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Editorial 23 de septiembre de 2025

El caso “Los cuellos blancos del puerto” constituyó hace pocos años la más grave revelación de la profunda corrupción enquistada en las altas instancias de la administración de justicia. Jueces, fiscales, miembros del Consejo Nacional de la Magistratura (órgano extinto y sustituido por la Junta Nacional de Justicia), un exmagistrado de la Corte Suprema y ciertos empresarios aparecían en diversas grabaciones practicando una diversidad de actos de corrupción, especialmente delitos de tráfico de influencias y otros relacionados con estos. Por estar incluido en las investigaciones sobre este caso –tema que no ha sido resuelto; involucramiento que no ha sido descartado– fue destituido en su momento el entonces fiscal supremo Tomás Gálvez. Hace unas semanas el Tribunal Constitucional decidió que la destitución había contenido fallas procesales y por ello ordenó reponerlo en el cargo. Hoy, por decisión de la Junta de Fiscales Supremos, es ese personaje quien ocupa interinamente el cargo de Fiscal de la Nación. Imposible describir con matices más oscuros el grado de desnaturalización de las instituciones que deberían sostener el Estado de Derecho en el Perú. Imposible, también, encontrar ejemplo más turbio del desmantelamiento de la democracia que lleva a cabo la coalición encabezada por el Congreso y que hoy controla para beneficio propio el poder político en el Perú.

Todo lo que rodea el encumbramiento de Gálvez como Fiscal de la Nación es turbio. Se trata de una línea de irregularidades que va desde el copamiento de la Junta Nacional de Justicia con métodos fraudulentos por parte del Congreso hasta la destitución de la magistrada Delia Espinoza como Fiscal de la Nación por no cumplir una orden irregular de la JNJ, pasando por la decisión de esa misma entidad de reponer a Patricia Benavides como fiscal suprema. Dos nombres que están asociados a investigaciones sobre corrupción, los de Benavides y Gálvez, han sido favorecidos, siempre con argumentos jurídicamente cuestionables, por la JNJ y por el Tribunal Constitucional.

El espectáculo de toda esta danza de instituciones colaborando en decisiones irregulares que se apoyan y se refuerzan mutuamente releva de toda necesidad de demostrar la grave conspiración en marcha para la captura y el sometimiento de la administración de justicia. Ese proceso se desarrolla desde ya hace dos años, por lo menos, pero en los dos últimos meses se ha acelerado notoriamente, y es bastante claro que eso se vincula con el avance del calendario electoral que llevará a los comicios de abril de 2026. Pero además de la intención de controlar los resultados de esos comicios mediante la intromisión en los órganos electorales, está la permanente intención de aniquilar el funcionamiento de la justicia en todos los casos –graves casos de corrupción y de otros tipos de delitos– en los que los miembros de la coalición o sus clientelas están comprometidos. Hoy en día, por ejemplo, está en manos de Tomás Gálvez tomar decisiones sobre los equipos de fiscales encargados de investigar diversos casos de enorme repercusión –entre ellos, naturalmente, las investigaciones vinculadas con “Los cuellos blancos del puerto”.

Para la ciudadanía –en todo caso, para aquella que todavía tiene interés y esperanzas en preservar lo que va quedando de la democracia– es difícil entender la inhibición de los dos fiscales supremos que encabezaban la línea de sucesión para ser Fiscal de la Nación, los magistrados Pablo Sánchez y Zoraida Ávalos. Sea cual fuere la explicación de su gesto, el resultado objetivo es dejar a la administración de justicia en las manos de sus verdugos. La ciudadanía queda desprotegida; el Estado queda inerme; la democracia podría estar a punto de recibir el tiro de gracia.

El Perú es hoy una sociedad capturada por una constelación de intereses ilegítimos, muchos de ellos de francas connotaciones delictivas. La sociedad necesita reaccionar con los pocos recursos que le van quedando: su capacidad de expresarse públicamente es uno de ellos.