Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
13 de diciembre de 2022

Imagen: Educación 3.0.

Desde 1948, cada 10 de diciembre se celebra alrededor del mundo el día internacional de los derechos humanos. La fecha conmemora la adopción de la Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH), instrumento que en aquel entonces reflejó el primer consenso de carácter universal en torno a la importancia y necesidad de proteger derechos que fueron por siglos negados a cientos de miles de personas. Hasta ese momento, lo que podría parecer una obviedad hoy en día, no lo era tanto así. Vida, igualdad, libertad, seguridad, participación política, asociación, entre otros derechos tuvieron por primera vez un reconocimiento jurídico consensuado universalmente con la llegada de la Declaración.

Si se recuerda el contexto en el que este hito es alcanzado, uno debe voltear a ver necesariamente los legados del mundo posguerra. La creación de las Naciones Unidas (ONU) y la adopción de la DUDH fueron en buena cuenta – y simplificando mucho el análisis – resultado de una reacción forzada tras los horrores de la segunda guerra mundial. La propia Carta de la ONU dicta en su preámbulo que los Estados miembros de la organización están resueltos a “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra que dos veces durante nuestra vida ha infligido a la humanidad sufrimientos indecibles”.

Pensar en el dolor y la esperanza que motivaron estos esfuerzos, 74 años después y en el marco de uno de los momentos más álgidos de una crisis nacional que se nos ha vuelto cotidiana, es, sin duda alguna, desolador. Al momento de escribir esta breve nota, es de conocimiento público que al menos siete personas han perdido la vida en el marco de las manifestaciones sociales, varios otros han sido heridos o detenidos, se ha impulsado una transición gubernamental ante la intentona de quebrar las instituciones y el orden democrático, y se ha anunciado el adelanto de elecciones para el año 2024. Nada de lo anterior, sin embargo, puede escribirse en pasado y como un hecho consumado, pues la situación se agudiza rápidamente sin que se articulen con prontitud propuestas viables y suficientes de solución alguna.

En medio del tumulto, no es sorpresa que una vez más se reactive una discusión polarizada en torno al uso de la fuerza como un mecanismo de control de las protestas. Haciendo honor a aquella frase que sugiere que la historia es cíclica, hemos caído nuevamente en un ciclo mortal de violencia, donde el propio discurso de los derechos humanos y las obligaciones del Estado al respecto parecen quedar vaciados de contenido. Si al menos hay una verdad que puede afirmarse con convicción en medio de tanta incertidumbre y desconcierto, es que el respeto por los derechos humanos es moral y jurídicamente mandatorio y, en ese sentido, no conoce de bandos ni de conveniencias políticas.

La protesta social tiene reconocimiento como derecho humano pues es causa y consecuencia del ejercicio de otros derechos con reconocimiento expreso en las principales normas internacionales: libertad de expresión, libertad de asociación, reunión pacífica y, dependiendo del tenor de la manifestación, participación política. Y, así como nadie debería perder la vida ni ver perjudicada su integridad por ejercer su derecho a la nacionalidad o a la vida privada, tampoco es válido forzar argumentos que pretendan justificar que esto ocurra por protestar por una causa que para ciertos movimientos sociales se muestre justa. Por el contrario, al tratarse de un derecho humano, se activa de manera inmediata el deber del Estado de disponer acciones para garantizar su libre goce y ejercicio.

De lo anterior no debe entenderse, sin embargo, que la protesta pueda ejercerse de forma ilimitada. Los derechos humanos por definición pueden ser sometidos a restricciones puntuales si lo que se busca es proteger otros valores promovidos por la Constitución o los tratados de derechos humanos. Como es evidente, estas restricciones no pueden suponer anular en su totalidad la esencia del derecho, sino que debe tratarse de ajustes adecuados, necesarios y proporcionales a las características de cada caso en particular. 

Una pregunta que en apariencia genera preocupación ante una situación que escala velozmente es qué sucede si la protesta pierde su naturaleza pacífica. La respuesta que brinda el Derecho es también bastante concreta. Si la protesta no es pacífica, no es posible sostener que se esté ejerciendo el derecho humano a protestar. Dicho de otro modo, el derecho que tiene reconocimiento y, por lo tanto, protección, es el derecho a la protesta pacífica. Si esta no se ejerce bajo tal condición, pues no calza en el contenido protegido que se ha descrito hasta aquí. No obstante, en este punto es urgente hacer una precisión que frecuentemente se pasa por alto y es que, si bien las personas que se tornan violentas durante una manifestación no verán protegido su derecho a la protesta, ello no quiere decir, que pierdan también la protección de otros derechos inherentes a su condición humana, como la vida, la dignidad o la integridad.

Es precisamente en atención a esto que no es posible sostener que la fuerza se pueda utilizar de manera irrestricta y desproporcionada, incluso si una manifestación ha perdido su naturaleza pacífica. El uso de la fuerza debe darse en arreglo a estrictos límites como el apego a la ley, solo en caso no exista otra opción menos grave para contener la fuente de peligro o amenaza hacia otras personas, y en la medida proporcional a lo que exigen las circunstancias. Las fuerzas del orden deben estar en la capacidad de tomar estas decisiones, muchas veces en una fracción de segundo y en escenarios altamente desafiantes. Finalmente, de sus acciones dependerá que una vida pueda protegerse o vulnerarse de manera irreversible.

El escenario actual nos presenta el enorme desafío de atender asuntos que no solo son importantes, sino urgentes. Ya en octubre de este año, en su visita de trabajo al Perú, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos – que es un órgano de protección de derechos y no de naturaleza política – alertaba sobre los riesgos que la inestabilidad política supone para la institucionalidad democrática, pilar esencial para viabilizar la agenda de los derechos humanos. En otras palabras, a la urgencia de lo inmediato – garantizar la vida e integridad de las personas, proteger la seguridad ciudadana, brindar acceso a la justicia a las víctimas, y asegurar un nivel adecuado de gobernabilidad – se deben agregar aquellas demandas que, siendo también importantes, se perciben como eternamente postergadas.

Frente a esta coyuntura tan adversa es necesario defender con firmeza los valores que hace tantos años trazaron un horizonte y que, hoy en día, pueden ser un punto mínimo de esperanza.

(*) Abogada y coordinadora del área académica y de investigaciones del IDEHPUCP.