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Editorial 5 de noviembre de 2024

El resultado de la elección presidencial en los Estados Unidos, que se desarrolla desde hace varias semanas y culmina hoy, está llamado a tener un decisivo impacto sobre el futuro global en lo inmediato y en el mediano plazo. Es cierto, claro está, que esto mismo puede ser dicho sobre todas las elecciones estadounidenses, puesto que se trata de la mayor superpotencia mundial no solamente en términos económicos, sino también militares. Pero este año estos comicios tienen un significado especial, pues hoy están en juego sobre el tablero político norteamericano ciertas tendencias globales que en los últimos años generan preocupación sobre el futuro de la democracia y los derechos humanos.

Como se sabe, en tiempos recientes el internacionalismo y el principio de cooperación y de acción concertada mediante políticas regionales han conocido reveses en diversas partes del mundo a manos de un nacionalismo reemergente. Esto ha sido acicateado por diversos factores, entre los cuales sobresalen el crecimiento de las olas migratorias –resultado, a su vez, de una violencia proliferante en diversos países—y las crisis económicas intensificadas por la reciente pandemia de Covid-19. Frente a las migraciones, diversos líderes enarbolan banderas xenofóbicas e imponen políticas centradas en la seguridad interna antes que, en los derechos humanos, todo lo cual les ha rendido significativos réditos políticos. Frente a las crisis económicas, algunos países reactualizan consignas de nacionalismo económico, es decir, de proteccionismo comercial. La combinación de esas dos tendencias, ya se sabe, ha acicateado el resurgimiento de gobiernos de orientación autoritaria y populista, mayormente de signo conservador.

Al mismo tiempo, el reflujo nacionalista se expresa en una proclividad a la acción unilateral que, en sus formas más crudas, toma la forma de aventuras bélicas en abierto desafío al derecho internacional. Frente a un orden internacional que buscaba consolidar la paz sobre la base de acuerdos y consensos regionales y mundiales, se levanta ahora el recurso a la fuerza, a la guerra abierta. El emblema de todo ello es, hoy en día, la invasión de Ucrania por la Rusia de Putin, una guerra que ya se acerca a los tres años de duración –pero no cabe olvidar, en este contexto, el grave desafío al derecho internacional que también representa la sostenida y cruenta operación militar de Israel en Gaza en respuesta al brutal ataque terrorista de Hamas en el sur de aquel país –ofensiva que se hace con la anuencia de los Estados Unidos. Tanto en Ucrania como en Gaza y como en otras zonas del mundo estamos viendo el atropello de consensos y normas internacionales y la consiguiente estela de sufrimiento de la población civil.

Recuperar el valor del internacionalismo, reconstruir el consenso alrededor del valor de la democracia, reafirmar la validez del derecho internacional como horizonte normativo, cuestionar los discursos de odio y el autoritarismo como forma legítima de ejercer el poder, restaurar la política de cooperación global frente a los grandes desafíos que enfrenta la humanidad, como el calentamiento global y el cambio climático, generar respuestas humanitarias efectivas para esos millones de personas que hoy migran para huir del hambre, la violencia o la opresión política: todo ello requiere una urgente reacción de la comunidad internacional democrática. Y ante este dilema, el rumbo que adopten los Estados Unidos como resultado de esta elección –como un miembro activo y prominente de esa comunidad o como un impulsor y aliado de las tendencias autoritarias que hoy alarman al mundo—será, como se ha dicho, un factor decisivo para el futuro global.