Ir al contenido principal Ir al menú principal Ir al pie de página
Editorial 7 de junio de 2022

Esta semana se cumple un aniversario más de la matanza de Bagua, ocurrida el 5 de junio de 2009. Durante los trece años corridos desde entonces los hechos han sido paulatinamente, aunque no completamente, aclarados y se han abierto procesos judiciales, algunos todavía en curso y sin visos de terminar prontamente. Por otra parte, las lecciones que cabía extraer de este hecho, si bien fueron claras y rotundas, parecen haberse disuelto durante el tiempo trancurrido. Esa resistencia al aprendizaje que muestran el Estado y sus autoridades es, por lo demás, un ingrediente mayor de la crisis política e institucional que hoy vivimos.

Como se sabe, aquel día, después de más de cincuenta días de movilización de organizaciones indígenas en protesta por medidas que afectaban a sus territorios, se produjo un enfrentamiento con la policía. El resultado trágico fue de treintaitrés personas fallecidas: veintitrés agentes de la policía y diez ciudadanos que participaban en la protesta. Además, desapareció el mayor de la policía Felipe Bazán. Su destino nunca ha sido aclarado.

Las causas inmediatas de esta tragedia residen en la pésima gestión de la crisis sobre el terreno, una gestión reacia al diálogo y la búsqueda de acuerdos, desprovista de criterio táctico policial y sobre uso de la fuerza, y  ajena a todo enfoque de derechos humanos. De esa pésima gestión, cabe recordarlo, fueron víctimas los propios agentes de policía, además de la población. Las víctimas fueron, además de las personas muertas en el enfrentamiento, un elevado número de personas heridas.

Pero ese manejo específico, en realidad, fue el resultado y el reflejo de un problema mayor. Nos referimos a la manera en que el Estado y sus autoridades transitorias se aproximan a las demandas de las poblaciones que reclaman sus derechos, en general, y de los pueblos indígenas en particular. Cabe tener presente que la matanza de Bagua ocurrió durante un gobierno cuyo presidente caracterizó a la población que protestaba por sus territorios como “perros del hortelano”, que se refirió despectivamente a la cultura de esa misma población diciendo que se trataba de “ideologías absurdas, panteístas”, y que presentó a los pueblos indígenas como pueblos “que creen que las paredes son dioses y el aire es dios”.

«Se comprueba que las lecciones más amplias y urgentes siguen desatendidas y que el Estado peruano, si bien suscriptor de tratados internacionales sobre derechos de pueblos indígenas, todavía no asume como un mandato real ni adopta como una práctica efectiva la defensa de esos derechos.»

Es en ese contexto mental de ceguera y arrogancia cultural donde se ancla el ideal del crecimiento económico como meta unilateral, exclusiva y excluyente, y donde la explotación de recursos se impone como un imperativo que subordina o anula todo principio de respeto a la diversidad étnica. A ello corresponde la existencia de un Estado pertinazmente monocultural y monolingüe y, como resultado, la negativa a dialogar con los pueblos indígenas en términos equitativos, respetuosos e inclusivos. La pretensión del gobierno de entonces de imponer una medida que facilitaba la explotación de territorios y recursos prescindiendo de la opinión de la población, que es lo que estuvo en el centro de las protestas del año 2009, era el resultado natural de ese enfoque, y tenía que ser, por desgracia, el detonante de una matanza.

¿Qué se ha aprendido desde entonces? Quizá se pueda mencionar como único punto relevante el hecho de que uno de los procesos penales a los ciudadanos indígenas acusados, quienes resultaron absueltos, incorporó por primera vez elementos de justicia intercultural, lo cual representa una posibilidad de avances para la justicia peruana.[1] Esto, sin embargo, no debe llevar a olvidar que en ese enfrentamiento se perdieron treintaitrés vidas, y que todavía no se ha hecho justicia ante esas pérdidas humanas. Casi nada se ha avanzado en esa dirección. Todavía reina la impunidad respecto de la muerte de veintitrés policías y de diez ciudadanos civiles. No se evidencia interés en llamar a responder por esta tragedia a las autoridades policiales y políticas sin cuyas decisiones aquella no hubiera tenido lugar.

Pero, por otro lado, se comprueba que las lecciones más amplias y urgentes siguen desatendidas y que el Estado peruano, si bien suscriptor de tratados internacionales sobre derechos de pueblos indígenas, todavía no asume como un mandato real ni adopta como una práctica efectiva la defensa de esos derechos. El indicio más reciente de ello lo ha dado el Tribunal Constitucional al vaciar de significado práctico la obligación de la consulta previa, a la que ha declarado como ajena al ordenamiento legal del país con un criterio profundamente cuestionable. Más allá de eso, la deficiente gestión de los conflictos socioambientales por este gobierno y los precedentes, con mecanismos de diálogo por lo general inconducentes y poco fiables, solo prolongan el permanente riesgo de enfrentamientos, así como debilitan la defensa de los derechos de pueblos indígenas. Ya se trate de negativas al diálogo o de diálogos puramente demagógicos, la población sigue tropezando con murallas de incomprensión estatal.

Estamos, entonces, una vez más ante la crónica incapacidad o la renuencia del Estado a reconocer sus faltas y errores y a aprender de ellos. Conmemorar todas las vidas pérdidas el 5 de junio de 2009 en Bagua debería llevarnos a reforzar la demanda de cambios, aunque la fragilidad institucional del país, que se agrava cada día, no permita esperar resultados pronto.

[1] Véase el análisis de este proceso elaborado y publicado por IDEHPUCP, la Universidad Antonio Ruiz de Montoya con apoyo de la Fundación Konrad Adenauer: Bagua. Entendiendo el Derecho en un contexto culturalmente complejo. Accesible aquí:  https://idehpucp.pucp.edu.pe/wp-content/uploads/2017/11/kas-bagua_reducido.pdf