Del 11 al 13 de septiembre la Pontificia Universidad Católica del Perú (PUCP) fue sede de la Conferencia Anual de la Asociación de Institutos de Derechos Humanos (AHRI), realizada por primera vez en América Latina. El encuentro, organizado por el Instituto de Democracia y Derechos Humanos de la PUCP (IDEHPUCP) y la propia AHRI, reunió a representantes de más de 80 institutos de derechos humanos de todo el mundo, así como a académicos, investigadores, activistas y profesionales del derecho. La conferencia llevó por título “Protegiendo los derechos humanos ante la difusión global del crimen organizado” y conmemoró los 25 años de la fundación de la AHRI. Producto de esta reunión se redactó la siguiente declaración:
Reunidos en la Pontificia Universidad Católica del Perú, bajo el auspicio de su Instituto de Democracia y Derechos Humanos, nosotros, la Asociación de Institutos de Derechos Humanos (AHRI), nos hemos congregado para nuestra conferencia anual bajo el tema «Protegiendo los Derechos Humanos ante la Difusión Global del Crimen Organizado».
Esta Conferencia se celebró en respuesta a la profunda preocupación de AHRI por el crecimiento persistente del crimen organizado a nivel mundial y su impacto corrosivo en la realización de los derechos humanos. Los grupos criminales organizados persiguen sistemáticamente la maximización de beneficios ilícitos, diversificando e intensificando los mecanismos para la producción de bienes y servicios ilegales. Estas dinámicas se manifiestan en prácticas como la trata de personas, la explotación sexual, el tráfico de migrantes y el narcotráfico. Estas actividades tienen un impacto directo en todos los individuos, dada la percepción agudizada de inseguridad en sus respectivos países y el potencial de victimización por este tipo de dinámicas. El impacto de esta situación es particularmente intenso en grupos que ya se encuentran en situaciones de especial vulnerabilidad.
A escala global, el crimen organizado sustenta economías ilícitas caracterizadas por estructuras complejas y coordinadas que generan enormes beneficios mientras infligen violencia extrema a grupos históricamente marginados, incluyendo a las mujeres que generalmente son victimizadas a través de la trata de personas y la explotación sexual, a los migrantes mediante el tráfico de personas, así como a niños, niñas y adolescentes que también son víctimas de trabajo forzado y reclutamiento para involucrarlos como perpetradores de delitos impulsados por grupos criminales. Más allá de estas poblaciones, la expansión de las redes ilícitas también ha victimizado a otros grupos tradicionalmente desatendidos, como defensores de derechos humanos, activistas ambientales y periodistas. Estos colectivos, al denunciar las actividades criminales organizadas y exigir la protección del interés público, han asumido un papel vital en la resistencia a tales dinámicas, exponiéndose así a riesgos incrementados. La diversificación de la búsqueda de beneficios ilícitos, desde la explotación ambiental hasta la infiltración de instituciones públicas a través de la corrupción, demuestra el carácter evolutivo del crimen organizado.
La corrupción y la violencia constituyen los instrumentos principales a través de los cuales las organizaciones criminales preservan y expanden sus operaciones. La corrupción erosiona sistemáticamente el funcionamiento adecuado de las instituciones estatales, socava el Estado de derecho y fomenta un clima de impunidad frente a las violaciones de derechos humanos, negando así a las víctimas el acceso efectivo a la justicia y al debido proceso. La violencia, a su vez, se expresa cada vez más a través del uso de armas de fuego y el control territorial, particularmente en el Sur Global, como un medio para asegurar ingresos ilícitos. Estas dinámicas obstruyen gravemente el goce de derechos fundamentales y perpetúan ciclos de inseguridad e impunidad.
En tales contextos, ciertos Estados han adoptado respuestas excesivamente punitivas, incluyendo declaraciones indiscriminadas de emergencia y el uso arbitrario de la fuerza. Lejos de garantizar la seguridad y restaurar la confianza pública, estas medidas restringen los derechos fundamentales bajo el pretexto de reducir el crimen a corto plazo. Tales respuestas frecuentemente resultan en la estigmatización y criminalización de poblaciones vulnerables, generando abusos generalizados y violaciones de derechos humanos, incluso contra personas no involucradas en actividades ilícitas.
