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Editorial 2 de septiembre de 2025

El discurso y las intenciones autoritarias del gobierno han alcanzado un nuevo hito con el anuncio lanzado hace días sobre la elaboración de una ley para la defensa «de la soberanía nacional». El objetivo, dice Dina Boluarte, es dar al país «un marco jurídico normativo que permita su defensa en el contexto de los deberes esenciales del Estado establecidos en el artículo 44 de la Constitución Política del Perú”. Se trata, evidentemente, de un despropósito intencionado, es decir, que no nace solamente del desconocimiento, aunque también de él, sino, principalmente, de la voluntad de apuntalar un proyecto autoritario y, de paso, buscar preventivamente alguna forma de impunidad.

Todo en ese anuncio rezuma autoritarismo y al mismo tiempo ignorancia sobre las bases elementales del Estado de Derecho, a la vez que refleja esa demagogia nacionalista de la que han echado mano con provecho muchas dictaduras a lo largo de la historia contemporánea. En este caso, se busca convencer de que la soberanía del Estado peruano está en peligro cuando la comunidad (jurídica) internacional intenta poner atajo a los abusos del Estado peruano contra sus propios ciudadanos. Se regresa, así, a la idea obsoleta, desechada hace casi un siglo, según la cual el Estado tiene una potestad sobre su ciudadanía que puede ejercer sin límites y al margen de todo consenso internacional. Por otra parte, a esta idea de soberanía nacional subyace un primitivo ideal autárquico: la creencia de que cada país tiene una naturaleza o esencia que no debería ser interferida por el exterior. De más está decir que esa naturaleza o esencia suele ser la que conviene al gobierno autoritario de turno.

Es evidente que esta propuesta tiene como horizonte el retiro del Perú del Pacto de San José, es decir, del Sistema Interamericano de Derechos Humanos comprendido por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y por la Corte Interamericana de Derechos Humanos (Corte IDH). Para ello se insiste en una comprensión enteramente errónea del problema de la soberanía. Y si bien es obvio que lo que menos interesa al gobierno al hacer esta propuesta es la racionalidad jurídica o hablar con la verdad, es pertinente, de todos modos, señalar los errores fundamentales de la idea para conocimiento de la ciudadanía.

El primero de ellos está en presentar las recomendaciones y los fallos del SIDH como vulneraciones de la soberanía nacional. En realidad, el Pacto de San José es un tratado internacional suscrito por el Perú precisamente en ejercicio de su soberanía, y según la Constitución peruana los tratados internacionales que recojan instrumentos de derechos humanos tienen rango constitucional. Desconocer eso es desconocer las bases elementales del orden jurídico peruano o del derecho contemporáneo en general.

Pero, por otro lado, el discurso sobre la defensa de la soberanía y sobre su posible afectación por los sistemas internacionales de protección de derechos humanos simula desconocer la variedad de temas por los que los ciudadanos peruanos acuden a dichos sistemas, y, por tanto, que eso que se llama defensa de la soberanía no significa otra cosa que dejar a la ciudadanía a merced de un poder político arbitrario o de las negligencias del Estado. En rigor, se podría decir que precisamente la existencia de un gobierno y de una representación congresal como los actuales ilustran la necesidad, para los peruanos y peruanas, de tener una instancia supranacional a la cual acudir una vez que se han agotado las vías para la demanda de justicia en las instancias nacionales.

Pero cabe señalar otras aristas de la demagogia expresada en esta propuesta y, en general, en las propuestas de retirar al Perú del SIDH que se oyen desde hace años. En primer lugar, si se dice a la población que de este modo el país ya no estará constreñido por instancias internacionales de justicia (suponiendo que eso fuera deseable), hay que aclarar que aún en ese extremo el Perú mantendría sus obligaciones legales en materia de derechos humanos en virtud de una diversidad de tratados y mecanismos internacionales de los que el Estado peruano se ha hecho Estado-parte en ejercicio de su soberanía. En segundo lugar, si se avanzara en la dirección propuesta, ese retiro no ocurriría en lo inmediato sino en un plazo de un año después de su notificación —de hecho, no tendría lugar durante lo que queda del actual gobierno, y una eventual denuncia del Pacto de San José podría ser simplemente anulada por el siguiente gobierno—; durante ese lapso la Corte IDH mantendría su competencia sobre hechos previos, como, desde luego, sobre las matanzas perpetradas por agentes del Estado durante las protestas de 2022 y 2023, que es, de modo inocultable, uno de los asuntos que están detrás de este afán aislacionista del gobierno.

Como se ha dicho, aclarar estos puntos puede parecer redundante, ya que no es necesariamente por ignorancia jurídica que el gobierno y el Congreso vienen operando en esta dirección. Pero sí es necesario que la población conozca la naturaleza demagógica de los gestos políticos mencionados y la auténtica amenaza que esto supone para las libertades y los derechos de toda la ciudadanía.

La endeblez jurídica de la propuesta y el curso errático del gobierno en sus relaciones con el SIDH permiten, también, la hipótesis de que estemos ante un aspaviento político sin una intención real. Aun en ese caso la irresponsabilidad sería mayúscula y el gesto autoritario merece la recusación de toda la sociedad.