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Editorial 7 de noviembre de 2023

La sensación de inseguridad se agudiza en las ciudades del país. La operación de bandas organizadas –entre ellas, de la manera más ostensible la conocida como Tren de Aragua, y una facción de esta llamada Los Gallegos—acentúa esa percepción. Los especialistas en la materia –autoridades y estudiosos del tema—precisan que no se trata de un incremento generalizado de la violencia delictiva, pero sí de un crecimiento de modalidades criminales especialmente violentas. Estas son las que más impactan en la percepción ciudadana, y se suman a una experiencia prexistente de inseguridad generalizada que se expresa en robos menores (típicamente, de teléfonos celulares, por ejemplo), pero no por ello menos gravosos para la población.

Frente a todo ello las respuestas de las autoridades oscilan entre la acción efectista pero no atenida a un plan o a una estrategia bien organizada –como son las declaraciones de estados de emergencia— y las declaraciones de propósitos que caen en una demagogia irresponsable. El alcalde de Lima, por ejemplo, llama a “sacar las tanquetas (carros militares) y distribuirlas por todo Lima”, una propuesta que no se basa en ninguna evaluación realista del problema y más bien entraña riesgos para la integridad física de la población. En el Congreso naufragó el proyecto enviado por el Ejecutivo para crear la “Policía de Orden y Seguridad de la Policía Nacional del Perú”, idea de méritos bastante dudosos sustentada en supuestos xenofóbicos y que entrañaba el riesgo de incrementar explosivamente el número de agentes de policía con deficiente preparación. Pero el mismo Legislativo aprueba leyes no menos demagógicas y que implican grandes riesgos como la de legítima defensa, que exonera de responsabilidad penal a quien “obra en defensa de bienes jurídicos propios o de terceros, con uso de la fuerza, incluido el uso de la fuerza letal”: una invitación a que la población tome la justicia por sus manos ante la deserción de la autoridad pública, y un marco legal en el que se pueden cobijar actos de violencia letal de muy diferente motivación.

En suma, según se incrementa la delincuencia organizada la respuesta del Estado se vuelve más desorganizada. El razonamiento estratégico retrocede ante la declaración y el gesto altisonante, pero descoordinado e ineficiente. Y al mismo tiempo se afirman y expanden discursos autoritarios e incluso xenofóbicos. Esto entra en sintonía, de una forma peligrosa, con cierta tendencia de la opinión pública. En una encuesta nacional reciente, efectuada por el IEP, se muestra que una mayoría de la población estaría dispuesta a apoyar a algún gobernante que “acabe con la delincuencia, aunque para hacerlo no respete los derechos de las personas”. Esta tendencia ha crecido entre 9 puntos porcentuales entre junio (51%) y septiembre (60%). Además, hay un apoyo relativo amplio a la idea de replicar en el Perú formas autoritarias de combatir a la delincuencia como aquella que se identifica con el presidente de El Salvador, Nayib Bukele.

Esta situación representa una amenaza a los derechos humanos en el país en al menos dos sentidos. En primer lugar, la negligencia o incapacidad de las autoridades para organizar una respuesta efectiva a la delincuencia vulnera el derecho a la seguridad ciudadana, consagrado en diversos instrumentos internacionales. En segundo lugar, la tentación autoritaria que flota en las declaraciones y proyectos de diversas autoridades, como por ejemplo cuando se publicita la estrategia aplicada en El Salvador, implica también un serio riesgo, implica también riesgos de abusos por el propio Estado contra la ciudadanía.