El nivel de inseguridad alimentaria moderada o severa en América Latina es de 28,2%; en el Perú es de casi 52%, según datos reconocidos por el Ministerio de Desarrollo e Inclusión Social. Esos datos deben servir, por si hiciera falta, para entender la gravedad de los hechos expuestos en los últimos días sobre el manejo del Programa Nacional de Alimentación Escolar Qali Warma y para exigir una respuesta pronta, efectiva y rigurosa de parte de la justicia y de las autoridades del gobierno.
Las irregularidades en el funcionamiento de ese programa tienen varias dimensiones, y todas involucran serias responsabilidades. Estas incluyen, por lo menos: una dimensión penal, en tanto se habla de una red de corrupción destinada a manipular el proceso de compra de insumos o provisiones; una dimensión de política pública, en tanto estamos ante un debilitamiento de los sistemas de control y fiscalización; y, sobre todo, una dimensión de derechos humanos, pues se trata del derecho a la alimentación de la población en edad escolar en el Perú.
El programa fue creado en el año 2012 y atiende a alrededor de cuatro millones de niños, niñas y adolescentes en el sistema escolar. Su importancia es evidente, más aún si se considera, como se ha dicho, el contexto de inseguridad alimentaria que, aunque negado irresponsablemente hace unos meses por el ministro de Desarrollo Agrario y Riego, afecta a un sector considerable de la población. De ese modo, el programa es un medio fundamental para el cumplimiento del derecho a la seguridad alimentaria y toda distorsión de su funcionamiento incide negativamente sobre ese derecho. Pero, siendo eso cierto, además hablamos en esta circunstancia de algo particularmente grave, que es el reparto de alimentos adulterados (carne de caballo) o en mal estado a la población escolar. Ese hecho tendría que ser investigado en tanto afectación directa o inmediata a los escolares, más allá de las implicancias del episodio en materia de corrupción. Pero, además, hay un matiz sociocultural y moral que considerar y condenar, y es lo que esto significa como gesto de maltrato a población de escasos recursos. La falta de respeto del Estado a una considerable proporción de sus ciudadanos ejemplificada en este indignante hecho es una falla histórica de nuestra sociedad que tiende a reproducirse sin remedio.
Por otro lado, como se ha dicho, está la cuestión de la corrupción, sobre lo cual siguen surgiendo informaciones que comprometen a funcionarios de diverso rango y próximos al despacho presidencial, y que repiten la pauta ya conocida: arreglos bajo la mesa, con la intervención de personajes en capacidad de tomar decisiones por parte del Estado, para favorecer intereses empresariales pasando por encima de reglamentos, protocolos y todo criterio destinado a asegurar la idoneidad de la gestión pública. El hecho de que en este caso se tratara de lucrar ilegítimamente nada menos que con la alimentación de millones de menores de edad, y poniendo en serio riesgo su salud, demanda un rápido esclarecimiento y sanciones proporcionales a la enormidad de la falta.
Y, finalmente, como se ha dicho, este hecho ha permitido llamar la atención sobre cómo, en el curso de los últimos años, los procedimientos de supervisión y la gestión de este vital programa se han ido deteriorando. Estamos, así, ante un flagrante colapso de una política pública, que se suma a los muchos retrocesos experimentados en los últimos tiempos en relación con la acción del Estado como garante de derechos. Si, por un lado, están las recurrentes decisiones del Congreso destinadas a desmantelar, desnaturalizar o neutralizar políticas y procesos de reforma indispensables, por el otro lado se tiene a un Poder Ejecutivo negligente, indiferente o simplemente cómplice. Hoy vemos que ni siquiera la alimentación de los niños, niñas y adolescentes del Perú está a salvo de esta profunda crisis institucional, política y moral.