Por Carlos Piccone Camere (*)
Un túnel oscuro. Thomas Lawrence avanza con paso firme, pero sus manos delatan un leve temblor. Al cruzar el umbral, lo espera un grupo de prelados en torno a un hombre vestido de blanco que yace inmóvil en su lecho. La noticia es demoledora: el papa ha muerto. Como cardenal decano, Lawrence recibe el anillo del pescador y, entre lágrimas, ordena a los oficiales de la Curia Romana poner en marcha el protocolo de sucesión. “Sede vacante”, declara el camarlengo.
El trono de la Santa Sede deberá ser ocupado por un nuevo sucesor del apóstol Pedro. Sin embargo, más que un vacío, el deceso del pontífice deja tras de sí una serie de enigmas. Así se teje, desde los primeros minutos, la trama de Cónclave (2024), la película del alemán Edward Berger, que explora las tensiones entre fe y poder, doctrina e ideología, teología y política en el corazón de la Iglesia Católica.
Con la convocatoria del cónclave, los cardenales de todo el mundo acuden al Vaticano, mientras que en las calles y plazas de Roma la incertidumbre se mezcla con la expectación. La prensa mundial especula sobre los favoritos: el nigeriano Joshua Adeyemi, de moral conservadora; el estadounidense Aldo Bellini, de agenda reformista; el italiano Goffredo Tedesco, tradicionalista y nostálgico del pasado; y el canadiense Joseph Tremblay, cuyo nombre evoca al fraile capuchino que fuera consejero del cardenal Richelieu y maestro en intrigas palaciegas.
Antes de que las puertas de la Capilla Sixtina se cierren con llave (de ahí el nombre cónclave), el sacerdote mexicano Vincent Benítez, líder de una misión en Afganistán, llama a las puertas del palacio apostólico con una revelación inesperada: el difunto papa lo había designado cardenal in pectore, un nombramiento secreto por razones de seguridad, pero que lo faculta para participar en la elección papal.
Bajo la mirada de santos, patriarcas y profetas, presididos por el majestuoso Cristo del Juicio Final de Miguel Ángel, los cardenales emiten su voto. Sin embargo, una serie de giros inesperados sacuden el proceso de la sucesión papal, y uno a uno, los cardenales “más papables” van perdiendo respaldo. A medida que avanza la historia, emergen relatos personales de ambición y lealtad, de crisis y epifanías, de incertezas y muestras de fe heroica. Cuando todo parece consumarse en la resignación, una explosión en una plaza cercana sacude los muros del Vaticano, rompe un ventanal de la Capilla Sixtina y llena de polvo las sotanas rojas de los cardenales. Paradójicamente, lejos de interrumpir el cónclave, el atentado pone las preocupaciones de los electores en perspectiva; los saca de su autorreferencialidad. Coinciden en que la Iglesia necesita un papa que sea signo de unidad y diálogo en un mundo cada vez más fragmentado, violento y renuente a escuchar.
Al día siguiente, los cardenales vuelven a reunirse para votar. Aún resuenan en muchos las palabras del cardenal Benítez, el outsider del cónclave: “La Iglesia no es el pasado. La Iglesia es lo que hagamos en adelante”. Por la ventana rota entra una brisa suave, como aquella en la que el profeta Elías reconoció la presencia de Dios. Al final de la jornada, los cardenales aplauden al nuevo papa y la fumata blanca anuncia al mundo que Roma tiene un nuevo obispo.
Con un elenco de primer nivel y una fotografía impecable, la película nos ofrece una serie de mirillas estratégicamente dispuestas en los muros herméticos del Vaticano, permitiéndonos atisbar el universo eclesiástico sin sucumbir a la doble tentación de sacralizarlo o banalizarlo. No resulta inverosímil imaginar juegos de poder dentro de la Iglesia ni alianzas estratégicas en la contienda por el solio pontificio. Por poner solo un ejemplo, ya en el siglo XVII, el embajador de España ante la Santa Sede, Juan Chumacero, enviaba puntuales informes a Felipe IV sobre la frágil salud del papa Urbano VIII, acompañados de una lista de posibles sucesores.
Más allá de las críticas puntuales, atenuadas por los numerosos premios que ha recibido la película, quizá el mayor logro de Edward Berger radique en des-velar el acontecimiento sin re-velar su misterio. Lejos de caer en los extremos de la leyenda negra o la hagiografía idealizada, su relato se sitúa en un equilibrio que lleva al espectador a transitar entre el asombro y la duda, invitándolo a una reflexión profunda sobre los fundamentos en los que se sostiene la fe.
A lo largo de la historia de la Iglesia, la cátedra de San Pedro ha sido ocupada por obispos que han encarnado con fidelidad la santidad a la que están llamados, como lo han demostrado de manera notable varios papas contemporáneos. Sin embargo, también ha habido pontífices marcados por el nepotismo, la simonía, la ambición y el escándalo. Basta con recordar el apellido Borgia o a aquellos a quienes Dante ubicó en el octavo círculo del Inferno.
Las tensiones que atraviesan a la Iglesia en el siglo XXI encuentran en Cónclave un reflejo que trasciende la ficción. Lejos de ser opuestos, poder y fe pueden complementarse; sin embargo, para que el poder sea verdaderamente cristiano, debe ejercerse como autoridad evangélica, es decir, desde el servicio. En este sentido, los candidatos más nefastos no son aquellos que sostienen una u otra postura doctrinal, ya sea conservadora o progresista, sino quienes ven el papado como la culminación de una carrera episcopal y un medio para su realización personal.
El Papa es, sin duda, la cabeza visible de la Iglesia, pero la Iglesia no se limita al papado. Esta distinción, tan clara para las primeras comunidades cristianas, tuvo que ser recordada hace sesenta años por el Concilio Vaticano II. El afecto que los fieles sienten por el Papa es una tradición encomiable, pero no debe confundirse con un culto a la personalidad. En el escudo del Vaticano, la inscripción “Non praevalebunt” resuena con las palabras de Cristo a Pedro: “[Las fuerzas del mal] no prevalecerán”. Sin embargo, qué difícil es sostener esta promesa cuando las fuerzas del mal han causado y siguen causando un daño profundo en el cuerpo de la Iglesia, materializándose en los execrables abusos sexuales contra menores y personas vulnerables en las últimas décadas.
No es fácil, pero no serán pocas las veces en las que el creyente deberá aferrarse al «Non praevalebunt». En su raíz, una verdad elemental: la Iglesia fue fundada por Cristo. El cardenal Gianfranco Ravasi solía contar una anécdota que, con ironía, refuerza esta misma idea. En una ocasión, Napoleón amenazó al cardenal Ercole Consalvi con destruir la Iglesia. Consalvi, Secretario de Estado bajo el papado de Pío VII, respondió sin perder la compostura: “Majestad, llevamos casi veinte siglos intentándolo nosotros mismos… y aún no lo hemos logrado”.
De alguna manera, la escena final de Cónclave, que contrasta con la imagen sombría del túnel al inicio de la película, parece reforzar una visión de esperanza más madura. Cuando Lawrence abre la ventana, una luz serena inunda su habitación. Desde allí, observa a tres religiosas que caminan y ríen; una imagen simple pero profundamente simbólica, que resume bien el legado del papa Francisco: la Iglesia en salida, el caminar en compañía, la sinodalidad alegre y el creciente protagonismo de la mujer. Un legado que el futuro papa deberá custodiar.
(*) Docente en el Departamento Académico de Teología de la PUCP y doctor en Historia de la Iglesia por la Universidad de Londres.