El crimen organizado no es un fenómeno nuevo. Su tratamiento a nivel internacional se remonta a la adopción de la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional (UNTOC) y sus Protocolos en el año 2000. Aunque UNTOC y los instrumentos relacionados han contribuido significativamente a la respuesta global al crimen organizado, siguen siendo limitados para abordar el profundo nexo entre las estructuras criminales y los derechos humanos. Si bien los Protocolos de la Convención cubren la trata de personas, el tráfico de armas y el tráfico de migrantes, no examinan directamente las conexiones sistémicas más amplias entre el crimen organizado y las violaciones de derechos. Estas conexiones han sido abordadas solo indirectamente en el contexto de la corrupción, particularmente a través de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción (2003). Basándose en esto, el sistema interamericano de derechos humanos publicó el informe temático de 2019 «Corrupción y Derechos Humanos: Estándares Interamericanos», y el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas adoptó resoluciones históricas en julio de 2021 y julio de 2023 sobre el impacto negativo de la corrupción en el goce de los derechos humanos.
Aunque el enfoque de la comunidad internacional en la corrupción es de gran importancia, resulta insuficiente para capturar las dimensiones evolutivas del crimen organizado. Desde la adopción de UNTOC, el fenómeno se ha expandido en complejidad, y su impacto multifacético en los derechos humanos permanece inadecuadamente abordado. UNTOC sigue siendo un instrumento valioso, pero ya no proporciona una respuesta integral o coordinada a las estructuras cada vez más sofisticadas del crimen organizado.
En este sentido, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, en Alvarado Espinoza y otros vs. México (2018), identificó al crimen organizado como una amenaza grave para la comunidad internacional, socavando tanto la gobernanza democrática como los derechos humanos. Al mismo tiempo, la Corte subrayó que los Estados no pueden explotar los contextos criminales para restringir o abolir los derechos garantizados bajo la Convención Americana sobre Derechos Humanos. Ningún Estado puede distorsionar esos derechos, privarlos de su contenido esencial, o invocar el crimen organizado como justificación para cometer actos contrarios al derecho internacional. Esta jurisprudencia establece claramente los límites de la discrecionalidad estatal en el uso de la fuerza pública, que siempre debe ajustarse a un marco basado en derechos humanos.
Ante este panorama, expresamos nuestra profunda preocupación respecto a las graves deficiencias en el desarrollo y actualización de marcos jurídicos que aborden el crimen organizado. Los marcos existentes no logran reflejar la complejidad del fenómeno y el deber correlativo de los Estados de cooperar efectivamente en la prevención de su impacto en los derechos humanos. Observamos además con pesar el progreso insuficiente logrado en la protección de grupos particularmente vulnerables que enfrentan riesgos graves a la vida, integridad y libertad como resultado de la expansión criminal organizada. De igual preocupación es la ausencia de salvaguardas adecuadas contra respuestas autoritarias, incluyendo decretos de emergencia, abuso de la fuerza pública y otros mecanismos de control, que frecuentemente carecen de protecciones suficientes para garantizar los derechos fundamentales.
Las dinámicas evolutivas del crimen organizado requieren la revisión urgente y actualización de la Convención de las Naciones Unidas contra la Delincuencia Organizada Transnacional, a fin de abordar las dimensiones contemporáneas del fenómeno y establecer estándares para la acción estatal consistentes con las obligaciones de derechos humanos. Tal reforma no solo fortalecería la cooperación internacional y la capacidad estatal para abordar las causas estructurales del crimen organizado, sino que también reafirmaría que combatir la criminalidad no puede justificar derogaciones de las protecciones fundamentales de derechos humanos establecidas bajo el derecho internacional. La seguridad y los derechos humanos no son objetivos mutuamente excluyentes, sino imperativos que se refuerzan mutuamente.
Como una red global de institutos académicos de derechos humanos, por tanto, hacemos un llamado a la comunidad internacional, Estados, gobiernos regionales y locales, organizaciones internacionales, actores no estatales y la academia a asumir compromisos firmes en el enfrentamiento de los desafíos planteados por el crimen organizado. Instamos al fortalecimiento de la cooperación internacional y la protección efectiva de quienes se encuentran en mayor riesgo, junto con el establecimiento de un marco normativo mínimo para la acción estatal consistente con el derecho internacional de los derechos humanos. Solo a través de tales compromisos será posible confrontar la expansión global del crimen organizado mientras se salvaguarda simultáneamente la centralidad de los derechos humanos como fundamento normativo de la gobernanza democrática.