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Editorial 28 de enero de 2025

El día de ayer, 27 de enero, se ha conmemorado la liberación del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau sucedida ochenta años atrás. Auschwitz ha quedado fijado como el símbolo más poderoso de la irracionalidad y la inhumanidad del régimen nazi, como el testimonio mayor de sus crímenes. En Auschwitz fueron exterminadas más de un millón de personas, 900 mil de las cuales eran judías. La abrumadora cantidad de muertes, sin embargo, no alcanza a dar una idea del horror que significaron los campos de exterminio. Las imágenes de ese y otros campos difundidas tras la derrota del nacional-socialismo hablan de algo más terrible, incluso, que la muerte masiva: de la indefensión y el despojo absolutos de las víctimas, de su sujeción a formas de vida infrahumanas, de la extinción de todo sentimiento de humanidad entre los ejecutores y de las cotas de irracionalidad a las que puede llegar el poder absoluto. Y aunque desde el fin de la segunda Guerra Mundial el mundo ha conocido muchas más atrocidades, Auschwitz sigue siendo el símbolo mayor del horror, el emblema insuperado –aunque sí equiparado por los campos estalinistas– de la asociación entre poder absoluto, fanatismo ideológico e inhumanidad.

La conmemoración de la liberación de Auschwitz y del fin del genocidio debe servir, sin embargo, para algo más que para recordar el horror. Esto siempre será indispensable, pero en el tiempo que vivimos hay que rescatar, además, el recuerdo de todo lo que la humanidad, o buena parte de ella, construyó a partir del doloroso aprendizaje que dejó aquella guerra. El genocidio remeció la conciencia internacional de una manera irrepetible, y desde ahí cobraron un nuevo impulso los ideales humanitarios, expresados en adelante en un fortalecimiento del derecho internacional de los derechos humanos y el derecho internacional humanitario, así como en la voluntad de las naciones de actuar para prevenir y sancionar crímenes semejantes. Los sistemas internacionales de protección de derechos humanos evolucionaron a partir de esa conciencia, y hay que ver en el nacimiento de la Corte Penal Internacional un último eco de dicho impulso.

Pero la revelación de Auschwitz no significó solamente el crecimiento de un marco jurídico humanitario, sino que también suscitó una serie de convicciones morales que, trasladadas a la política, operaron como un freno al ejercicio sin límites de la violencia estatal. Advertencia, moraleja o tabú, Auschwitz funcionó como un marcador de todo aquello que está más allá de lo tolerable, de lo permisible: más allá de lo posible.

No solo eso. El genocidio ilustró sobre las terribles consecuencias de la falta de solidaridad de las naciones, sobre el deber moral y, a la larga, legal de brindar protección a las poblaciones expuestas a la violencia, la persecución, la represalia o la vulnerabilidad extrema. La evolución del derecho de asilo y refugio, así como el tratamiento humanitario a las poblaciones migrantes, evolucionan también en la estela de ese doloroso aprendizaje.

Todo ello y mucho más se puede resumir en la amplia idea del humanitarismo, el multilateralismo y la cooperación internacional. El mundo que surgió de la segunda Guerra Mundial creó trabajosamente un tejido de compromisos, tratados, pactos e instituciones destinados a mitigar el impacto de la violencia y el abuso y a aliviar en todo lo que fuera posible el sufrimiento humano. Esto no quiere decir que todo aquello fuera efectivo ni mucho menos que los acuerdos y consensos logrados fueran fáciles. Pero para una porción importante del planeta ello estaba sustentado en una convicción sobre principios básicos centrados en la defensa de la vida y la dignidad humanas y en la necesidad de la acción conjunta.

El mundo parece estar ingresando hoy en una etapa distinta, una en la que el aprendizaje dejado por Auschwitz corre el peligro de ser desechado precisamente por aquellos países que lideraron la edificación de los consensos internacionales de posguerra. La acción unilateral, el rechazo a la cooperación, el desconocimiento de compromisos, la desprotección a poblaciones vulnerables, el abandono de la perspectiva humanitaria sobre las migraciones, el rechazo a la inclusión y el respeto a la diversidad humana o el culto a la fuerza bruta ganan hoy un predicamento que resultaba impensable hace pocos años –y no es la menor de las paradojas el que este aniversario llegue cuando se intenta reafirmar una suspensión a la desenfrenada respuesta armada de Israel a la terrible acción terrorista de Hamas. Así, la conmemoración debería hacer más patente aún la gravedad de la deserción moral que hoy vemos en algunos de los países más poderosos del planeta.

La historia nunca se repite. Nada se reitera reeditando un guion ya actuado. Auschwitz no volverá a abrir sus puertas al horror ni se repetirá un genocidio con las características que tuvo el de hace ochenta años. Pero la atrocidad, la violencia, el abuso, la exclusión son todavía posibilidades y realidades alrededor del mundo y el abandono de la memoria de Auschwitz –pues eso es lo que está ocurriendo hoy- desarma moral, política y materialmente a la humanidad ante la persistencia de la atrocidad.