Es sabido que al hablar de memoria, en este ámbito, no nos referimos a cualquier forma de aproximarse al pasado, sino a una que está impregnada de ciertos sentidos fundamentales: se trata de una memoria que adhiere a ciertos principios humanitarios y democráticos, aquellos que se condensan en el paradigma de los derechos humanos; es una memoria que, por democrática, debe ser integradora, en particular en lo relativo a dar voz a los excluidos, que son las víctimas; y es una memoria proyectiva, es decir, una mirada al pasado pero no para quedarse atrapados en él sino que más bien, desde una comprensión crítica, nos lleva a imaginar el futuro. La memoria es, así, al mismo tiempo recuperación de sentidos para lo ya vivido y concepción de proyectos colectivos en el horizonte del porvenir.
Un aspecto especialmente importante de la memoria es el de la conmemoración. No basta con recuperar o elaborar una comprensión crítica del pasado. Es necesario hacer de ello una práctica de reconocimiento. Por eso la conmemoración a través de espacios físicos, rituales, fechas especiales, políticas públicas resulta indispensable para llevar la memoria al discurso público: es decir, para elevar nuestra comprensión crítica del pasado a una expresión de respeto a quienes fueron victimados y a sus familiares; ello implica una tendencia al diálogo franco y autoexigente sobre el pasado, un repudio activo de la violencia y del abuso, y una interpelación permanente al Estado, a las autoridades y a nosotros mismos en torno a las deudas pendientes ante las víctimas.
En el Perú no tenemos todavía una política pública orientada a la conmemoración. Existen, sí, numerosas iniciativas emprendidas por los propios afectados. De parte del Estado, en cambio, casi nada se ha hecho, lo que existe es esporádico y disperso, inefectivo, errático y poco transparente. No está claro, por ejemplo, si en algún momento tendremos un espacio nacional de memoria que recoja de manera acertada una comprensión crítica del pasado violento y que lo haga con criterio integrador, en diálogo con las diversas formas del recuerdo que existen entre las poblaciones concernidas en el país.
Es claro: para el futuro de nuestra democracia resulta indispensable contar con una política de conmemoración. Conmemorar es reconocer y dialogar. En la conmemoración se debe evidenciar cuánto hemos aprendido sobre la necesidad de la inclusión y sobre el carácter nefasto de la violencia y el autoritarismo. Sobre todo, por ella comprobaremos si hemos, aprendido, por fin, que una democracia no puede ser construida sin ciudadanía plena para todos.