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Editorial 16 de abril de 2024

Desde la elección del año 2021, en la que Pedro Castillo derrotó por un estrechísimo margen de ventaja a Keiko Fujimori, un sector político variopinto desarrolla una guerra contra el sistema electoral. La campaña de desprestigio contra las autoridades electorales –y en particular contra las del Jurado Nacional de Elecciones—es incesante. Y el fin último es deshacerse de estas para convertir, mediante una sustitución de autoridades, al sistema electoral independiente en un sistema sometido a los propósitos de aquel sector. Se trata, en suma, de secuestrar lo último que va quedando de la institucionalidad democrática, que es el derecho ciudadano a elegir a sus autoridades. “Ganar por las buenas o por las malas”: ese lema lanzado recientemente por el presidente de Venezuela, Nicolás Maduro, parece ser, también, la consigna de este sector que en el Perú suele autoidentificarse como conservador.

Hasta hace poco, ese propósito era perseguido con cierta apariencia de formalidad. Hoy esa apariencia ha quedado atrás y lo que dicho sector propone, desde el Congreso que está bajo su control, es una intervención directa en el JNE. La forma elegida para eso es un proyecto de ley, ya aprobado en la Comisión de Constitución, que, cambiando el artículo 99 de la Constitución, haga posible someter a juicio político (acusación constitucional) a quienes desempeñan la presidencia del Jurado Nacional de Elecciones, la Oficina Nacional de Procesos Electorales y el Registro Nacional de Identidad y Estado Civil. El proyecto es evidente: se trata de remover a las autoridades en funciones para reemplazarlas por funcionarios afines o dóciles. 

El antecedente de esta iniciativa de control del sistema electoral es, como se sabe, el proceso de juicio político a los integrantes de la Junta Nacional de Justicia. La remoción y reemplazo de un número decisivo de miembros de la JNJ habría hecho posible actuar contra el JNE con cierta apariencia de respeto a la institucionalidad (aunque ya la operación contra la JNJ en sí misma teñía todo este proceso de un evidente sentido antinstitucional y antidemocrático). El fracaso de ese proyecto ha llevado al Congreso a esta otra propuesta que es completamente cuestionable tanto por sus fines cuanto por sus medios. En cuanto a sus medios, esta forma de operar del Congreso hace que la figura de la acusación constitucional deje de ser un legítimo mecanismo de control para mantener el equilibrio de poderes y se convierta simplemente en un instrumento de venganza o presión política. En cuanto a sus fines, evidentemente, se trata de una auténtica captura y desnaturalización del régimen democrático.

No es fácil ver, después de tantas operaciones de demolición institucional, qué caminos quedan a la sociedad civil para poner atajo a esta erosión continua de la democracia llevada adelante por el Congreso. Hoy en día la acción judicial es uno de los pocos muros de contención que quedan para la defensa del Estado de Derecho. Además de ello, corresponde a las diversas instancias del Estado y de la sociedad hacer sentir su voz de rechazo a estos sucesivos atentados contra la democracia.