Con cincuenta muertes en su conciencia y, es de esperarse, algún día en su expediente penal, Dina Boluarte fue expulsada de la Presidencia de la República por la turbia coalición que la había puesto ahí y protegido contra toda razón hasta el día anterior. Tras liquidarla por «incapacidad moral», esa coalición convirtió en Presidente a un gris elemento de sus filas, José Jerí, congresista acusado de violación sexual, corrupción y enriquecimiento ilícito al que dos meses antes había colocado en la Presidencia del Congreso. Las expectativas de justicia respecto de Boluarte son mínimas en el corto plazo, pues el Fiscal de la Nación se ha apresurado a declarar que no reabrirá los casos que la comprometen. La posibilidad de que Jerí enfrentara el cargo de violación formulado hace menos de un año se cerró, igualmente, en agosto, cuando el fiscal responsable archivó el expediente. El protector de Boluarte de hoy y el protector de Jerí de ayer son la misma persona: Tomás Gálvez, investigado por sus vínculos con la organización criminal “Cuellos Blancos del Puerto” y convertido en Fiscal de la Nación hace dos semanas después de que el Tribunal Constitucional ordenara su restitución en el puesto de fiscal supremo. Una coreografía obscena, en suma, orientada a hacer del ejercicio de la política en el Perú una encarnación del proverbial “crimen perfecto”.
Esta degradación extrema de la democracia, la gobernanza y la política en general es, en primer lugar, una tragedia social. Mientras las facciones que copan las diversas instancias del Estado celebran alianzas y pactos de mutua protección contra la justicia, o ejecutan recíprocos “acuchillamientos” y extorsiones, la población ha quedado desprotegida y a merced del crimen organizado, que asesina diariamente ante la parálisis estatal. Pero estas organizaciones criminales —favorecidas por el Congreso mediante una serie de normas de protección al crimen, todas suscritas por el nuevo Presidente— no son lo único que agobia a la ciudadanía. Mientras los que manejan el Estado al más alto nivel tienen como preocupación casi exclusiva evadir a la justicia, las políticas públicas necesarias para garantizar los derechos de la población han quedado descuidadas. Hay un claro vínculo entre la corrupción de los grupos gobernantes y las penurias que la población pasa cada día para acceder a los servicios públicos básicos, como educación y salud, y hasta para ejercer su derecho a movilizarse a sus trabajos, escuelas, universidades o cualquier otro lugar.
Los factores de este colapso son múltiples y se ubican en distintos momentos del proceso iniciado con la restauración democrática de comienzos de siglo. El citado con más frecuencia es la ausencia de organizaciones políticas con alguna racionalidad pública: ausencia de partidos e inexistencia de toda lógica política en quienes ocupan el Congreso y el Poder Ejecutivo, lo cual provoca que todos ellos persigan sus intereses —que mayormente se resumen en lograr impunidad— sin admitir ningún freno ético, consuetudinario, reglamentario, legal ni constitucional. Incluso este último límite —el constitucional— ha quedado liquidado por lo menos de dos formas: por la captura del Tribunal Constitucional, y, además de eso, por un aluvión de reformas de la Constitución cuyo único fin es favorecer negocios oscuros, acaparar el poder y debilitar los mecanismos de rendición de cuentas. Esas reformas constituyen, en sentido estricto, una auténtica subversión del Estado democrático de Derecho.
Hay que resaltar que este abandono de la racionalidad política ha permitido que dos figuras constitucionales pensadas para el equilibrio de poderes —la vacancia de la Presidencia por incapacidad moral y el cierre del Congreso por la doble denegación de confianza— revelaran sus posibilidades destructivas. Si bien siempre contuvieron un peligro potencial por su laxa definición, ese peligro fue solo latente mientras los agentes políticos poseían cierta racionalidad política y conservaban algún grado de lealtad al sistema democrático. Ahora que la mayoría del elenco político solamente cree en el provecho propio y en la venganza, lo potencial se ha convertido en actual, y tanto esos instrumentos como otros medios de control, que en principio son necesarios, son empleados con toda la arbitrariedad que la letra permite como arietes para derribar a la institucionalidad democrática: es lo que se ve cotidianamente en los pasos que da el Congreso para someter a la justicia y a los órganos electorales estirando hasta el borde de la ilegalidad las normas y su propio reglamento.
La otra cara de esta degradación es la infiltración del crimen organizado en la institucionalidad política nacional. La instalación de la racionalidad criminal en la política ha ocurrido de dos formas. Una, la más antigua, es la representada por organizaciones políticas que empezaron a cometer crímenes desde una posición de poder hasta que, pasado cierto punto, su único objetivo, o el objetivo que subordina a todo lo demás, llegó a ser la búsqueda de impunidad para los suyos y para sus clientelas. El fujimorismo es el caso paradigmático de eso, pero no es el único. La segunda forma es la de las organizaciones criminales en su origen, como aquellas dedicadas al narcotráfico, la tala ilegal de madera o la minería ilegal, que han conseguido poner a sus representantes en el Congreso para que las favorezcan ya sea dando normas que maniaten a la justicia, bloqueando investigaciones, redefiniendo los tipos penales que les serían aplicables o emitiendo normas que desprotejan a los territorios donde operan. En el medio están esos grupos que viniendo de actividades económicas en un principio legales entraron al Congreso con el único fin de fortalecer sus negocios y con ese fin tejen alianzas con cualquier otro interés ilegal, autoritario o corrupto.
Dina Boluarte y José Jerí, la presidenta defenestrada y el congresista accesitario que se ha encaramado en la Presidencia de la República con apenas 11 mil votos, son personajes cultivados en este torbellino de degradación democrática. Ninguna de sus trayectorias es explicable sin este contexto de tolerancia a la corrupción y abandono de la racionalidad política. Boluarte llega a la vicepresidencia en un equipo presidencial digitado por alguien que en ese momento tenía una condena por corrupción, y desde la vicepresidencia participa en el breve carnaval de sectarismo y corrupción que fue el gobierno de Pedro Castillo hasta que pacta con la otra orilla para traicionarlo y quedarse en Palacio. Jerí llega a Palacio después de una oscura trayectoria en el Congreso en la que vota, junto con la coalición de la que forma parte, en favor de todas las normas autoritarias y promotoras de la impunidad que allí se han dado.
Es importante tener presente este contexto para situar adecuadamente lo contingente —Boluarte o Jerí— y el anómalo “orden” que se ha generado. Los personajes son contingentes, pero no casuales: ambos son funcionales a la lógica de extorsión, represalias y liquidaciones que el Congreso ha logrado imponer como libreto de la política peruana de estos años. Nombres representativos de ese “orden”, pero a la larga fungibles, su tránsito por el poder y su eventual salida no solucionan la crisis ni rescatan a la democracia peruana de la extorsión a la que está sometida por la coalición gobernante. Saberlo es importante para la definición de la agenda de recuperación democrática que emprenda la sociedad civil movilizada legal y pacíficamente en defensa de sus derechos.