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Editorial 15 de julio de 2025

El informe sobre desarrollo humano del PNUD recientemente presentado se enfoca en el problema de la gobernabilidad en el Perú y, de manera particular dentro de ese horizonte temático, en la cuestión de la confianza y las posibilidades de acción conjunta como medios para el desarrollo sostenible.

Ocuparse de esa cuestión conduce de modo inevitable a señalar —como lo hace el informe Actuar, confiar y conectar caminos: El valor de la acción conjunta para el desarrollo sostenible— las numerosas y profundas brechas que existen entre el Estado y la sociedad. Estas se traducen, en la experiencia cotidiana, en una honda desigualdad en la satisfacción de necesidades básicas. Pero, en realidad, no se trata solamente de necesidades materiales sino también de aquellas vinculadas con el funcionamiento institucional del país. Por ejemplo, el acceso a la justicia o las expectativas que podría tener la población más excluida de ver sus demandas recogidas por el sistema político democrático, o lo que ha quedado de ello en el Perú de hoy.

Las consecuencias de esa pertinaz desigualdad y las diversas disfunciones del aparato institucional se traducen, a la larga, en un círculo vicioso. La debilitada gobernabilidad ahonda la exclusión de vastos sectores de la sociedad, y la insatisfacción de los excluidos erosiona aún más la gobernabilidad, en la medida en que el Estado y sus transitorios gobernantes aparecen teñidos de ilegitimidad.

Estas constataciones resultan importantes para tomar la exacta medida de todo lo que está siendo destruido en estos años por la coalición de intereses que impera en el Congreso y en el Ejecutivo. Hablamos por lo habitual de la proliferación de la corrupción y de la protección y la impunidad que se le brinda desde el Legislativo y el gobierno. Hablamos también de cómo se desmantelan instituciones de manera casi cotidiana por medio de leyes arbitrarias y autoritarias expedidas por el Congreso y promulgadas por el Ejecutivo o por una variedad de manipulaciones institucionales que bordean la ilegalidad o que son indudablemente ilegales. Pero hay algo más que se está destruyendo y que puede resultar más difícil de reconstruir una vez que se cierre el actual experimento autoritario: la confianza o la capacidad de la sociedad para «creer» en lo que hace el Estado y, por lo tanto, para actuar según lo prevé una determinada política pública.

Todo acto de gobierno —o todo proceso de gobernabilidad— depende en una enorme medida de que la población actúe según está previsto al darse una ley o al implantarse una política pública. Eso requiere que la población realmente «crea» que las disposiciones van en serio, que el Estado tiene capacidad para hacerlas cumplir y que son un asunto de interés público, no solamente privado.

Lo que se está profundizando en estos años es la incapacidad de creer, y ahí no solo se incuba el fracaso de las diversas políticas públicas —desde las vinculadas con el combate a la pobreza hasta las referidas a la seguridad, pasando por las de índole fiscal y muchas más—, sino también la invalidez y la irrelevancia del poder político/público en sí mismo.

Esto sucede cuando el gobierno y el Congreso vacían de contenido las políticas de educación y las políticas de seguridad ciudadana (al sustituirlas por la mascarada de la «mano dura»), entre muchas más, y cuando la agenda política es reducida a los intentos de captura, sometimiento o desfiguración de instituciones del Estado de Derecho.

Hoy, de manera señalada, estos intentos se dirigen contra el sistema de administración de justicia y, en última instancia, contra el sistema electoral. Y la consecuencia de esta campaña no puede ser otra que la generación de un Estado con una mínima gobernabilidad, y ello no solamente por el hábito de poner a los peores al frente de las instituciones más importantes, sino también por esa perversa antipedagogía cívica que consiste en mostrar que el Estado no tiene palabra, que el Estado y quienes lo manejan no creen ni en sus propias instituciones.

Así, situar el foco en la gobernabilidad es llamar la atención sobre un problema central y potencialmente con consecuencias de larga duración: la gestación, por obra del autoritarismo y de la corrupción, de un Estado incapaz no solo de avanzar en metas de desarrollo humano sino también de administrar a la sociedad en algún sentido democrático relevante.