Cerrado el periodo de inscripción de alianzas electorales, el balance es de cinco alianzas inscritas, que absorben a once agrupaciones. De ese modo, quedan, además de esas cinco presuntas candidaturas, más de una treintena de organizaciones con la misma pretensión de cara a las elecciones de abril de 2026. Ese número de casi cuarenta marcas aspiracionales tiene que ser multiplicado, por lo demás, por las diversas nóminas que en teoría presentará cada una de ellas: candidatos a la presidencia y listas de diputados, senadores por distrito único, senadores por distrito múltiple y miembros del Parlamento Andino.
Hay diversas formas de abordar la realidad de ese caos programado. Desde la ciencia política se habrá de explicar, necesariamente, la constelación de incentivos que lleva a ese resultado. Es comprensible —aunque nunca justificable— que, en un sistema generado con la lógica del botín, en el que se piensa en la aspiración al cargo público en términos estrictamente crematísticos, la gran mayoría busque acceder a las rentas públicas sin tener que compartirlas con otros aliados. Y ese cálculo es más factible aún porque, si nos guiamos por la última elección, en realidad cualquiera que rebase el diez por ciento de votos del universo real de 27 millones de votantes (cifra que crece cuando se habla de votos válidos) tiene oportunidad de pasar a la segunda vuelta. No es necesario pensar en un gran caudal electoral para tentar una posibilidad. Y eso determina, además, que incluso el cálculo cínico que funcionó en otras elecciones —poner un candidato presidencial, pero solo con el fin de conquistar puestos en el Congreso— ya resulte modesto.
La descripción de esa dinámica electoral, por otro lado, no puede omitir que este caos ha sido organizado desde el Poder Legislativo, que, de manera interesada, destruyó los avances buscados con la reforma electoral previa. Fue central, en esa tarea de demolición, la neutralización de las elecciones primarias. Pero no fue el único paso dado por el Congreso para generar esta situación. Con esto no se quiere decir, naturalmente, que la reforma electoral era perfecta o suficiente. El colapso del sistema de representación política en el Perú tiene raíces en la evolución de la sociedad peruana en la historia reciente y obedece a factores que trascienden, pero no eliminan, aquellos vinculados con incentivos y con la ingeniería institucional. Sin embargo, hay que recalcar que el espectáculo que hoy se ve, y el desbarajuste electoral que se avecina, son en enorme medida hechura del Congreso. Y que lo que se ha generado es un reto operativo mayúsculo para el sistema electoral, que, por otro lado, también ve amenazada su independencia por las facciones que operan desde el Legislativo.
Pero, sin negar la importancia de comprender, describir y exponer la tramoya de esta situación, puede decirse que su significado mayor es este: salvo por el caso de dos o tres esfuerzos por construir alternativas de gobierno, el panorama electoral expresa la cancelación de lo público en la política peruana, la supresión del interés público del escenario electoral. Lo que se ve, de una manera descarnada, es una competencia de intereses personales, o a lo sumo grupales, para los cuales no hay, por lo tanto, ninguna postura ideológica o programática que negociar o conciliar con otras.
Entre las diversas formas alternativas, no contradictorias, de describir la democracia, hay una que dice que la democracia es ese sistema en el que las más diversas demandas tienen alguna oportunidad —aunque nunca una certeza— de hacer valer sus demandas. Pero eso solo es cierto en la medida en que la representación política sea eco de demandas públicas y exista en un entorno de disputas, negociaciones y consensos sobre aquellas. Nada de eso es esperable en el mercado electoral que vemos formarse en estos meses. También en ese sentido, y más allá del evidente proyecto autoritario que impulsan el Ejecutivo y el Legislativo, se puede decir que la democracia parece agonizar en el Perú.