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Editorial 1 de agosto de 2023

Fuente: La República.

El 28 de julio la presidenta Dina Boluarte leyó unas setenta páginas durante tres horas a manera de mensaje a la Nación, pero las palabras que realmente tuvieron sentido en el aniversario de la Independencia no fueron las suyas sino las que dijo el arzobispo de Lima en el Te Déum ese mismo día: “Parece que no se dieran cuenta de que nuestro pueblo existe, sufre (…); el Perú de hoy todavía no ve la luz. Por eso, desde mi misión me corresponde hacer, con todo respeto, la invocación a las máximas autoridades del país a colocarse, por unos minutos, en la situación de aquellos que más sufren, afrontando cara a cara nuestros desaciertos y los graves males en que hemos incurrido, incluidas, las muertes que esperan aún justicia y reparación.”

Ese contraste repercute sobre una realidad ya notoria desde hace mucho tiempo, como es la profunda desconexión entre el discurso del gobierno (y del Congreso) y la realidad del país. Es una desconexión que equivale, sobre todo, a un empecinamiento en desconocer la gravedad de lo sucedido en los primeros tres meses del año –esas decenas de muertes causada por la intervención violenta del Estado—y la profundidad de la crisis política que se arrastra desde el inicio del periodo presidencial 2021 y aún desde antes, y que la actual administración ha profundizado.

No se trata, naturalmente, de decir que todos los problemas del país señalados y que todas las iniciativas anunciadas por la Presidenta son irrelevantes ni mucho menos inexistentes. Es evidente que la sociedad peruana está aquejada por una multitud de problemas y de carencias. Y, precisamente, un aspecto especialmente gravoso de la deriva política del país es la profunda brecha entre esos problemas y necesidades y las rencillas y contiendas de interés particular que enfrentan a quienes ejercen funciones de gobierno o de representación. Desde esa óptica, y en otras circunstancias, sería importante sopesar el mérito, o el demérito, de la multiplicidad de anuncios y propuestas hechas por la jefa de Estado.

Pero las circunstancias no son otras sino estas, conocidas por todos: un país sumido en una grave crisis donde se han producido graves violaciones de derechos humanos y donde los poderes constituidos socavan diariamente las bases institucionales de la democracia y el Estado de Derecho. Y, como correlato de eso, un enorme sector de la población movilizado y que no encuentra razones para confiar en el gobierno y el Estado mientras no haya pasos creíbles hacia la justicia, reconocimiento de responsabilidades y enmiendas, no solamente en lo relativo a las violaciones de derechos humanos sino también frente a los cotidianos gestos autoritarios del gobierno y del Congreso. Nada más ilustrativo de esto que lo que se señala en una nota de Alexander Benites en este boletín: en el mismo momento en que la Presidenta expresaba un pedido de perdón a los familiares de las víctimas del Estado, “solo a unas cuadras del Congreso de la República, la policía disparaba pedigones y bombas lacrimógenas contra manifestantes, y realizaba detenciones arbitrarias a periodistas que trataban de cubrir la protesta”.

Así, estamos en una situación en que el gobierno no hace un reconocimiento sincero de sus trasgresiones ni de la gravedad de la situación. Así cabe entender, también, la concisa descripción del arzobispo Castillo: “el Perú de hoy todavía no ve la luz”. Y sin eso no habrá medidas específicas de política ni de asistencia que lleven a recuperar la credibilidad ni la legitimidad indispensables para una gobernabilidad democrática.