Se ha hecho pública en los últimos días una directiva relativa al despacho presidencial cuyo fin y efecto es liquidar los límites para la recepción de regalos por parte de la Presidenta. La opacidad de esta operación hace recordar, de inmediato, la escandalosa y completamente injustificada duplicación del salario de la jefa de Estado, realizada también de manera furtiva, así como resuena en ella el escándalo de los regalos de relojes a Dina Boluarte —el conocido «Caso Rolex»— por el cual el Ministerio Público planteó una denuncia por el delito de cohecho pasivo impropio, acusación de la cual el Congreso ha protegido a la presidenta.
La directiva señalada, además de ser escandalosa en sí misma, es un emblema ominoso de la racionalidad con que operan el Ejecutivo y el Congreso: si alguno de los miembros de su coalición o de sus clientelas comete alguna irregularidad —abuso, falta o delito— la solución es cambiar las normas para que en el futuro esos actos dejen de ser transgresiones y para, si es posible, debilitar la acción fiscal o judicial sobre los casos ya existentes. Estamos, así, sin mayores disimulos, en una situación en que los transgresores son los que hacen las normas y dictan los términos en los que sus acciones pueden ser evaluadas.
En su expresión más grave, esta lógica es la misma que se aplica en las normas dadas por el Congreso para impedir el acceso a la justicia de miles de víctimas de violaciones de derechos humanos en el periodo de violencia armada: la ley que propone la prescripción de crímenes de guerra y crímenes de lesa humanidad cometidos antes del inicio de este siglo y la ley que concede amnistía a militares, policías y paramilitares que no hayan recibido sentencia firme con calidad de cosa juzgada. Estas leyes tienen connotaciones particulares en términos de impunidad y de serios incumplimientos del derecho nacional e internacional por el Estado peruano. Pero, además de eso, tienen un parentesco con la racionalidad arriba anotada: la manera de resolver la comisión de faltas o delitos por agentes del Estado es establecer de modo autoritario que los actos cuestionados ya no son delitos ni faltas.
Hay que señalar una implicancia más, entre otras posibles, de esta forma de producir normas por la coalición en el poder. Se dirá, como se ha dicho también en el caso de la duplicación del salario, que la norma sobre la recepción de regalos es de carácter impersonal, que no rige solamente para la actual ocupante de la presidencia, sino que regirá en el futuro para quien sea que ocupe el cargo. Es una explicación evidentemente falaz, que no oculta ni por un segundo el interés de beneficio inmediato y particular. Pero, además, lo que se propone como justificación debe ser visto más bien como un agravante, pues lo que estamos viendo en estos años es que el Ejecutivo y el Congreso no solo dan normas para su beneficio directo y personal, sino que las dan sin que les importe que mediante esas normas dejan sembrados considerables daños y perjuicios para el Estado y la sociedad peruana para el futuro. Esto es cierto en este caso, en tanto abre un amplio camino a la corrupción en el despacho presidencial, como también funciona, de manera aún más patente, en el caso de las normas que da el Legislativo con el fin de impedir la investigación y sanción de presuntos delitos de sus miembros y allegados, y que a fin de cuentas son garantías de protección e impunidad futuras para amplias modalidades de acción delictiva.
Y ese modo de operar representa en un sentido especialmente grave la liquidación del interés público en las funciones de Estado y reconfirma que la sociedad peruana y sus expectativas democráticas se encuentran hoy secuestradas.