadera; y, si es verdadera, decidir hacia dónde contraatacar, cuáles serían los blancos, cuántas armas se usarían… y ahora que estamos en un contexto de guerra, las posibilidades de que haya malos cálculos o malas interpretaciones son altísimas. Como dice el secretario general de la ONU, estamos a un mal cálculo o una mala interpretación de una catástrofe.
¿Cuál debería ser la preocupación latinoamericana en este panorama?
Es poco probable que caiga una bomba nuclear en Latinoamérica, pero sí habría una afectación directa por la radiación, las ciudades quedarían devastadas y habría también una devastación ambiental a nivel global. La radiación se esparciría por todo el planeta, se generaría un hollín que va a subir a la estratosfera y va a tapar la luz solar, y al tapar la luz solar se genera un descenso drástico de la temperatura a nivel mundial en unos 25 grados, lo que se llama el ‘invierno nuclear’, que podría durar hasta una década dependiendo de la intensidad del intercambio. Y las consecuencias del invierno nuclear se traducen en que hay muy pocos ecosistemas, muy pocas cadenas alimenticias, que podría sobrevivir a él y a la falta de luz solar. Entonces estamos hablando de la extinción de muchas especies especialmente las especies más complejas. Estamos hablando del colapso de la civilización humana, pues también se perdería muchísima información. Las víctimas no van a ser solo los muertos, sino también los trillones de personas que han dejado su legado porque desaparecería.
Hace un momento dijo que estábamos más cerca que nunca de una guerra nuclear. ¿Esto se puede afirmar tras realizar proyecciones a partir de la situación geopolítica?
Es el momento en el que se podría dar con más facilidades una guerra nuclear por el panorama geopolítico, sí, pero también porque así lo afirman varios expertos en el boletín de científicos atómicos. El boletín, así como suena, es una revista publicada por una organización que fue creada en 1945 por varios científicos que participaron en el proyecto en la creación de la bomba atómica. Los científicos a veces son ingenuos en cuanto al uso de sus avances tecnológicos. Pensaron que tenían cierto control sobre la bomba atómica y no lo tenían en absoluto. Entonces, ellos quedaron con cierta responsabilidad de comunicarle al mundo esos riesgos y para eso crearon el boletín y el Reloj del Apocalipsis, que es un mecanismo didáctico para comunicar qué tan cerca o qué tan lejos estamos del riesgo de una destrucción del mundo humano. Si el reloj marcara la media noche estaríamos viviendo nuestra destrucción. Con la crisis de los misiles en Cuba este reloj marcaba las 12 menos 12 minutos. Sin embargo, con el paso de los años, el tiempo llegó a aumentar a menos tres minutos en el 83. Cuando terminó la Guerra Fría —y todo el mundo pensó que eso iba a ser el fin de las armas nucleares— el reloj marcó 17 minutos para las 12. Y es el riesgo más bajo que ha tenido toda su vida. Ahora, en 2024, el reloj está a 90 segundos de las 12. Según el boletín de científicos atómicos esto se debe a tres razones: la retórica incendiaria de los líderes de los países nucleares, la crisis climática, la posibilidad de una explosión accidental como te comentaba hace unos minutos.
(*) Responsable de prensa del IDEHPUCP