El gobierno y el Congreso ofrecen en estas semanas un grosero espectáculo. Pocas veces se ha visto a autoridades electas y nombradas defender de manera tan descarnada intereses ilegítimos y opuestos al interés público como en el contexto presente.
Las jornadas de paro de algunos gremios de transportistas, a los que se van sumando otros gremios, se han repetido ya a lo largo de tres semanas. Se anuncia una nueva paralización de labores, con el concurso de diversos sectores laborales, para la semana entrante. La demanda es, evidentemente, que el Estado, y en particular el gobierno, tome acción efectiva para detener la práctica criminal de la extorsión que hoy acosa al sector del transporte público, pero que había sido denunciada desde hace un tiempo en otros campos de actividad económica.
Pero el curso que ha tomado esta discusión y la protesta de los afectados va más allá de evidenciar la incapacidad y desinterés del gobierno y el Congreso respecto de la solución de problemas públicos flagrantes. Ahora evidencia, también, la defensa férrea de sus intereses y la intención de radicalizar su deriva autoritaria.
Solamente así se explica la negativa del Congreso a derogar una ley que fue señalada desde el comienzo como una norma que favorece la impunidad, es decir, que protege ciertas actividades criminales al obstaculizar su investigación y su eventual procesamiento con la figura de “organización criminal”. Los gremios que hoy protestan la denominan “ley procrimen” y exigen su derogatoria en el entendido de que ella debilita, justamente, la acción del Estado contra las bandas dedicadas a la extorsión. Es evidente que la sola derogatoria de esa ley no bastará para cambiar la situación de zozobra ciudadana frente al crimen, lo cual exige una política de seguridad hoy inexistente o profundamente defectuosa. Pero al margen de esa vinculación mediata entre derogatoria de la ley y combate a la extorsión, el empecinamiento del Congreso en mantenerla, sin ofrecer ninguna explicación convincente de su utilidad, subraya lo que se ha señalado desde el primer momento: es una ley que, en primer lugar, funciona como un escudo para los propios grupos políticos contra la acción del Ministerio Público y de la justicia.
Y lo mismo cabe decir sobre esa propuesta de ley que crea la figura de “terrorismo urbano”, una figura que solamente simula ser una herramienta contra la delincuencia organizada y violenta, pero que en realidad es parte del repertorio conocido de sucesivos gobiernos incapaces de dar respuestas efectivas: generar la idea de que, al aplicar etiquetas más altisonantes, se está haciendo realmente algo contra el crimen y se está poniendo en manos de la policía y la administración de justicia una herramienta nueva y útil. Pero, en este caso, el gesto del gobierno tiene un significado adicional, si se tiene en cuenta su ejecutoria pasada en materia de represión a la ciudadanía movilizada. La figura de “terrorismo urbano”, en realidad, aparece como un dispositivo que podría ser utilizado contra la población que protesta, antes que como una herramienta para combatir a la delincuencia. Es elocuente que en el contexto de esa propuesta el primer ministro, Gustavo Adrianzén, haya echado a rodar la idea de que los paros de transportistas tienen vínculos con Movadef. El muy conocido recurso de estigmatizar todo acto de protesta como “terrorismo” basta para poner bajo aguda sospecha la creación de una figura penal que no ofrece nada como medio específico para la lucha contra la delincuencia.
Como se ha dicho, las protestas de transportistas y otros gremios expresan, así, una genuina preocupación social no solo de ellos, sino de toda la población, pero al mismo tiempo están dejando en evidencia, una vez más, del lado del gobierno y del Congreso, intenciones que poco o nada tienen que ver con el interés público; más aún, que son contrarias a dicho interés.