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Análisis 9 de julio de 2024

Por José Alejandro Godoy (*)

¿Por qué el Congreso de la República, pese a sus bajos índices de popularidad, continúa aprobando normas que nos perjudican? Rodrigo Barrenechea y Alberto Vergara han acuñado un concepto novedoso para describir la situación peruana: la democracia asaltada[1].

Este término se refiere a la confluencia de dos fenómenos. El primero es el vaciamiento democrático, es decir, el deterioro mayúsculo de la representación política por el debilitamiento partidario y el menoscabo de los vínculos entre política y sociedad. Esta cuestión se agrava por la alta fragmentación y volatibilidad electoral, el amateurismo de la mayoría de nuestros políticos – agravado por reglas que prohíben la reelección inmediata[2] – y la ausencia de relaciones entre políticos y ciudadanos que no pasen, en su mayoría, por la antipatía.

El segundo es el deterioro del estado de Derecho. El Perú ha vivido una paradoja, ya que en las primeras dos décadas del siglo tuvo un importante crecimiento económico que amplió las capacidades del Estado, pero al mismo tiempo empoderó a sectores ilegales e informales de la economía y la sociedad. Y en estos últimos años dichos sectores han penetrado en la política, por lo que hemos tenido legisladores destinados a consagrar normas a favor de estos intereses, tolerados por una sociedad dispuesta a dejar de lado el respeto a la ley en aras de la sobrevivencia.

La consecuencia es una situación donde los ciudadanos con más capital social no tienen incentivos para ingresar a la política[3], la selección de candidatos está más cerca de la compra de puestos que de la meritocracia, los funcionarios débiles hacen simbiosis con políticos inescrupulosos, la política se judicializa y la justicia se politiza en medio de graves escándalos de corrupción y vulneración de derechos.

En esta línea, los congresistas de la República no tienen incentivos claros para cooperar en busca de un bien común. Por el contrario, su sobrevivencia se basa en la emisión de normas destinadas a públicos con intereses específicos y en la búsqueda de mecanismos de impunidad frente a posibles procesos judiciales en contra de políticos, partidos y financistas de campaña electoral.

De este modo, los ciudadanos quedan únicamente como emisores de votos frente a una pobre oferta política, limitándose a elegir entre el cinismo, la complacencia frente a ciertas cuestiones o la simple desilusión.

Si a esto se suman fenómenos globales como la polarización política, el crecimiento de alternativas extremas y la insatisfacción con la democracia, las posibilidades de cooperación entre congresistas más allá de sus nichos de votación o su salvación de la cárcel son bajas. La última palabra quedará siempre en los ciudadanos, sea que se animen finalmente a participar activamente en política o que rechacen, en las urnas, este tipo de ofertas.

(*) Politólogo. Docente del Departamento de Ciencias Sociales de la Pontificia Universidad Católica del Perú.


[1] Este concepto brinda nombre a una compilación de textos editada por la Universidad del Pacífico en 2024.

[2] Esta situación cambiará en 2026 en el Congreso de la República y, probablemente, para los casos de alcaldes y gobernadores regionales

[3] Se nutre también por una corriente global de mayor escepticismo frente a las élites y la academia. Esto explica el éxito de apelativos como “caviares” acuñado para referirse a los liberales y socialdemócratas en el Perú.